La víbora de los ojos dorados

Viajes / dossier / Septiembre de 2024

Andrés Cota Hiriart

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Pase lo que pase, no podemos ir a ninguno de estos dos sitios —dice René mostrándome un par de puntos en la pantalla de su teléfono, mientras esperamos a que el avión con rumbo a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, tome pista para despegar.

​ Las dos regiones que debemos evitar son territorios de un nuevo cártel, el primero compuesto por indígenas, y que poco a poco comienza a reclamar el municipio serrano que será nuestro destino tras hacer base brevemente en la capital del estado. La plaza está caliente y no parece la idea más sensata andarse paseando por terrenos solitarios después del atardecer, con ganchos herpetológicos al hombro y amparados bajo una excusa tan poco convincente como la de estar buscando serpientes (actividad bastante inverosímil, no sólo a los ojos de los traficantes de drogas y personas, sino a los de cualquier habitante del campo). Buen momento eligió mi amigo para revelarme algo tan delicado, justo ahora que el avión comienza a rodar hacia la pista y ya no hay vuelta atrás.

​ —N’ombre, pero tampoco hay que preocuparse demasiado —dice René dándome un ligero codazo (y haciéndome saber que mi rostro delata aprehensión)—. Mira, con que evitemos esta parte —agrega trazando un perímetro con el dedo sobre la pantalla del teléfono—, no creo que tengamos problemas.

Fotografía de René Villanueva Maldonado.Fotografía de René Villanueva Maldonado.

​ Problemas como en los que se ha metido en ocasiones previas buscando reptiles entre la hierba, cuando ha sido secuestrado por sicarios, paramilitares o autodefensas —nunca es clara la identidad de los rostros enmascarados al otro lado del cañón— y ha pasado noches encerrado en calabozos húmedos y repletos de incertidumbre, una experiencia que definitivamente quisiera ahorrarme, más ahora que tengo una hija.

​ Suficientes dudas tengo respecto a si estoy preparado para la ardua expedición —bosque de niebla en temporada de lluvias, laderas empinadas y lodosas, carreteras en estado precario donde abundan los derrumbes y el riesgo de sufrir un accidente por profanar la tranquilidad de las serpientes venenosas pretendiendo atraparlas—, como para que, encima, haya que angustiarse por nuestra seguridad.

DESTINO

Nos dirigimos hacia el sureste mexicano, a las montañas del norte de la entidad, en específico, a la región de los bosques de la Sierra Madre de Chiapas, que se destaca por contar con una variante altitudinal muy marcada (abarca desde los 80 hasta los 2 456 metros sobre el nivel del mar); la mayor parte de su población pertenece a la cultura zoque. Vamos tras el rastro de una de las criaturas más enigmáticas y escurridizas: una víbora de fosetas, endémica de los menguantes bosques de niebla que salpican la cordillera que marca la frontera entre Chiapas y Oaxaca, y de la que aún se ignora buena parte de su historia natural.

​ La nauyaca de Rowley, Bothriechis rowleyi, es un vipérido de hábitos arborícolas —su familia incluye nauyacas, cascabeles y cantiles, ofidios sumamente venenosos cuyos colmillos largos, retráctiles y canalizados funcionan como agujas hipodérmicas—, tiene escamas verde eléctrico e impactantes ojos dorados. Es casi tan elusiva como hermosa. Quizá se trate de la serpiente venenosa más rara del mundo y, dada la degradación de su hábitat, probablemente sea la que enfrenta un riesgo más crítico de extinción; apenas se han registrado un centenar de ejemplares en vida silvestre desde su descripción científica en 1968. Su descubrimiento implicó, entre otros hechos extraños, la muerte del ornitólogo que dio con el holotipo (o ejemplar en el que se basó la descripción taxonómica de la especie), John Stuart Rowley Jr., quien fue hallado sin vida al fondo de un cañón en la Sierra de Cuatro Venados, al oeste de la ciudad de Oaxaca (víctima de asesinato, de acuerdo con la versión de sus familiares, o tan sólo de un traspié traicionero mientras recorría la cima del barranco), unos meses antes de que fuese publicada la descripción formal de la serpiente bautizada en su honor.

​ Estamos hablando de menos especímenes catalogados que el aforo promedio de una sala de cine. Apenas un puñado de organismos han bastado para despertar la codicia de traficantes de animales y coleccionistas —una amenaza más que sumar a la excursión— y han avivado las obsesiones zoológicas más profundas (mi buen amigo René, un naturalista, puede dar fe de ello, pues lleva soñando más de seis años con este viaje).

