Horas antes de ser desaparecidos el 15 de enero de 2023, Ricardo Arturo Lagunes Gasca y Antonio Díaz participaron en una asamblea en el municipio de Aquila, en la costa de Michoacán. Díaz es parte de la comunidad nahua del lugar y Lagunes Gasca trabaja como abogado, acompañando al grupo de comuneros a título personal.
En la comunidad se han producido fuertes conflictos desde que la empresa Hojalata y Lámina llegó a buscar hierro en 1980. Diez años después, esta compañía firmó un contrato temporal de derecho de uso de 383 hectáreas de tierra comunal y empezó a explotar el metal en 1998. El conglomerado italo-argentino Techint, dueño de la empresa Ternium, adquirió la mina en 2005. Para entonces persistían los problemas sociales. A lo largo de los años ha habido acaparamiento de tierras, desapariciones, asesinatos y despojos. En agosto de 2013 hubo un intento de formar una autodefensa en Aquila. Los conflictos en el municipio, el más grande del estado, estaban a flor de piel.
Un mes antes de la desaparición de los dos hombres, representantes de la empresa Ternium amenazaron con “levantar” a opositores durante otra asamblea. Un comunero que presenció la amenaza comentó al portal A dónde van los desaparecidos:
Les dijimos que sabíamos que están pagando para que nos levanten y que eso era una amenaza de muerte. Uno de nosotros le dijo al delegado de seguridad del gobierno: “Si algo nos llega a pasar, ellos son los culpables”.1
Ese día de enero Lagunes Gasca informó en la asamblea sobre un avance en los tribunales, donde un grupo de comuneros acusaba a otro de usurpar las elecciones de la autoridad comunal para luego congraciarse con la empresa minera. Sergio Oceransky, un activista que conoce bien a Lagunes Gasca y ha acompañado las acciones después de su desaparición, me contó que
había una sentencia que favorecía al grupo de comuneros al que representaba Ricardo y lideraba Antonio, y declaraba ilegal la elección del último Comisariado de Bienes Comunales de Aquila, quien ha estado al servicio de los intereses de la minera. A Ricardo y Antonio los desaparecen inmediatamente después de la asamblea comunitaria en Aquila donde informó de esos avances.
Ambos fueron vistos por última vez a las 18:50 horas. La camioneta en la que viajaban se halló esa noche en Tecomán (Colima), con impactos de bala.
La desaparición de los dos hombres se volvió rápidamente noticia a nivel nacional e internacional. Se coordinaron bloqueos en Michoacán y un plantón en la Ciudad de México demandando su regreso. La presión internacional llegó de forma casi inmediata desde las Naciones Unidas y la Organización Mundial Contra la Tortura. Según un comunicado de Red TDT:
El tema se colocó en instancias internacionales desde los primeros días de la desaparición, sin embargo, no existe un avance significativo en la protección a las familias y la comunidad, ni en la búsqueda efectiva que tenga como resultado la presentación con vida.2
El primero de abril de 2023, Eustacio Alcalá Díaz fue “levantado” en la misma zona donde Lagunes Gasca y Díaz desaparecieron. Alcalá luchaba contra la misma empresa y era parte de otro grupo de comuneros que había ganado un amparo contra nuevas concesiones dadas a Ternium. Su cuerpo fue encontrado sin vida tres días después.
Los familiares de Lagunes Gasca, junto con activistas y comuneros, señalan a la empresa minera y al crimen organizado como responsables de los hechos. Pero lejos de abrir una línea de investigación para entender el papel de la mina en las desapariciones, las fiscalías parecen haber cerrado filas con la empresa.
La omnipresencia de siglas y reyertas, su asociación con actividades delictivas, el narcotráfico, sin ir más lejos, desvía la atención de cuestiones más mundanas,
escribió el periodista Pablo Ferri en una nota sobre ambos casos a principios de abril.3
Hoy Eustacio está muerto, Ricardo y Antonio siguen desaparecidos. Y la mina continúa trabajando. Nosotros, los que seguimos vivos, tenemos mucha tarea.
