Algunas palabras llegan a ser tan flexibles que pierden cualquier significación precisa y se usan para cualquier cosa. Entre estas se cuentan escuela y enseñanza. Se filtran, como una amiba, por cualquier intersticio del lenguaje. Así, decimos que el ABM enseñará a los rusos,1 la IBM enseñará a los niños negros,2 y el Ejército puede llegar a ser la escuela de la nación.
Por consiguiente, la búsqueda de alternativas en educación debe comenzar por un acuerdo acerca de lo que entendemos por escuela. Esto puede hacerse de varias maneras. Podemos empezar por anotar las funciones latentes desempeñadas por los sistemas escolares modernos, tales como los de custodia, selección, adoctrinamiento y aprendizaje. Podríamos hacer un análisis de clientela y verificar cuál de estas funciones latentes favorece o desfavorece a maestros, patronos, niños, padres o a las profesiones. Podríamos repasar la historia de la cultura occidental y la información reunida por la antropología a fin de encontrar instituciones que desempeñaron un papel semejante al que hoy cumple la escolarización. Podríamos finalmente recordar los numerosos dictámenes normativos que se han hecho desde el tiempo de Comenius, o incluso desde Quintiliano, y descubrir a cuál de estos se aproxima más el moderno sistema escolar. Pero cualquiera de esos enfoques nos obligaría a comenzar con ciertos supuestos acerca de una relación entre escuela y educación.
Para crear un lenguaje en el que podamos hablar sobre la escuela sin ese incesante recurrir a la educación, he querido comenzar por algo que podría llamarse fenomenología de la escuela pública. Con este objeto definiré escuela como el proceso que especifica edad, se relaciona con maestros y exige asistencia de tiempo completo y un currículum obligatorio.
La escuela agrupa a las personas según sus edades. Este agrupamiento se funda en tres premisas indiscutidas. A los niños les corresponde estar en la escuela. Los niños aprenden en la escuela. A los niños puede enseñárseles solamente en la escuela. Creo que estas tres premisas no sometidas a examen merecen ser seriamente puestas en duda.
Nos hemos ido acostumbrando a los niños. Hemos decidido que deberían ir a la escuela, hacer lo que se les dice y no tener ingresos propios. Esperamos que sepan el lugar que ocupan y se comporten como niños. Recordamos, ya sea con nostalgia o con amargura, el tiempo en que también fuimos niños. Se espera de nosotros que toleremos la conducta infantil de los niños. La humanidad es, para nosotros, una especie simultáneamente atribulada y bendecida con la tarea de cuidar niños. No obstante, olvidamos que nuestro actual concepto de niñez solo se desarrolló recientemente en Europa occidental, y hace aún menos en América.3
La niñez como algo diferente de la infancia, la adolescencia o la juventud fue algo desconocido para la mayoría de los periodos históricos. Algunos siglos del cristianismo no tuvieron ni siquiera una idea de sus proporciones corporales. Los artistas pintaban al niño como un adulto en miniatura sentado en el brazo de su madre. Los niños aparecieron en Europa junto con el reloj de bolsillo y los prestamistas cristianos del Renacimiento. Antes de nuestro siglo ni los ricos ni los pobres supieron nada acerca de vestidos para niños, juegos para niños o de la inmunidad del niño ante la ley. Esas ideas comenzaron a desarrollarse en la burguesía. El hijo del obrero, el del campesino y el del noble vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como estos y eran ahorcados igual que ellos. Después de que la burguesía descubriera la “niñez”, todo esto cambió. Solo algunas Iglesias continuaron respetando por algún tiempo la dignidad y la madurez de los menores. Hasta el Concilio Vaticano II, se le decía a cada niño que un cristiano llega a tener discernimiento moral y libertad a la edad de 7 años, y que a partir de entonces es capaz de caer en pecados por los cuales podrá ser castigado por toda una eternidad en el Infierno. A mediados de este siglo, los padres de clase media comenzaron a tratar de evitar a sus niños el impacto de esta doctrina, y su modo de pensar sobre los niños es el que hoy prevalece en la Iglesia.
