Contemplar La Paz desde la Ceja del Alto provoca un estremecimiento profundo, es una experiencia que trasciende la mera vista de la ciudad. Esta hoyada, llena de vericuetos, calles empinadas, plazuelas que emergen entre edificios y callejones que resguardan secretos, eriza la piel por su deslumbrante paisaje y por el frío aire que llega desde la cordillera Real y acaricia cada rincón. Pese a estar tan cerca del sol, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar, en La Paz el frío es constante, quizás porque la contradicción está en la esencia de la urbe. La sensación que genera su geografía es la de un paisaje que no sólo se observa, sino que se siente. Esta contradicción se expresa de manera clara en la llegada a la ciudad. La planicie árida de El Alto, con sus tonos marrones que se confunden con el cielo, culmina en la Ceja, donde La Paz irrumpe con una intensidad abrumadora.1 Alcide d’Orbigny, el joven naturalista francés, quedó tan maravillado como desconcertado en 1830, cuando escribió: “Nada sobre la llanura […] indicaba un lugar habitado […]. Después de una larga incertidumbre, vi una columna destinada a guiar al viajero en ese desierto horizontal y de gran uniformidad. La alcancé pronto, y cuál no sería mi sorpresa al hallar, al borde de una vasta interrupción del terreno, una quebrada de una profundidad inmensa, en el fondo de la cual, a mis pies, vi la ciudad de La Paz”.2 Esta aparición súbita ha sido motivo de asombro para múltiples viajeros y escritores. D’Orbigny la calificó como “una de las más extraordinarias del mundo”, porque la ciudad, además de desplegar un espectáculo visual, expresa las hondas contradicciones que definen su historia y su carácter.
El adjetivo “extraordinaria” empleado por D’Orbigny sugiere una visión romántica frente a la dureza del entorno, donde la vida brota de un desierto. Al revelarse la ciudad como una grieta en la tierra, rodeada de montañas desnudas y cumbres nevadas, se destaca el contraste entre el terreno árido y la vida vibrante del valle. La Paz es un espacio de tensiones, donde lo moderno y lo ancestral, lo visible y lo invisible, negocian constantemente su lugar.
El escritor peruano José María Arguedas, al visitarla en 1951, quedó asombrado por su singularidad. Para él, La Paz era “quizás el más bello e impresionante espectáculo que el hombre americano moderno puede ofrecer en el Nuevo Mundo”. Más allá de la geografía, Arguedas celebraba la vida que ahí afloraba, recalcando “el coraje del paceño por convertir el abismo en jardín”.3 Aunque reconocía la extrañeza del lugar, se enfocaba en la tenacidad de sus habitantes, quienes transformaban lo imposible en posible al habitar un sitio hostil. Las contradicciones de La Paz no se limitan al plano físico, sino que están arraigadas en su historia, especialmente en las tensiones entre el legado colonial y la resistencia indígena.
La memoria colectiva paceña resuena con la aspiración de autonomía política. Durante la Colonia, ésta se manifestó en los levantamientos indígenas de Manco Inca en 1536 y de Tupac Katari en 1780, quienes se opusieron a la coexistencia de colonizadores y colonizados. Sus rebeliones no fueron simples actos de resistencia, también fueron intentos de preservar los derechos indígenas en un sistema opresivo. Ambas luchas han dejado huella en la vida cotidiana que se desenvuelve en lo que se ha convertido en una “ciudad-mercado”, donde las comunidades aymaras, con sus redes de comercio y trueque, han mantenido cierta autonomía. Este carácter de “ciudad-mercado” muestra que habitar La Paz no sólo es una cuestión de supervivencia, sino también de resistencia a la modernidad estatal, así como una inserción en una modernidad paralela, más adaptada a las necesidades locales.4 Las dinámicas del comercio informal en lugares como Churubamba, el corazón simbólico de la urbe, revelan una modernidad indígena que opera paralelamente a los circuitos oficiales. En La Paz, la lógica aymara moderna combina la tradición del trueque con la economía global, reflejando la vitalidad de la cultura indígena en la cotidianidad paceña.
