Debajo de mí, siempre por debajo mío se encuentra el agua. Siempre bajo la mirada para verla. Como el piso, como una parte del piso, una modificación del piso.
Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: la gravedad, y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese vicio: envolviendo, atravesando, erosionando, filtrando.
Al interior de sí misma aquel vicio entra también en acción: se derrumba sin cesar, renuncia a toda forma a cada instante, tiende a solamente humillarse, se recuesta boca abajo sobre el piso, cuasi cadáver, como los monjes de ciertas órdenes. Siempre más bajo: tal parece su divisa: el contrario de excelsior.
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Casi se podría decir que el agua está loca, a causa de esa histérica necesidad de sólo obedecer a la gravedad, que la posee como una idea fija.
Ciertamente, todo en el mundo conoce esa necesidad, que en todas partes y circunstancias debe satisfacerse. Este ropero, por ejemplo, se muestra bastante terco en su deseo de pegarse al suelo, y si un día se halla en inestable equilibrio, preferirá derrumbarse antes que contrarrestarlo. Pero veamos, hasta cierto punto juega con la gravedad, la desafía: no se desparrama en todas sus partes, sus esquinas, sus molduras no se prestan a eso. Existe en el ropero una resistencia que abona a su personalidad y forma.
Líquido es, por definición, lo que prefiere obedecer a la gravedad antes que mantener una forma, lo que se niega a toda forma con tal de obedecer a su gravedad. Y que pierde toda compostura por obra de esa idea fija, de ese escrúpulo enfermizo. De este vicio, que lo vuelve rápido, precipitado o estancado; amorfo o feroz, amorfo y feroz, feroz taladro, por ejemplo: astuto, infiltrado, envolvedor; tal que uno puede hacer con él lo que uno quiera, y conducir al agua en tubos para obligarla a brotar en vertical con el objetivo de disfrutar la manera que tiene de abismarse en lluvia: una verdadera esclava.
Sin embargo el sol y la luna le tienen celos a esta influencia exclusiva, y tratan de ejercer la suya cuando se les ofrece extendida en grandes superficies, sobre todo si la hallan en un estado de resistencia mínima, dispersa en delgados charcos. El sol se cobra entonces el gravamen más alto. La obliga a un ciclismo perpetuo, la trata como a una ardilla en su rueda.
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El agua se me escapa… se me escurre entre los dedos. ¡Y ni tanto! Ni siquiera queda tan claro (como una cuija o una rana): me deja huellas en las manos, manchas, relativamente lentas en secarse, o que debo enjugar. Se me escapa y sin embargo me marca, sin que pueda yo hacer casi nada.
Ideológicamente, es lo mismo: se me escapa, escapa a toda definición, pero deja en mi cabeza y en este papel sus huellas, manchas informes.
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Inquietud del agua: sensible al más mínimo cambio de pendiente. Saltando por las escaleras, a pie juntillas. Juguetona, pueril de tan obediente, volviendo de inmediato cuando se le llama inclinando hacia este lado la vertiente.
Tomado de Le parti pris des choses, Gallimard, París, 1942.
Imagen de portada: Reflejos de agua. Fotografía de Carl Campbell, 2009 CC