Hay que repensar los vínculos entre el crimen organizado y las industrias extractivas de principio a fin. Los casos de Ricardo, Antonio y Eustacio no son aislados. El año pasado, según Global Witness, 54 defensores del territorio fueron asesinados en México, casi la mitad de ellos pertenecientes a pueblos indígenas.
Como señala Ferri, urge alejarnos de la nomenclatura oficial que dota a los grupos paramilitares (cárteles de la droga) de un alto grado de cohesión y autonomía, así como de un poder militar superior y opuesto a las fuerzas del Estado. Esta forma de nombrar, promovida desde Washington y la Ciudad de México, crea la apariencia de organizaciones criminales estructuradas, jerárquicas y cuasi corporativas. También las despolitiza.
En su libro Los cárteles no existen, Oswaldo Zavala señala que la narrativa de estos grupos criminales ha sido construida en gran medida a través de casos judiciales y extradiciones a Estados Unidos. El imaginario de los cárteles poderosos fue impulsado en los años noventa por el Departamento de Justicia de Estados Unidos con el propósito de ligar a un solo proceso a personas dispersas con roles específicos en la producción y tráfico de cocaína en Colombia. Este relato, sin embargo, aísla la producción y el tráfico de narcóticos de todo lo que lo rodea: las empresas transnacionales, la política, los conflictos sociales y las mismas fuerzas represivas del Estado. Especular, por ejemplo, sobre los supuestos liderazgos y conflictos entre La Familia Michoacana y el Cártel Jalisco Nueva Generación no nos da pistas para entender lo que le ocurrió a Lagunes Gasca y a Díaz el 15 de enero. Lo que he aprendido después de casi quince años escribiendo sobre el extractivismo y el crimen organizado es que si nos quedamos repitiendo el discurso oficial, ya hemos perdido.
Con todo lo anterior en mente, propongo pensar el crimen organizado de la siguiente forma: son los Estados los que organizan la actividad criminal, y sus fuerzas represivas las que la gestionan. No estoy hablando de metáforas. Con las reservas que ya mencioné, por ejemplo, el juicio en Nueva York del exsecretario de Seguridad Pública Genaro García Luna o la breve detención del general Salvador Cienfuegos en Los Ángeles (California), son casos en donde se acusa a oficiales del más alto rango de organizar el tráfico de drogas.
Durante los últimos años, algunos críticos han dado vida a mitos peligrosos con respecto a la relación entre el crimen organizado y el extractivismo. Estos mitos contemplan la participación del crimen organizado en los procesos extractivistas como una fase reciente del llamado neoextractivismo, como algo que ocurre casi exclusivamente en América Latina y que puede medirse a través de la producción, el tráfico y la venta ilegal de mercancía.
No se trata de negar que el crimen organizado pueda relacionarse con circuitos ilícitos de comercio más allá del tráfico de estupefacientes. Existen estudios detallados que demuestran la participación de grupos paramilitares en la producción, refinación y venta de oro en Colombia, por ejemplo. Pero eso representa solo una parte de la interacción entre el crimen organizado, el extractivismo y el Estado.
Conviene más pensar el rol del crimen organizado como un fenómeno de larga data que es funcional para el extractivismo “legal”, como demuestra la desaparición de Lagunes Gasca y de Díaz. También lo ha sido para la formación de Estados naciones en varias partes del mundo. Es fundamental conocer esta historia para analizar lo que ocurre hoy y entender un poco más por qué este tipo de crímenes se normaliza desde el poder.
Durante las famosas fiebres del oro del siglo XIX se ejerció una violencia que, en conjunto con el saqueo bajo los estandartes de las coronas europeas, ayudó a poblar, colonizar y crear nuevas naciones. Esos crímenes son capítulos de la historia global del extractivismo.