Hasta el siglo pasado, los “niños” de padres de clase media se fabricaban en casa con la ayuda de preceptores y escuelas privadas. Solo con el advenimiento de la sociedad industrial la producción en masa de la “niñez” comenzó a ser factible y a ponerse al alcance de la multitud. El sistema escolar es un fenómeno moderno, como lo es la niñez que lo produce […].
La mayoría de la gente en el mundo o no quiere o no puede conceder una niñez moderna a sus críos. Pero también parece que la niñez es una carga para esos pocos a quienes se les concede. A muchos simplemente se les obliga a pasar por ella y no están en absoluto felices de desempeñar el papel de niños. Crecer pasando por la niñez significa estar condenado a un proceso de conflicto inhumano entre la conciencia de sí y el papel que impone una sociedad que está pasando por su propia edad escolar. Ni Stephen Dedalus ni Alexander Portnoy gozaron de la niñez y, según sospecho, tampoco nos gustó a muchos de nosotros ser tratados como niños.
Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la “niñez” dejaría de fabricarse. Los menores de los países ricos se librarían de su destructividad, y los países pobres dejarían de rivalizar con la niñería de los ricos. Para que la sociedad pudiese sobreponerse a su edad de la niñez, tendría que hacerse vivible para los menores. La disyunción actual entre una sociedad adulta que pretende ser humanitaria y un ambiente escolar que remeda la realidad no puede seguir manteniéndose […].
La sabiduría institucional nos dice que los niños necesitan la escuela. La sabiduría institucional nos dice que los niños aprenden en la escuela. Pero esta sabiduría institucional es en sí el producto de escuelas, porque el sólido sentido común nos dice que solo a niños se les puede enseñar en la escuela. Únicamente segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela.
Por definición, los niños son alumnos. La demanda por el medio ambiente escolar crea un mercado ilimitado para los profesores titulados. La escuela es una institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría institucional continúa aceptando este axioma, pese a las pruebas abrumadoras en sentido contrario.
Todos hemos aprendido casi todo lo que sabemos fuera de la escuela. Los alumnos hacen la mayor parte de su aprendizaje sin sus maestros y, a menudo, a pesar de estos. Lo que es más trágico es que a la mayoría de los hombres las escuelas les enseñan su lección, aun cuando nunca vayan a la escuela.
Toda persona aprende a vivir fuera de la escuela. Aprendemos a hablar, a pensar, a amar, a sentir, a jugar, a blasfemar, a politiquear y a trabajar sin la interferencia de un profesor. Ni siquiera los niños que están día y noche bajo la tutela de un maestro constituyen excepciones a la regla. Los huérfanos, los cretinos y los hijos de maestros de escuela aprenden la mayor parte de lo que aprenden fuera del proceso “educativo” programado para ellos. Los profesores han quedado mal parados en sus intentos de aumentar el aprendizaje entre los pobres. A los padres pobres que quieren que sus hijos vayan a la escuela no les preocupa tanto lo que aprendan como el certificado y el dinero que obtendrán. Y los padres de clase media confían sus hijos a un profesor para evitar que aprendan aquello que los pobres aprenden en la calle. Las investigaciones sobre educación están demostrando cada día más que los niños aprenden aquello que sus maestros pretenden enseñarles, no de estos, sino de sus iguales, de las tiras cómicas, de la simple observación al pasar y, sobre todo, del solo hecho de participar en el ritual de la escuela. Las más de las veces los maestros obstruyen el aprendizaje de materias de estudio conforme se dan en la escuela.
