Según la famosa crónica de fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, el cacique taíno Hatuey señaló que el dios al que el rey y el papa servían era el oro. Si en verdad dijo eso, hizo con ello un hallazgo de economía política más preciso y profundo de lo que podría parecer. Hatuey, que sobrevivió al exterminio de su pueblo en la isla La Española y después viajó a la isla de Cuba para encabezar la resistencia de los indígenas, había notado que cada conquistador parecía dispuesto a arriesgar su propia vida y, sobre todo, a perder su humanidad con tal de poseer personalmente la mayor cantidad posible de oro. ¿Por qué? ¿Qué podía hacer un solo individuo con tanto oro? A diferencia de lo que ocurría en la sociedad taína, donde la única razón para conseguir un objeto era usarlo, en la sociedad europea la posesión personal de una cosa se había separado del uso personal que podía dársele. Dado que cada español se desvivía por poseer oro en cantidades que jamás podría usar, Hatuey concluyó que esto solo podía obedecer a una convicción religiosa: el oro era su dios.
Sucedía que, en la sociedad europea, cada pepita de oro, como los demás productos del trabajo capaces de satisfacer un deseo de consumo social, se había convertido en una encarnación de valor mercantil, es decir, en una cierta cantidad de trabajo humano intercambiable por una cantidad equivalente bajo la forma de cualquier otra cosa o servicio. A cambio de una pepita de oro, uno podía obtener cierta cantidad de pan, ropa, casas o, directamente, disponer del trabajo de una persona durante cierto tiempo. Así, al conseguir una gran cantidad de oro que no podía usar, lo que conseguía el conquistador era trabajo ajeno. Acaso, uno soñaba con comprar vino, otro con mujeres, uno con más palacios y el otro con ordenar decenas de misas por la salvación de su alma: en última instancia, todos aspiraban a ser ricos, es decir, a no trabajar para nadie más y, en cambio, que otros trabajaran para ellos. Lo que el conquistador llevaba en sus alforjas de vuelta a España no era el elemento químico Au con sus limitadas propiedades físicas, sino la posibilidad de mejorar su estatus social. El inevitable enmascaramiento de esta relación entre personas como una relación entre cosas recuerda la apariencia que entre los taínos tomaban las relaciones religiosas entre humanos como relaciones con ciertos objetos mágicos: lo que los antropólogos llamarían fetichismo. Así, al usar la metáfora religiosa para describir la relación de los españoles con el oro, Hatuey estaba recurriendo al concepto de fetichismo para describir la mercancía.
Antes de la llegada de los europeos, en las sociedades taínas la gente trabajaba lo necesario para satisfacer sus necesidades vitales y muy poco más: en otras palabras, la fuerza de trabajo (medida como tiempo, comodidad e higiene) se valoraba mucho, aunque no se midiera aún en términos de intercambio mercantil. ¿Cuántas horas había que sacrificar al trabajo para obtener cada pieza de casabe? Pocas. No se trata de idealizar aquel estado de cosas, pero, objetivamente, vivir con cierta comodidad trabajando poco es sinónimo de alta productividad y, por lo tanto, constituye un criterio de abundancia material. Con la llegada de los conquistadores, de la noche a la mañana una persona debía trabajar hasta el límite de sus fuerzas para sobrevivir. Esto, sumado a la introducción de enfermedades infecciosas desconocidas en las Antillas, naturalmente se tradujo en una catástrofe sanitaria y demográfica. Así, si en Europa el valor mercantil del oro cayó en los años que siguieron a la conquista, en las Antillas fue el valor de la fuerza de trabajo (es decir, el valor del tiempo humano) el que se desplomó respecto al de las otras mercancías. ¿Cuántas horas había que sacrificar al trabajo ahora para obtener la misma pieza de casabe? Muchas.
Lo que destruyó las vidas de la población indígena no fue que les robaran específicamente el recurso natural oro; fue que les robaran el control de su propia capacidad productiva.