Las élites coloniales de entonces se organizaron para avalar las violencias ejercidas contra personas y comunidades indígenas y negras a través de la creación de aparatos de “justicia” al servicio de colonos blancos. Así ocurrió, por ejemplo, en el sureste de lo que hoy se conoce como Australia, cuando los europeos encontraron yacimientos de oro a mediados del siglo XIX. Según el historiador Fred Cahir:
Hay registros extremadamente detallados de violencia y asesinatos contra personas indígenas por parte de personas no-indígenas durante la fiebre del oro.4
Con frecuencia, los colonos envenenaban a sus perros y destrozaban sus lugares sagrados. También han quedado documentados los intentos de los pueblos originarios por resistir el despojo y aplicar sus leyes.
El emergente sistema de (in)justicia colonial en ese territorio desconoció como personas a las víctimas indígenas, de manera que los crímenes en su contra no eran llevados ante un juez. Por eso se habla de una “democracia en retroceso” respecto a los pueblos indígenas de Australia mientras transcurría la “democratización” para los colonos blancos. Y todo ocurría de la mano del extractivismo.
Los diversos crímenes cometidos contra los dueños originales de las tierras, si bien en un principio no fueron planeados entre grupos de colonos, luego se dotaron de un sentido político por los representantes de la colonia, quienes organizaron la impunidad, es decir, generaron estructuras que la perpetuaran. Esto no solo sucedió en Australia; hubo patrones similares en Canadá y Estados Unidos, donde las leyes locales avalaron la usurpación y el robo de tierras por parte de europeos en busca de oro y otros recursos.
Lo que describo aquí no es un fenómeno únicamente ligado a la minería, sino también a las economías de plantación, que se fundaron sobre el gran negocio criminal de la esclavitud y el robo de tierras. Sin embargo, en muchos libros de Historia los que secuestraron, desaparecieron, controlaron, traficaron y dominaron a otros seres humanos no quedaron registrados como criminales, sino como banqueros, políticos, brokers, hombres de negocio y hasta próceres de la patria. Los crímenes cometidos en los yacimientos de oro o las plantaciones eran simultáneamente funcionales al extractivismo y, a la vez, punta de lanza para la fundación de nuevas naciones. Este es un primer hilo conductor para entender los patrones de impunidad de los crímenes que hoy se cometen contra quienes participan en una vida comunal y defienden su territorio.
Otro hilo que sugiero seguir para entender los vínculos entre el crimen organizado y el extractivismo es el papel de las fuerzas represivas del Estado, no solamente como garantes de procesos extractivistas, sino como elementos vitales de lo que hoy llamamos crimen organizado.
Insisto en estudiar las fuerzas represivas porque la naturaleza compleja del crimen organizado lo hace muy difícil —casi imposible— de abordar. Pero también porque a través de la historia podemos ver cómo estas mismas fuerzas, trabajando al servicio de coronas, gobiernos y empresas privadas, protegen el extractivismo a la vez que gestionan las actividades criminales.
Después de la conquista y antes de las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII, en México no había un ejército permanente. Las únicas fuerzas armadas regulares sobre el territorio tenían una función intensamente ligada al extractivismo. Como escribe la historiadora Alicia Hernández Chávez:
La prioridad de la monarquía fue la protección de las principales rutas comerciales, lo cual significó la defensa de las rutas de la plata, los distritos mineros, las casas de amonedación y las ciudades o villas estratégicas de tales rutas hasta alcanzar los puertos de embarque, que básicamente eran dos, Veracruz y Acapulco. Este sistema de flujos mercantiles se protegió con fuerza armada regular.5
También había milicias pagadas por corporaciones privadas, que fueron creadas por colonos españoles en las Américas —e ingleses en el Caribe— para su seguridad personal y para garantizar su acceso a los recursos, la mano de obra y los mercados nacionales e internacionales.
Con el fin de la colonia y la formación de la república mexicana, los policías rurales fueron notorios por su papel en el despojo, la represión de organizaciones sindicales y la desarticulación de estructuras comunitarias. El politólogo Alejandro Lerch ha investigado cómo las élites del Estado nación recién creado aprovecharon a los bandidos para apuntalar su seguridad y garantizar sus intereses. Eventualmente, los “bandidos legendarios en México fueron convirtiéndose en Rurales destacados”, escribe Lerch.