La mitad de la gente en nuestro mundo jamás ha estado en una escuela. No se han topado con profesores y están privados del privilegio de llegar a ser desertores escolares. No obstante, aprenden eficazmente el mensaje que la escuela enseña: que deben tener escuela y más y más escuela. La escuela les instruye acerca de su propia inferioridad mediante el cobrador de impuestos que les hace pagar por ella, mediante el demagogo que les suscita las esperanzas de tenerla, o bien mediante sus niños cuando estos se ven enviciados por ella. De modo que a los pobres se les quita su respeto por sí mismos al suscribirse estos a un credo que concede la salvación solo a través de la escuela. La Iglesia les da al menos la posibilidad de arrepentirse en la hora de su muerte. La escuela les deja con la esperanza (una esperanza falsificada) de que sus nietos la conseguirán. Esa esperanza es, por cierto, otro aprendizaje más que proviene de la escuela, pero no de los profesores.
Los alumnos jamás han atribuido a sus maestros lo que han aprendido. Tanto los brillantes como los lerdos han confiado siempre en la memorización, la lectura y el ingenio para pasar sus exámenes, movidos por el garrote o por la obtención de una carrera ambicionada […].
Cada mes veo una nueva lista de propuestas que hace al AID alguna industria estadounidense,4 sugiriéndole reemplazar a los “practicantes del aula” latinoamericanos por unos disciplinados administradores de sistemas o simplemente por la televisión. Pero, aunque el profesor sea una maestra de primaria o un equipo de tipos con delantales blancos, y que logren enseñar la materia indicada en el catálogo o fracasen en el intento, el maestro profesional crea un entorno sagrado.
La incertidumbre acerca del futuro de la enseñanza profesional pone al aula en peligro. Si los educadores profesionales se especializan en fomentar el aprendizaje tendrían que abandonar un sistema que exige entre 750 y mil 500 reuniones por año. Pero naturalmente los profesores hacen mucho más que eso. La sabiduría institucional de la escuela dice a los padres, a los alumnos y a los educadores que el profesor, para que pueda enseñar, debe ejercer su autoridad en un recinto sagrado. Esto es válido incluso para profesores cuyos alumnos pasan la mayor parte de su tiempo escolar en un aula sin muros.
La escuela, por su naturaleza misma, tiende a reclamar la totalidad del tiempo y las energías de sus participantes. Esto a su vez hace del profesor un custodio, un predicador y un terapeuta.
El maestro funda su autoridad sobre una pretensión diferente en cada uno de estos tres papeles. El profesor-como-custodio actúa como maestro de ceremonias que guía a sus alumnos a lo largo de un ritual dilatado y laberíntico. Es árbitro del cumplimiento de las normas y administra las intrincadas rúbricas de iniciación a la vida. En el mejor de los casos, monta la escena para la adquisición de una habilidad como siempre han hecho los maestros de escuela. Sin hacerse ilusiones acerca de producir ningún saber profundo, somete a sus alumnos a ciertas rutinas básicas.
El profesor-como-moralista reemplaza a los padres, a Dios, al Estado. Adoctrina al alumno acerca de lo bueno y lo malo, no solo en la escuela, sino en la sociedad en general. Se presenta in loco parentis para cada cual y asegura así que todos se sientan hijos del mismo Estado.
El profesor-como-terapeuta se siente autorizado a inmiscuirse en la vida privada de su alumno a fin de ayudarle a desarrollarse como persona. Cuando esta función la desempeña un custodio y predicador, significa por lo común que persuade al alumno a someterse a una domesticación de su visión de la verdad y de su sentido de lo justo.
La afirmación de que una sociedad liberal puede basarse en la escuela moderna es paradójica. Todas las defensas de la libertad individual quedan anuladas en los tratos de un maestro de escuela con su alumno. Cuando el maestro funde en su persona las funciones de juez, ideólogo y médico, el estilo fundamental de la sociedad es pervertido por el proceso mismo que debiera preparar para la vida. Un maestro que combine estos tres poderes contribuye mucho más a la deformación del niño que las leyes que dictan su menor edad legal o económica, o que restringen su libertad de reunión o de vivienda.