​ Antes de partir estuve leyendo ¡Así era Chiapas!, probablemente la obra más literaria del naturalista mexicano Miguel Álvarez del Toro, donde el gran zoólogo y conservacionista relata sus memorias tras 42 años de deambular por montañas, selvas y caminos en el segundo estado más biodiverso del país.1 Además de las crónicas de sus infatigables exploraciones y encuentros envidiables con fauna de todo tipo —jaguares negros, tapires, pumas y el pantone completo de guacamayas—, me llamó la atención lo mucho que Álvarez del Toro lamenta el deterioro ambiental porque buena parte de esos apuntes provienen de parajes que hoy en día consideraríamos prístinos. Habría que imaginar cómo eran el cañón del Sumidero o las cascadas de Agua Azul medio siglo atrás: territorios exuberantes y rebosantes de fieras; no obstante, a los ojos del naturalista ya eran hábitats profanados.

​ Ahora, los cuadrantes de selva que perduran se encuentran disgregados en una serie de reservas de la biósfera y parques forestales cada vez más aislados entre sí. Al observar la constelación que conforman estas islas terrestres sobre un mapa, es evidente que lo que comienza a extinguirse, más allá de los organismos y las especies, son los propios ecosistemas, siendo el bosque húmedo de montaña o mesófilo el más amenazado entre ellos. Es difícil comprender esta calamidad a menos que se tenga la oportunidad de asomarse a uno de esos escasos manchones que se aferran a la existencia sobre laderas escarpadas. Es como adentrarse en Parque Jurásico: helechos arborescentes elevándose a más de cuatro metros, bromelias y orquídeas recubriendo cada centímetro de los árboles; musgo, líquenes, hongos bermellón entre el tapete de hojarasca y densos bancos de niebla inundándolo todo. Si existiese el paraíso biológico, éste sería su modelo.

​ En una de las localidades que visitaremos todavía vuelan algunos quetzales entre el dosel forestal. Es cierto que cada día son menos, pero los destellos de sus plumas verde metálico y su canto penetrante hacen que te olvides de todo. Incluso te llevan a fantasear con que aún quedan esperanzas de revertir el naufragio ecológico al que nos precipitamos. Pero con avanzar apenas unos kilómetros en cualquier dirección el artificio se esfuma de golpe, pues te das de bruces con el alambre de púas que marca el comienzo del pastizal y los cultivos. Es entonces cuando uno reflexiona respecto a lo que vieron los ojos de Álvarez del Toro sin alcanzar a imaginar aquel paisaje que él añoraba.

​ No resulta sorprendente que, durante sus últimas décadas de vida, el gran naturalista se resistiera a salir al campo. Le resultaba una experiencia demasiado dolorosa atestiguar cómo se había evaporado otro sitio majestuoso para ceder su lugar a un potrero o un triste monocultivo.

TÓTEM

Nos detenemos en Tuxtla Gutiérrez para encontrarnos con Toño, Antonio Ramírez, curador del herpetario del Zoomat, el zoológico que fundó Álvarez del Toro en 1942. Toño no sólo cura la colección de reptiles y anfibios del zoológico desde hace treinta años (es una leyenda andante de herpetología mexicana); en su repertorio de hallazgos extraordinarios cuenta con tres avistamientos de nauyacas de Rowley en estado silvestre. Por lo que sus consejos (a qué elevación del dosel forestal las encontró, asociadas a qué tipo de plantas, a qué hora del día, etcétera) resultan primordiales; claro, si es que nos hacemos merecedores de su confianza, razón por la que me abstendré de mencionar por nombre los lugares que visitamos.

*Bothriechis rowleyi*. Fotografía de René Villanueva Maldonado.Bothriechis rowleyi. Fotografía de René Villanueva Maldonado.

​ El último atractivo del Zoomat es que Toño mantiene, en la colección, unos cuantos ejemplares de las víboras que ansiamos encontrar. No sólo supo descifrar los enigmas de estos organismos para su exitosa supervivencia en cautiverio, inclusive consiguió que se reprodujeran en un par de ocasiones, pero esto último lo realiza ahora con cautela y mesura, ya que se robaron cuatro crías de la última camada. Me pregunto qué costo alcanzarían en el mercado negro. Sobre tal tren de pensamiento avanza mi cabeza cuando la voz ronca de Toño me devuelve al momento. Pregunta si queremos verla. Toño abre la tapa interna del terrario con precaución y, empleando el gancho herpetológico diestramente, saca un ejemplar. La serpiente es hipnótica. Su cuerpo verde flúor está salpicado por destellos azulados y refulge como si estuviese bajo un tubo de luz negra. Tiene grandes escamas sobre la cabeza, fosetas termosensibles bien marcadas (agujeros contiguos a la nariz con los que estos vipéridos detectan el gradiente de temperatura) y ojos de oro. Se trata de una hembra, nos informa Toño, y agrega que sus dimensiones son bastante generosas para la especie. Calculo que debe medir cerca de un metro. Un metro de esmeraldas resplandecientes.