“Lo que ocurrió en el siglo XIX en México es probablemente el proyecto de liberalización económica más grande de su tiempo”, me comentó él mismo en una entrevista. Los abusos, la concentración de la riqueza y el despojo de la población fueron factores importantes entre los que desencadenaron la Revolución mexicana. El investigador sostiene que hasta finales del siglo XX México no volvió a transitar hacia una transformación económica tan profunda, provocada en este caso por las políticas neoliberales:
Ningún estado en México ha sido transformado tan brutalmente por la industria como Michoacán. También tienes a Michoacán como, probablemente, el estado más violento, junto con Tamaulipas.
Desde esta perspectiva empiezan a brotar paralelos. Policías municipales colaborando con grupos criminales para cobrar cuotas por cada caja de limones que se cosecha, cada hectárea de aguacate, hasta por cada ventana en la fachada de las casas. Hay fuertes intereses orientando al conjunto de fuerzas estatales y grupos criminales. Amenazas de violencia hacia los que no cumplen las órdenes que reciben, seguidas de desplazamientos, desapariciones y masacres. En el siglo XIX esto se llamaba liberalismo, hoy se llama neoliberalismo y significa otra ola de megaproyectos mineros y agrarios en tierras comunales. Acto seguido, empiezan procesos de militarización y paramilitarización con el afán de sujetar la población y asegurar su cooperación con el saqueo.
En este contexto, el trabajo en Aquila de Ricardo Lagunes Gasca y Antonio Díaz es aún más remarcable. Pese a los obstáculos, estaban avanzando en la reivindicación de los derechos comunales. Su amiga Rita Robles me comentó en una entrevista:
A pesar de las corrupciones… [Ricardo] es un abogado que confía mucho en el derecho como herramienta. Siempre desmenuza las problemáticas para encontrar en dónde está el punto estratégico para litigarlo. Esa es, digamos, su esencia.
Robles, quien también es abogada, ha participado en varias reuniones de alto nivel con el gobierno federal y los gobiernos estatales después de la desaparición de los dos hombres. Así habla de su experiencia:
Todo el aparato del Estado que tendría que dar una respuesta está aquí, pero no nos dan nada. Solamente es la presencia, la externalización de la buena voluntad, del “sí vamos a hacerlo, sí estamos tomando medidas y estamos investigando”, pero pues el tema es que ya pasaron tres meses y no han hecho nada. Si no encuentras el cuerpo o no los encuentras vivos, pues entonces no estás obteniendo resultados de nada.
Las desapariciones de Ricardo Lagunes Gasca y Antonio Díaz iniciaron el año en Michoacán. El asesinato de Eustacio Alcalá Díaz marcó la primavera. Son casos, entre muchos otros, que nos muestran la urgencia de cambiar nuestra forma de entender el crimen organizado. Nos obligan a seguir presionando al Estado para que los compañeros regresen con vida, pero también a entender y rechazar la organización de la impunidad y de las fuerzas represivas a favor de las empresas transnacionales.
Imagen de portada: Claggett Wilson, Flower of Death, ca. 1919. ©Smithsonian American Art Museum
Ver Analy Nuño, “Desaparecen a defensores de Aquila tras amenaza de minera y persecuciones, acusan comuneros”, A dónde van los desaparecidos, 31 de enero de 2023. Disponible aquí. ↩
Ver “La desaparición de Ricardo Lagunes y Antonio Díaz: un ejemplo de impunidad empresarial en México”, Red TDT, 25 de febrero de 2023. Disponible aquí. ↩
Ver Pablo Ferri, “Eustacio Alcalá, un defensor del territorio asesinado: radiografía de una zona de guerra en Michoacán”, El País, 5 de abril de 2023. Disponible aquí. ↩
Ver Fred Cahir, Black Gold. Aboriginal People on the Goldfields of Victoria, 1850-1870, ANU E Press, Canberra, 2012. Disponible aquí. ↩
Alicia Hernández Chávez, Las fuerzas armadas mexicanas, Colmex, CDMX, p.12. ↩