Trabajo en un museo de antropología donde se exponen todo tipo de objetos pertenecientes a los pueblos indígenas de México; ahí me he dado cuenta de que, más que brindar información etnográfica, mi tarea es desmontar ideas preconcebidas y estereotipadas, a veces simplemente falsas o anticuadas, e incluso racistas. A muchos visitantes del museo, nacionales y extranjeros, les preocupa sobremanera saber si “aún” existen auténticos indígenas, y me preguntan si “todavía” practican sus religiones y rituales, si conservan alguna identidad propia o ya se asimilaron totalmente. Casi nadie espera enterarse de que numerosos pueblos no solamente siguen existiendo, sino que transmiten sus tradiciones exitosamente, cada vez celebran sus fiestas con más esplendor y que sus sistemas autónomos de gobierno siguen funcionando. He tenido el privilegio de trabajar con una comunidad wixárika (huichola) de la Sierra Norte de Jalisco desde la década de 1990, y he podido observar que su situación económica y su nivel educativo han mejorado, al mismo tiempo que la participación en la vida comunitaria se ha intensificado considerablemente. El desarrollo no ha significado una pérdida de tradiciones. Cuando ofrezco este tipo de información, durante una visita guiada en el museo, por ejemplo, no es raro notar cierta decepción en el público. Parece que se visita un museo de etnografía en busca de esa extraña sensación que, siguiendo a Renato Rosaldo, se ha llamado “nostalgia imperialista”: sentirse seguro por ser parte de la oleada expansiva de la modernidad que, supuestamente, arrasa todo lo heterogéneo, y al mismo tiempo complacerse por la fortuna de conocer un poco de lo que se considera a punto de desaparecer. La etnografía es popular porque forma parte del culto moderno a las ruinas analizado por Alois Riegl, Walter Benjamin y otros autores, lo cual puede ayudarnos a entender por qué el Museo Nacional de Antropología no es visto como un recinto para aprender que un pueblo como el huichol funciona perfectamente bien en el mundo moderno, complejo y globalizado.
Muchas veces los “occidentales” proyectamos nuestras propias ansiedades sobre pueblos que consideramos pequeños, atrasados e indefensos, cuando somos nosotros quienes tenemos más problemas con la modernización. También nos es difícil aceptar que no somos los únicos que practicamos la antropología y nos interesamos por el “otro”. En el trabajo de campo se observa fácilmente que las comunidades indígenas de México no son cerradas, ensimismadas ni aferradas a sus tradiciones, pues su interés por el otro es enorme. Una situación muy común que raras veces se analiza en los estudios etnográficos es que, en vez de entrevistar a los nativos, el antropólogo es interrogado por sus informantes. La apertura hacia el otro se manifiesta en muchos aspectos de su vida cotidiana y ritual. En las fiestas indígenas se observan personajes con máscaras de animales peligrosos, diablos, hombres blancos, mestizos y negros. Aunque suelen presentarse como folclor, es más adecuado pensar que los indígenas crean estos dispositivos performáticos de música, danza y artes visuales para ponerse en contacto con diferentes categorías de seres extraños y extranjeros. Todo esto se hace por curiosidad, pero también con fines prácticos. En los ámbitos de la otredad se originan la vida y la muerte, la suerte y la desgracia. Sin duda es interesante establecer relaciones con animales del monte y seres del inframundo, aunque siempre implica un riesgo. Muchas veces la gente prefiere no saber de estas cosas, pero es inevitable tener contacto con la otredad, así que son los especialistas rituales o chamanes a quienes se deja la tarea de manejar estas relaciones.