​ A veces uno es presa de un shock estético, de algo parecido a un arrobo psicodélico que trastoca la conciencia y viaja por los tallos oculares impregnándose en las neuronas con la energía de un relámpago. Resulta difícil no confundir a ese ser que se contonea ante nosotros —un depredador sublime forrado de escamas— con una escultura maya tallada en jade o un holograma de absurda nitidez. La serpiente, completamente despreocupada, enreda su cola prensil al gancho que la sujeta y se deja caer, contorsionando el cuerpo para trazar una figura zigzagueante sobre el aire.

​ Luego, Toño nos muestra dos juveniles para que tengamos claro qué es lo que buscaremos entre la maleza. De tener suerte, lo más probable es que nos crucemos con un ejemplar pequeño. El color de los juveniles es más pálido, un verde malaquita amarillento con manchas oscuras, y quizá medio moradas, que salpican su área dorsal. Reparo en la improbable proeza que sería distinguir a esta criatura en una rama frondosa.

EL EDÉN DE LOS ANUROS

Tres días más tarde nos encontramos inmersos en la vegetación nocturna intentando seguirle el paso a Toño. Una noche más recorriendo la vereda hasta la madrugada, empapados, llenos de piquetes y comenzando a sentir la falta de sueño, pero felices. Después de todo, a esto vinimos. Además de René, nos acompaña Kat, Ekaterina en su natal Rusia, fotógrafa aficionada a la herpetología y la cerveza. Y se ha unido a la expedición Aureliano, un chiapaneco de pelo largo rizado y entusiasmo inquebrantable que confronta la lluvia en camiseta.

​ Hace algunos años, Aureliano estuvo en esta misma selva cuando dieron con una Bothriechis rowleyi en lo alto de la copa de un árbol durante la última noche que tenían programada la búsqueda y hace poco un grupo de herpetólogos checos consiguió atrapar un ejemplar tras una semana de peinar la jungla. Toño también aportó sus propios encuentros. Tres avistamientos en dos décadas. No está mal, si consideramos que la selva no es el ecosistema ideal para estas nauyacas y que estamos ante uno de los reptiles —o, mejor dicho, animales en general— más inusuales de la fauna mexicana.

*Triprion spinosus*. Fotografía de René Villanueva Maldonado.Triprion spinosus. Fotografía de René Villanueva Maldonado.

​ Aunque no hemos tenido éxito durante las jornadas previas, nos hemos cruzado con decenas de ranas de ojos rojos en pleno ritual de cortejo, serpientes caracoleras con llamativos patrones anillados, serpientes ojo de gato, una intimidante escolopendra (ciempiés venenoso) con las patas de un naranja brillante enmarcando sus veinte centímetros de cuerpo oscuro y lustroso como el metal, xenosaurios de ojos amarillos y semblante mezosoico, una preciosa rana coronada (Triprion spinosus) con su característico color violeta oscuro y espinas sobre la cabeza y uno de los grupos reproductivos más nutridos de ranas arborícolas mexicanas (Smilisca baudinii) que jamás haya presenciado, cuyo estridente amplexo colectivo se escuchaba a un kilómetro de distancia. Al menos en estos senderos tenemos la garantía de no correr peligro, pues el edén tropical (una reserva privada-comunitaria) se mantiene a salvo por el momento del Ojo de Mordor. Así, caminamos tan libremente como lo permite la tupida lluvia que nos envuelve.

LA MONTAÑA (DEL CRIMEN) SAGRADA

Se hizo más tarde de lo que queríamos y nos acercamos irremediablemente a los poblados que debíamos evitar. La ya clásica frase (repetida en cada vez más carreteras del país) “no pasa nada, mientras no viajen de noche” resuena en mi cabeza al tiempo que Google Maps me recuerda que vamos directo a la boca del lobo. Pero mi mayor preocupación es si el carro, el más económico en la agencia de renta, logrará vencer la sinuosa pendiente por la que reptamos.

​ La selva quedó atrás, ahora navegamos por una tupida serranía de verdes absurdos. El efecto de la humedad sobre la vegetación es tal que a la distancia hasta los cerros talados parecen idílicos, como fotomurales alpinos de los años setenta coronados por jirones de niebla. Sin embargo, conforme superamos una montaña tras otra, el espejismo se diluye y resulta evidente la erosión humana. El hambre obliga a la milpa a desafiar la gravedad y trepar sobre laderas imposibles. Sólo las cimas y las paredes de los barrancos se han salvado, resguardando relictos de bosque mesófilo y manchones de árboles enormes. No obstante, de unos años para acá, Sembrando Vida amenaza con ganarle incluso más terreno a lo poco que sobrevive de la botánica primigenia. En las colonias que vamos pasando, las lonas alusivas al programa son casi tan conspicuas como los cartelones de grupos de Alcohólicos Anónimos.

