Fernando Iwasaki (Lima, Perú 1961) es un todoterreno de los géneros y la lengua; ha escrito libros de cuento, novela, historia, crónica y ensayo. Proviene de una familia con raíces japonesas, ecuatorianas, italianas y, por supuesto, peruanas. En la Torre de Babel de sus raíces escaló por las del español para escribir Las palabras primas (Páginas de Espuma, 2017), su más reciente libro, que ganó el Premio Málaga de Ensayo, en donde explora el castellano en sus diferentes latitudes como alguien que escribe y vive con esas mismas variantes.
Además de reflexionar en torno al ensayo, al inicio del libro noto mucho carisma, casi al estilo Ibargüengoitia.
Ibargüengoitia es para mí un maestro, siempre he dicho que él, Cabrera Infante, Cortázar y Borges son autores decisivos en mi formación. Esos cuatro han escrito ensayo y han sido completamente humorísticos, irónicos, desenfadados y risueños, sin renunciar al rigor, el conocimiento, la erudición. Basta con que tú relaciones una cosa que nadie se imagina con otra para que solamente esa relación, aparte de ser eficaz, te genere una sonrisa.
No es una risa fácil, es una risa para la que hay que saber. Además, en este libro existe un doble reto para el lector, porque hay que conocer muy bien el lenguaje.
Esto es como los juegos de Play, sólo que los juegos no los pensamos. Antes de jugar eliges el nivel de jugador, y yo quiero jugar en el nivel más alto, el nivel experto, el nivel superhéroe, y claro que la exigencia es mayor. Con los libros pasa exactamente lo mismo: cuanto más sabes, más disfrutas. Éste es un libro en el que efectivamente hay niveles accesibles para todos, pero hay un nivel donde el lector más competente o el lector más exigente, o el lector con más páginas leídas a lo largo de su vida, va a disfrutar más. Y creo que eso es justo: nosotros, a los que nos interesa todo esto, dedicamos tantos años de nuestra vida a leer, que tiene que verse la punta por algún sitio; celebro muchísimo que exista esta sensación porque forma parte de lo que entiendo que debe ser el oficio de la escritura.
¿La Real Academia cree que nos chupamos el dedo?
La Real Academia cree que nos chupamos el dedo en la medida en que piensa que sólo somos capaces de leer una entrada del diccionario y olvidarnos de las demás. Pero los que tenemos más edad y que no teníamos las posibilidades del internet, nos conectábamos con el diccionario. Abríamos el diccionario en cualquier página y leíamos una definición que nos sorprendía y ya era algo que habías aprendido y no se te olvidaba.
¿Cómo lees el diccionario de manera unitaria?, ¿con el orden del alfabeto o tienes letras favoritas?
Tengo letras, palabras y jugadas. Por ejemplo, si te metes en YouTube y pones “beso y micro relato”, te va a salir un video donde te presento todas las definiciones del verbo “besar” desde 1737 hasta 1999. Imagínate a los académicos discutiendo qué cosa es besar, y modificando la definición cada cierto tiempo: si debe ser con la boca cerrada o abierta, si debe ser aspirando o sacando algo. Nadie besa según el diccionario, ninguno de nosotros ha ido primero al diccionario para ver cómo se besa. Lo hemos aprendido, primero besando a la mamá y a la abuelita, pero después a alguien muy especial, a quien nunca besamos como a la abuelita. Para mí el diccionario no solamente es la edición que tienes en la mano sino la edición que existió en 1830.
En este momento casi nadie tiene diccionarios en su casa porque los consulta en línea; estamos huérfanos de un sinfín de palabras. ¿Cuál es el papel de la RAE ahora? ¿Darnos definiciones o marcar el lenguaje activo?
La RAE no marca el lenguaje activo. La RAE es como una notaría, la Academia registra las palabras que existen y tiene la potestad de incluirlas o no, y cuando lo hacen esas palabras pasan a formar parte del corpus de nuestra lengua; lo que no quita que haya palabras que no se usan en todas las latitudes del habla hispana, yo pongo el ejemplo de “gamborimbo”, una palabra mexicana que me parece extraordinaria; curiosamente antes entran palabras mal empleadas y por una minoría de hispanohablantes españoles, eso me parece injusto y arbitrario. Las academias (voy a hablar de las latinoamericanas) no solamente son ese grupo de personas que definen o sancionan la inclusión de las palabras en el acervo, sino que concretamente en los países latinoamericanos —en España no— las academias tienen otras funciones. Pensemos en la mexicana: escritores y profesores, críticos que a su vez forman parte de un entramado que abarca universidades y editoriales, y ahí hay una cosa que empieza a volverse más interesante porque cada dos años se designa un Premio Cervantes latinoamericano; de los últimos tres Premios Cervantes latinoamericanos, dos son mexicanos. Para mí está clarísimo que la Academia Mexicana es muy poderosa. Que exista una academia de la lengua española en los Estados Unidos me parece bestial. Que exista una Academia de Puerto Rico me parece todavía más importante, porque vive una situación a caballo entre el inglés y el español, es un lugar de frontera. Hay gente ahí que resiste hablando castellano.