El contacto con los seres de la otredad puede explicarse gracias a la ontología que Eduardo Viveiros de Castro propone llamar multinaturalismo. Los seres existentes del mundo son todos humanos en su interioridad. La exterioridad, la piel y la ropa, es donde se da y donde se presenta la diversidad: hay etnias, especies y categorías de seres muy diversas, que invariablemente se definen por su forma de vestir o peinar, por las manchas características de su pelaje, etcétera; pero en el interior de cada uno de estos seres se encuentra un alma humana. Todas las especies y las etnias son humanas y no hay más que una cultura. En la ontología multinaturalista la transformación se entiende, entonces, como un cambio de ropa o de piel, y esto explica que el ritual de transformación no plantea una dificultad tan grande como se podría pensar. Entre los wixárika, la humanidad compartida del multinaturalismo se manifiesta, entre otras cosas, en términos de parentesco que se usan para referirse a deidades ancestrales que son también animales o elementos de la naturaleza. Tatewari, “nuestro abuelo”, es el fuego; Tayau, “nuestro padre”, es el Sol; Tatéi, “nuestra madre”, puede ser la lluvia, el maíz, el mar, el cielo; Tamatsi, “nuestro hermano mayor”, es el venado o el peyote; Tamuta, “nuestro hermano menor”, es el conejo. Hablar a todos estos personajes en términos de parentesco no es simplemente metafórico. El grupo de dioses ancestrales es la comunidad original, mientras que la tarea de los encargados del centro ceremonial es representar y convertirse en este mismo grupo de dioses. Este grupo de dioses ancestrales se manifiesta en lugares sagrados como ojos de agua, lagunas, montañas, peñascos, piedras y plantas que conforman el paisaje ritual de un complejo sistema de identidades y oposiciones que conecta el espacio y el tiempo, los ancestros deificados y las autoridades de la comunidad, los cazadores y las presas, los centros ceremoniales, las rutas de viaje y numerosos puntos del territorio. En sueños y visiones de peyote es relativamente fácil percibir a todos estos seres y lugares como personas humanas, pero normalmente se requiere el “don de ver”, nierika, para descubrir la humanidad de los animales y elementos de la naturaleza, así como la organización que revela la forma interna del mundo. A través del nierika se busca una relación de identificación con los ancestros, pero esto no significa que las relaciones con ellos siempre sean armónicas. Tener contacto con los dioses o acercarse a los lugares sagrados es peligroso, pues muchos dioses son depredadores que, a pesar del parentesco, ven a los humanos como animales de presa y no dudan en atacarlos. Los dioses son ancestros al mismo tiempo que adversarios o, incluso, enemigos. Hay entonces una relación ambigua que podemos llamar “identificación antagonista”. Entre los pueblos amerindios es frecuente que las categorías “ancestro” y “enemigo” no sean claramente diferenciadas. Algunos autores hablan de un “doble” o “alter ego enemigo”, otros de una “alteridad constituyente”. La relativa facilidad de transformación implica que no es muy difícil entrar en contacto con otros mundos. Más bien, el problema suele ser el exceso de transformatividad, y lo importante es aprender a controlar estos procesos, incluso durante los sueños. En este contexto podemos decir que un enfermo es alguien que, a diferencia de un chamán, no controla sus devenires. Como mencioné, hay animales que cazan a los humanos con proyectiles que los enferman. En la curación se extraen estas flechas cuyas puntas son agentes patógenos. A veces los animales atacan durante los sueños, sobre todo en tres situaciones oníricas: cuando uno ingiere la comida ofrecida por animales, espíritus o deidades, que con frecuencia aparecen como humanos (expuesta su interioridad humana); cuando se tiene relaciones sexuales con ellos; o, simplemente, cuando uno se deja involucrar en una conversación y responde a sus preguntas. Estas situaciones son graves porque conducen a una transformación involuntaria que implica tener una enfermedad o, si la transformación es irreversible, a la muerte en este mundo.
La ofrenda permite negociar una tregua en el conflicto entre los humanos y los animales-cazadores de hombres. No es, como piensan muchos, un ritual para establecer contacto con seres divinos, sino un intercambio de carácter diplomático con la intención de mantener el statu quo en la convivencia entre mundos. Muchas veces se ofrece el sacrificio de un animal como sustituto de un enfermo humano. En los rituales se invita a los dioses a asistir a las fiestas y recibir este tipo de dones; constantemente se les ofrecen sillas y camas porque lo que más se teme es que no estén quietos y se muevan de manera descontrolada. Cuando los compromisos rituales se incumplen, los dioses-cazadores que son animales atacan de nuevo y toman a una persona como rehén. Contra su voluntad, convierten a este humano en un miembro de su especie. Los síntomas de la enfermedad indican en qué animal se está transformando el paciente. Los que tienen diarrea y adelgazan mucho padecen, por ejemplo, la “enfermedad del venado”: se están convirtiendo en venados. En otras sociedades indígenas de Mesoamérica y del norte de México también se da la pérdida de almas. Entre los tarahumaras, almas y cuerpos tienden a la dispersión y se requiere una labor ritual constante