​ La señal del teléfono es inestable, y eso en los escasos momentos en que consigue atrapar una barrita, por lo que no podemos llegar tarde al lugar acordado. Ahí nos esperan los hermanos Guevara (su apellido y sus nombres verdaderos se omiten por razones de seguridad), miembros de una comunidad zoque que suelen colaborar con Toño. Tras las presentaciones, Jacinto, el hermano mayor, nos guía a través de un camino que se dispara hacia el fondo de la cañada. Tiene algo que nos quiere mostrar. Agrega que no nos preocupemos por el carro. Tras un gesto suyo, dos de sus hermanos se sientan sobre la cajuela y colocan escopetas sobre sus piernas; calculo que el mayor no tiene más de quince años.

​ Descendemos resbalando por una brecha lodosa. Cada tanto las linternas revelan troncos y pequeñas construcciones de lámina. En el ambiente flota el aroma de fogones de leña y se escuchan ladridos de perros en la lejanía. Quince minutos más tarde y unos doscientos metros más abajo, alcanzamos el borde del bosque, donde nos encontramos con otros dos de los hermanos. Jacinto intercambia algunas palabras en zoque con ellos antes de que el mayor nos extienda la botella de Coca-Cola de tres litros que lleva atada al hombro y que funge como terrario improvisado.

​ Los ojos de René destellan con ilusión cuando adivina un contorno verde brillante en el interior de la botella. Es la nauyaca con la que ha soñado todos estos años. Ya de cerca, comprobamos que se trata de un juvenil; está enroscado en una ramita dentro del envase. No sé si por el cansancio acumulado, pero se me ocurre que esas escamas triangulares, amplias y bien marcadas, que presume el delicado ofidio bajo el haz de la linterna, bien podrían remitir a plumas. Y por un momento me invade la certeza de que estamos ante Kukulcán, la serpiente emplumada maya. Luego pienso que, aunque no la hayamos encontrado nosotros, es emocionante convertirnos en unos de los contados forasteros que han tenido la dicha de ver a esta especie en su medio. René pide que nos muestren el sitio exacto donde la hallaron.

*Bothriechis rowleyi*. Fotografía de René Villanueva Maldonado.Bothriechis rowleyi. Fotografía de René Villanueva Maldonado.

​ Sobre la marcha, nos enteramos de que la hallaron ayer por la noche, en el interior de una bromelia, a unos diez metros de altura. También nos cuentan que cada tanto se presentan personajes de dudosas intenciones ofreciendo mucho dinero por los ejemplares. Sin embargo, de un tiempo acá, y gracias a los esfuerzos de Toño, los hermanos sólo colaboran con biólogos y naturalistas respaldados por instituciones.

​ Hacia el final de la extenuante jornada nos detenemos en un punto elevado que domina el panorama. Jacinto nos muestra dónde hay minas ilegales y nos cuenta que justo en uno de esos parajes se vio por última vez al mítico tigre (o balam, como se llama aquí al jaguar), hace un par de años. Lamenta que si tienen certeza de esto es porque alguien lo mató. Le pregunto si le gustaría que los majestuosos felinos todavía merodearan por aquí. Dice que sí, pero luego se ríe con amargura y agrega que no tendría caso, porque ya no hay nada qué comer.

A SALVO

Dos días adicionales de prospecciones (y sus noches) en la cañada resultan infructuosos. Pero así es esto de salir al campo; por mucho que los documentales de Animal Planet hayan torcido la realidad, lo cierto es que la floresta no siempre te ilumina mostrándote el organismo que ansías. Si buscas reptiles, encuentras tarántulas. Si buscas una especie concreta de ave, con algo de suerte, te cruzas con una serpiente desconocida por la ciencia, como fue el caso del propio John Stuart Rowley Jr., que dio con aquel icónico primer ejemplar cuando intentaba hallar un quetzal. El punto es que muchas veces uno se va con las manos vacías. En sentido figurado, desde luego: nadie pretendía llevarse nada de esta expedición, más allá de una experiencia memorable. Además, el espécimen capturado por los hermanos Guevara sirvió para documentar a la especie en video, y ése era el objetivo principal.2

​ Tras esta visita, otros han intentado seguir la pista del mítico ofidio. No han conseguido encontrarlo, pero sí terminaron secuestrados.

Imagen de portada: Bothriechis rowleyi. Fotografía de René Villanueva Maldonado.

  1. Originalmente publicado en 1990, este año aparecerá su reedición a cargo de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. 

  2. Para complementar esta crónica se recomienda ver el video “La historia natural de la víbora de Rowley: Bothriechis rowleyi del naturalista René Villanueva”. Disponible aquí