Los maestros no son en absoluto los únicos en ofrecer servicios terapéuticos. Los psiquiatras, los consejeros vocacionales y laborales, y hasta los abogados ayudan a sus clientes a decidir, a desarrollar sus personalidades y a aprender. Pero el sentido común le dice al cliente que dichos profesionales deben abstenerse de imponer sus opiniones sobre lo bueno y lo malo, o de obligar a nadie a seguir su consejo. Los maestros de escuela y los curas son los únicos profesionales que se sienten con derecho para inmiscuirse en los asuntos privados de sus clientes al mismo tiempo que predican a un público obligado […].
Definir a los niños como alumnos a jornada completa permite al profesor ejercer sobre sus personas una especie de poder que está mucho menos limitado por restricciones constitucionales o consuetudinarias que el poder detentado por los guardianes de otros enclaves sociales. La edad cronológica de los niños los descalifica respecto de las salvaguardas que son de rutina para adultos situados en un asilo moderno —un manicomio, un monasterio o una cárcel—.
Bajo la mirada autoritaria del maestro, los valores se confunden y las diferencias se borran. Las distinciones entre moralidad, legalidad y valor personal se difuminan y eventualmente se eliminan. Se hace sentir cada transgresión como un delito múltiple. Se cuenta con que el delincuente sienta que ha quebrantado una norma, que se ha comportado de modo inmoral y se ha abandonado. A un alumno que ha conseguido hábilmente ayuda en un examen se le dice que es un delincuente, un corrompido y un mequetrefe.
La asistencia a clases saca a los niños del mundo cotidiano de la cultura occidental y los sumerge en un ambiente mucho más primitivo, mágico y mortalmente serio. La escuela no podría crear un enclave como este, dentro del cual se suspende físicamente a los menores durante muchos años sucesivos de las normas de la realidad ordinaria, si no tuviera el poder de encarcelar físicamente a los menores durante esos años en su territorio sagrado. La norma de asistencia posibilita que el aula sirva de útero mágico, del cual el niño es dado periódicamente a luz al terminar el día escolar y el año escolar, hasta que es finalmente lanzado a la vida adulta. Ni la niñez universalmente prolongada ni la atmósfera sofocante del aula podrían existir sin las escuelas. Sin embargo, las escuelas, como canales obligatorios de aprendizaje, podrían existir sin ninguna de ambas y ser más represivas y destructivas que todo lo que hayamos podido conocer hasta la fecha.
Para entender lo que significa desescolarizar la sociedad y no tan solo reformar el sistema educativo establecido, debemos concentrarnos ahora en el currículum oculto de la escolarización. No nos ocupamos en este caso, y directamente, del currículum oculto de las calles del gueto, que deja marcado al pobre, o del currículum camuflado de salón, que beneficia al rico. Nos interesa más bien llamar la atención sobre el hecho de que el ceremonial o ritual de la escolarización misma constituye un currículum escondido de este tipo. Incluso el mejor de los maestros no puede proteger del todo a sus alumnos contra él. Este currículum oculto de la escolarización añade inevitablemente prejuicio y culpa a la discriminación que una sociedad practica contra algunos de sus miembros y realza el privilegio de otros, con un nuevo título con el cual tener en menos a la mayoría. De modo igualmente inevitable, este currículum oculto sirve como ritual de iniciación a una sociedad de consumo orientada hacia el crecimiento, tanto para ricos como para pobres.
Texto tomado de Obras reunidas, I, de Iván Illich, pp. 214-221 D.R. © 2006, Fondo de Cultura Económica.
Imagen de portada: Marcius Willson, School and family charts, 1890
Atomic Ballistic Missile [N. del T.]. ↩
International Business Machines [N. de los E.]. ↩
Respecto a las historias paralelas del capitalismo moderno y la niñez moderna, véase Philippe Ariès, L’Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, Seuil, París, 1973. ↩
Agency for International Development: organismo del Departamento de Estado de Estados Unidos [N. del T.]. ↩