En Imágenes paceñas (1979), Jaime Sáenz presenta dos personajes que encarnan la resistencia ante la modernización: el “aparapita” y el “vendecositas”. El aparapita, un estibador que carga bolsas y bultos, se convierte en el emblema de la ciudad. Sáenz lo describe como un sujeto aymara que ha “potencializado las facultades inherentes de su raza” al situarse en la urbe por “ansias irracionales, de meditación, de existencia y de trabajo”. Este personaje mantiene una conexión con lo indígena puro, siendo una síntesis del “espíritu nacional”. El vendecositas, por otro lado, representa la vida callejera paceña a través de los objetos que carga, actuando fuera de una economía mercantilista, mostrando una experiencia afectiva con el espacio urbano.
Ambos personajes revelan las tensiones entre la resistencia cultural y la modernización en La Paz, poniendo fin a la caracterización de los indígenas como víctimas del sistema social.5
En la novela Cuando Sara Chura despierte (2003), Juan Pablo Piñeiro representa a La Paz como un espacio de mutación y resistencia, donde el pachakuti —la transformación radical de la realidad— es palpable. Piñeiro describe la ciudad como “un altar gigante, un océano de hogueras […] donde brillará la plegaria del universo el día en que Sara Chura despierte”, sugiriendo que, en medio del caos urbano, la capital teje una profunda conexión entre sus habitantes y el entorno. Durante el recorrido apocalíptico de Sara Chura por el centro paceño, una nube oscura cubre el cielo y una tormenta de granizo presagia la transformación inminente de la ciudad: “Un rayo hará temblar el horizonte destruyendo la iglesia de piedra que volará en mil pedazos el día en que Sara Chura regrese”.
Piñeiro también introduce la idea de un “idioma invisible” que recorre La Paz, una lengua oculta que le otorga su carácter enigmático: “Una llave para acceder a los murmullos […] el idioma que hace visible lo invisible”. Este idioma ancestral permite desentrañar los misterios de la urbe, insinuando que bajo la superficie existen capas ocultas de significado, donde diversas formas de habitar y resistir conviven.
Por su parte, Antoine Rodríguez-Carmona, en El blus del minibús (2015), descubre las dinámicas transformadoras del Proceso de Cambio tras la llegada de Evo Morales al poder en 2006. Los minibuses, que se multiplican “como hormigas”, se vuelven símbolos de desorden y reordenamiento social. En cuentos como “Miss Strongest”, Rodríguez-Carmona captura el temor de la clase media mestiza ante el ascenso de las comunidades indígenas empoderadas. Los minibuses, como espacios de tensión, condensan los miedos y las resistencias frente a las transformaciones sociales.
La Paz es un reflejo de las contradicciones actuales, donde lo indígena y lo moderno se intersecan, desafiando las estructuras de poder tradicionales. La ciudad se convierte en un espejo de las tensiones entre el pasado y el presente, y a su vez las historias de resistencia y renovación se entrelazan en una narrativa colectiva.
En su esencia, La Paz es una urbe donde lo visible y lo invisible coexisten, donde cada rincón y cada historia resuenan con las luchas entre lo nuevo y lo antiguo. En esta conflagración, late el corazón de la ciudad como un recordatorio de que la historia y la cultura nunca son estáticas, sino que están siempre en proceso de convertirse.
Imagen de portada: Patricio Crooker, escaleras que unen las ciudades de La Paz y El Alto, Bolivia, fotografía en Mario Roque Quispe, Los alteños, Edobol, La Paz, 2010, © cortesía del fotógrafo.
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El Alto es una ciudad ubicada en una meseta altiplánica que termina abruptamente en una cañada, donde se encuentra La Paz. La Ceja, por su parte, es la orilla superior de esta depresión geográfica y es también como se denomina al barrio que ocupa esa linde. ↩
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Alcides d’Orbigny, “Viaje de Tacna a La Paz, atravesando la cordillera de Los Andes. Estadía en La Paz”, Viaje a la América Meridional, Plural Editores, La Paz, 2002. pp. 1101-1102. ↩
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José María Arguedas, La ciudad de La Paz: Una visión general y un símbolo; crónicas de un ilustre viajero, Alcaldía Municipal de La Paz, 1987. ↩
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Lucía Aramayo Canedo, “Transformaciones y tensiones: El nuevo mercado Lanza de La Paz”, Tinkazos, vol. 18, núm. 38, 2015. ↩
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Leonardo García Pabón, “Prefacio”, Jaime Sáenz, Prosa breve, Plural, La Paz, 2008. ↩