para mantenerlos unidos. Entre los mayas de los Altos de Chiapas las almas son vagabundas. Se quieren ir porque la vida en el mundo de los espíritus es atractiva. En las curaciones chamánicas de estas regiones se plantea que las almas de los pacientes no quieren regresar a casa. La vida en el pueblo de los espíritus les gusta más. Para ellas, la enfermedad no tiene nada de malo, el problema es que los cuerpos sí mueren. En general, se puede afirmar que en la América indígena el poder se consigue relacionándose con seres de la alteridad. Es importante tomar en cuenta que esta relación ambigua con los animales, muertos, ancestros o dioses, no es muy distinta de la que se vive con las poblaciones de las grandes urbes de la sociedad no-indígena o con Estados Unidos. Lo que llamamos “modernidad” suele ser un aspecto importante del mundo de los “otros”, muchas veces mezclado con elementos antiguos o arcaicos. En este sentido, observamos que el inframundo huichol está gobernado por el “Charro Negro” del folclor mestizo y poblado por sirenas, vampiros y chupacabras, monstruos marinos y megafauna prehistórica, como ballenas y mamuts, pero la antigüedad de estos seres no les impide contar con bancos, aviones y camionetas. Jacques Galinier describe cómo en el carnaval otomí de la Huasteca emergen los seres del inframundo: diablos, hacendados, vaqueros, doctores, ingenieros, políticos, estrellas de Hollywood, comanches, travestis y las mujeres de la publicidad de cerveza. Pedro Pitarch nos reporta que dentro de la montaña sagrada maya no solamente se ubica un paraíso agrícola, como se ha descrito muchas veces en las etnografías, también está un mundo brillante de la tecnología donde los espíritus tienen una vida al estilo de las clases medias (sub)urbanas: manejan coches último modelo y constantemente van a gasolineras, cantinas y restaurantes donde escuchan la música popular entre los mestizos o ladinos. En otros casos, de acuerdo con David Lorente, se informa que los espíritus texcocanos del agua usan el metro. Alessandro Questa reporta que las viviendas de los espíritus de la Sierra Norte de Puebla se parecen a los sets de las novelas de Televisa. Según Laura Romero, una antropóloga que investiga sobre los nahuas de la Sierra Negra, los señores de la montaña ocupan oficinas modernas con enormes pantallas planas que usan para monitorear a los humanos. En diversas obras se describe cómo el chamán acude a juzgados para promover acusaciones y quejas, o a edificios llenos de burócratas para realizar gestiones y trámites, a veces sobornando a las deidades con regalitos. Así como se intenta evitar problemas con los dioses, se busca una relación viable con las poblaciones no-indígenas: esquivar a los depredadores, frenar la tendencia transformativa y domesticar los poderes de los seres de la alteridad, incorporándolos a la sociedad propia o convenciéndolos de tener una convivencia correcta con los humanos. Por eso, la vieja idea indigenista de que los pueblos indígenas se tienen que asimilar a la “sociedad nacional” resulta completamente errónea.
En el chamanismo se trata de evitar la muerte por transformación, pero se buscan activamente las transformaciones parciales. No es que la persona a (humano) se convierta en la persona b (jaguar), sino que a deviene a y b (humano-jaguar). Más que la transformación, lo que se busca es la multiplicación. En los cantos chamánicos amerindios, el enunciador se desdobla: se transforma en varios de sus propios antagonistas e interlocutores, y así dialoga con otros aspectos de su persona; se identifica con objetos que usa, como las varas con plumas (muwíeri) de los chamanes huicholes o con sus propios adversarios. Como señala Carlo Severi, en el chamanismo emergen enunciadores complejos y múltiples. Regina Lira documentó un canto ritual wixárika donde el cantador (mara’acame) se desplaza permanente y simultáneamente a diferentes lugares. Está “aquí” en el patio y al mismo tiempo “allá” en el desierto. También se hace preguntas sobre lo que sucede. Se narra a veces en tercera persona, a veces en primera persona. O sea, la acción se experimenta a veces directamente y otras a distancia. Los cambios de perspectiva son constantes; se puede decir que el enunciador acumula puntos de vista. De este modo, entre los huicholes y otros grupos amerindios, el verdadero arte chamánico no implica caer en trance y viajar, sino poder “quedarse aquí”, a pesar de los viajes y transformaciones que se experimentan. Los chistes triviales que los chamanes huicholes hacen mientras se encuentran sumamente “empeyotados”, en un trance muy profundo, comprueban que se mantienen presentes en el patio ritual, con sus familiares, amigos y perros. Más que saber transformar y multiplicarse, controlar estos procesos es un fundamento importante de autoridad. El especialista ritual se sabe mover en un mundo ontológicamente complejo, se sabe relacionar con toda clase de seres, los manipula, pero no es manipulado por ellos. Lo que caracteriza a una persona poderosa es su talento para negociar, aunque la meta de la diplomacia cósmica muchas veces no es más que mantener un frágil statu quo. Ésta es también una hipótesis interesante para entender el funcionamiento de los estados prehispánicos. Alonso Zamora señala que los reyes del periodo Clásico maya se desdoblaban para estar simultáneamente en el pasado más remoto, en el presente