Las redes sociales están modificando las palabras, pero no están creando palabras nuevas, ¿o sí?
Crean palabras nuevas en el sentido de que nosotros aspiramos a tener una vida de cyborgs. El ideal de máquina ha llegado al ser humano y nosotros decimos “este fin de semana me voy a desconectar” o “me voy a desenchufar”, hablamos de nosotros mismos como si fuéramos la máquina, y al mismo tiempo deseamos estar todo el tiempo online; queremos ampliar nuestra memoria, nos gustaría tener multifunción. No es que no inventen palabras —ojalá que las inventen—, influyen en nuestra vida de tal manera que nuestro metabolismo es cada vez más máquina. Estamos constantemente con las metáforas del mundo digital, y al mismo tiempo estamos como las mismas máquinas, somos un periférico más. No hace falta que las redes sociales creen palabras, tú miras algo en internet que te guste, y a tu correo ya te está llegando la imagen de eso que te gusta todo el tiempo. Eso influye a una gran velocidad en las relaciones sentimentales y sexuales.
En uno de tus ensayos hablas de que se escogió mal “Querétaro” como la palabra más bonita del español; me preguntaba si tú tienes una favorita.
Lo que me llama la atención de la convocatoria en la que ganó “Querétaro” es que se pida una palabra en español y la que gana no es una palabra en español, ni siquiera propiamente una palabra, es el nombre de una ciudad. El español tiene la posibilidad de asimilar muchas palabras, y esto lo digo porque la gente me pregunta “¿por qué estás en contra de asimilar palabras en inglés?” No estoy en contra de nada. El castellano ha asimilado “aguacate”, “papa”, “cacao”, “manatí” y un montón de nombres que vienen de voces indígenas, no solamente del inglés. ¿Qué sería de México sin la palabra “mariachi”, que viene del francés? ¿Habrá algo más mexicano que un mariachi? Pues sí, le mariage. Yo no estoy en contra de esa promiscuidad de palabras, lo que creo es que, si tenemos una palabra que es eficaz para designar algo, debemos usarla.
¿Las palabras te gustan por su sonido o su significado?
Pueden ser ambas cosas. Hay palabras que no existen en nuestra lengua: “patria” significa la tierra de los padres, etimológicamente; la tierra de los hijos no tiene sustantivo, pero esa palabra debería existir porque España es la tierra de mis hijos. Yo quiero al Perú, que es mi patria, pero también a España porque es la tierra de mis hijos, me concierne tanto como la de mis padres. En alemán existe una palabra, Wahlheimat, que significa el lugar donde uno ha decidido vivir. Es una palabra preciosa por el concepto que tiene.
¿A qué se debe que no se inventen esas palabras tan necesarias cuando todos somos migrantes y vivimos una crisis de migración mundial?
No es lo mismo buscar una nueva oportunidad que escapar. Cuando migramos —los latinoamericanos que van a EUA o vienen a Europa—, muchas veces tenemos la idea de seguir siendo latinoamericanos en cualquier sitio y eso es un arma de doble filo, porque eso le permite a gente como Donald Trump decir “voy a echar a todos los mexicanos” y las personas que están ahí reaccionan dándole la razón, y reconocen que son intrusos. No se dice “este señor no sabe lo que dice porque soy ciudadano”; ese discurso no lo empleamos, nos refugiamos en la condición de emigrantes porque a lo mejor en el fondo lo que deseamos es regresar algún día.
Cuando escribes ficción, ¿piensas acerca de dónde te van a leer?
No. Mis libros de ficción y mis libros de ensayo están todos conectados. Incluso mis trabajos de investigación histórica. Para mí es tan importante un libro de no ficción como uno de ficción. Yo nunca diría que una novela mía es superior a un ensayo, puede ser incluso al revés, y en este libro hay muchas cosas que aparecerán o han aparecido en ficciones mías. Nunca pienso en si me lee un peruano, español o argentino. Tampoco pienso en las traducciones, simplemente pienso en jugar y me río mucho cuando escribo. Creo que si me río —yo que trato de ser severo conmigo mismo— habrá más de un lector que se ría conmigo.
Imagen de portada: Enrique Camino Brent, Escalera roja, 1954.