y en el futuro, argumentando que esta capacidad era, probablemente, la fuente de su autoridad, más que ciertas funciones administrativas o hazañas bélicas. Un caso tal vez extremo de multiplicación, transformación y complejización es lo que experimentan los peyoteros huicholes que viajan al desierto de Wirikuta para recolectar el cactus alucinógeno Lophophora williamsii y obtener las visiones iniciáticas del nierika. Los peyoteros se transforman en personas-peyote y perciben el mundo luminosamente desde la perspectiva del peyote. Al mismo tiempo se transforman en la serpiente de la lluvia oriental, en venados y otros seres, en los objetos de sus propias visiones, sueñan o inventan el mundo, y se convierten en la comunidad original, en sus propios ancestros. También intercambian y adquieren nombres y apodos. Su condición social distinguida se expresa a través del “hablar al revés” (hablar en contrarios, hacer juegos de palabras y muchas otras formas de humor ritual). Pero, nuevamente, desde la perspectiva wixárika, devenir peyote y devenir ancestro no es tan difícil. El reto es ser una deidad ancestral y, al mismo tiempo, mantenerse como una persona común y corriente. De esta manera, el retorno desde Wirikuta es la fase realmente crítica del ciclo ritual anual. Para los que no han participado en el viaje a Wirikuta, los peyoteros son peligrosos. Por eso su acercamiento a la comunidad de origen es muy lenta y pasa por muchas fases. En la fiesta Hikuli Neixa (la danza del Peyote), los peregrinos aparecen transformados en una gran quimera visual y acústica: una serpiente de cascabel que es la primera lluvia que viene del oriente y lava el mundo. Esta serpiente se compone de unas veinticinco personas-venado que brincan y pelean con sus cuernos. Cada uno de los venados personifica alguno de los ancestros de la comunidad, como el dios del Fuego, del Sol, de la Estrella de la Mañana, ciertas montañas, lagunas y ojos de agua. Cada danzante acumula por lo menos tres identidades, además de su personalidad cotidiana. Lo interesante es la actitud de las personas que no han participado como peyoteros. Les tienen mucho miedo a éstos porque son deidades ancestrales y potencialmente agentes patógenos, pero no los tratan con mucho respeto, ni mucho menos como autoridades. Los obligan a renunciar a sus identidades adquiridas y volver a ser comuneros normales. No aceptan sus dones desinteresados y los convierten en intercambios mediante el don recíproco, un acto ritual que implica la negación de la autoridad de los dioses y su reintegración a la sociedad cotidiana.
En toda la América indígena se encuentran y representan artísticamente seres quiméricos como los que aparecen en la fiesta del peyote. Las imágenes enigmáticas del arte precolombino frecuentemente combinan rasgos humanos y de diferentes animales. Estos entes “antropomorfos” o “zoomorfos”, como los llama la arqueología, son demasiado ambiguos y contradictorios para los enfoques iconográficos convencionales. Más bien, siguiendo a Severi, deberíamos considerarlos expresiones de la complejidad ritual. Al igual que otros protagonistas y participantes en los rituales, estos seres enigmáticos acumulan identidades que no se pueden reducir a una simple unidad. Las relaciones siempre ambiguas entre mundos imbricados vuelven natural la posesión de identidades múltiples. De esta manera, el chamanismo tradicional puede verse como una institución propedéutica para vivir en un cosmos complejo y contradictorio. Para los que cotidianamente negocian con seres peligrosos y extraños, practicando la multiplicación de la persona y la transformación, tener una identidad múltiple es normal. Sin duda cuentan con una ventaja para la vida en el mundo contemporáneo. En este sentido, la tradición del indigenismo se basa en un gran equívoco. Los pueblos indígenas nunca han tenido culturas tradicionales prístinas. Más bien, la práctica de la multiplicación e hibridación es un aspecto central de sus rituales y, como tal, un entrenamiento muy apropiado para actuar exitosamente en el cambiante mundo moderno. Los que estudian temas como el cambio cultural, la “aculturación”, “mestizaje” y el “sincretismo” muchas veces no han entendido que no se trata necesariamente de procesos de pérdida cultural, sino de prácticas inspiradas en el chamanismo que implican acumular identidades. A muchos “occidentales” nos cuesta despojarnos de ciertas nociones, como la relación clara e inequívoca entre el sujeto y el objeto, entre el ser humano y el animal, entre el hombre, las cosas y las imágenes, entre el yo y el otro, entre la naturaleza y la cultura, por mencionar sólo algunas de las grandes dicotomías que sustentan el naturalismo occidental tal como lo conocemos. Cuando el lema “conócete a ti mismo”, la formación de un carácter y la identidad cultural inequívoca son los ideales, el sujeto descentrado, la multiplicación de la persona y la hibridación de la cultura se perciben como problemas. Pero los amerindios entrenan activamente el saber ser más que uno, ser indígena y mestizo a la vez, campesino, artista, chamán, brujo, plastic shaman, jornalero, migrante y muchas otras cosas y, a veces, todas al mismo tiempo. A la luz de la complejidad de sus prácticas, relaciones y conocimientos, no es descabellado afirmar con Bruno Latour que, si nosotros nunca fuimos modernos, tal vez ellos nunca han sido premodernos.