A veces, el lenguaje que usamos para denunciar el extractivismo sugiere que el problema es romper la relación metafísica entre cierto producto con su lugar de origen. En realidad, detrás de la relación entre el producto y su ubicación hay una relación entre compañías y pueblos, y entre Estados poderosos y Estados débiles; es decir, en última instancia, hay una relación entre personas. Cuando hoy denunciamos la extracción de recursos naturales no nos referimos al mero traslado de un producto de un lugar natural a otro “antinatural”, ni a la transferencia del derecho a disfrutarlo de una nación a otra o de un pueblo a una empresa. Estamos hablando de modificar la relación social jerárquica entre polos, para que el segundo disponga cada vez menos de la capacidad productiva del primero.
Si en vez de oro o litio habláramos de plátanos o piñas, esta verdad fundamental no cambiaría. Cuando a mediados del siglo XX la United Fruit Company llevaba piñas de Guatemala a Estados Unidos, no lo hacía para que las familias de sus inversionistas pudieran desayunar específicamente piñas. Lo que la United Fruit extraía de Guatemala no eran los frutos del Ananas comosus para su propio consumo, sino una mercancía que garantizaba su ascenso relativo en la jerarquía mundial de poseedores de valor a costa de los cultivadores guatemaltecos. Lo que estaba en juego era cuántas horas de trabajo debía entregarle el campesino guatemalteco al cultivo de fruta de exportación para ganar un salario equivalente a su ración diaria de arroz, frijoles y maíz, es decir, el valor de cada hora de su tiempo en relación con las mercancías que necesitaba para sobrevivir. Lo que conseguía la United Fruit al adquirir más tierra era que cada onza de arroz o frijoles, cada visita al médico y cada aula de una escuela rural valieran cada vez más, o lo que es lo mismo, que cada hora de trabajo valiera cada vez menos. Cuando, en los años cincuenta, la población guatemalteca intentó modificar este orden de cosas y eligió a un gobierno “populista”, la compañía usó parte de ese mismo valor del que disponía, y que había adquirido en forma de piñas, para financiar un golpe de Estado. Unos cuantos señores que nunca habían pisado Centroamérica, y que acaso ni siquiera gustaban de las piñas, pudieron imponer su voluntad sobre la de cientos de miles de ciudadanos guatemaltecos. Lo que los inversionistas defendían no era la posibilidad de sacar de Guatemala cierta cantidad de piñas para que se consumieran en Estados Unidos: era su status dentro del sistema mundial imperialista, conseguido mediante la desvalorización de la fuerza de trabajo y de la vida misma en un polo, Guatemala, para su valorización en el otro polo, sus propias mansiones.
Elon Musk, que comercializa autos eléctricos con baterías hechas de litio, no necesitó conocer la historia de Guatemala para llegar a la misma conclusión respecto a Bolivia: si el gobierno de ese país no quiere vender su litio barato a Tesla, si no aceptan la constante devaluación de su propia vida, tenemos recursos para financiar un golpe de Estado. Y en efecto, en 2019 ocurrió el golpe de Estado, aunque el gobierno que resultó de él solo se mantuvo un año. En última instancia, lo que motivó las declaraciones del señor Musk1 no era tanto el hambre del elemento Li —con sus maravillosas propiedades energéticas o psiquiátricas (que acaso no le vendrían mal)— ni la pasión por producir autos, como la necesidad social de ascender ilimitadamente en la jerarquía de valor de las vidas humanas, medidas como tiempo de trabajo.
A lo largo de siglos, la sistemática devaluación de la fuerza de trabajo y, con ella, de la vida misma en el mundo neocolonial ha llegado hasta el punto de hacer que a veces ni toda la capacidad productiva de una persona baste para garantizar la supervivencia de una familia. Esto no podía sino producir el impulso desesperado por exportar esa fuerza de trabajo a mercados donde valga más. Emigrar de una sociedad subdesarrollada a otra desarrollada (o mejor dicho, de una sociedad donde la vida ha sido muy devaluada a otra donde se ha devaluado menos) no implica una predilección de los valores de la segunda sobre los valores de la primera; implica simplemente llevar la única mercancía que la familia trabajadora tiene para vender, su capacidad productiva, a donde se vende mejor… sobre todo cuando este “venderse mejor” significa la diferencia entre la vida y la muerte. Así, el flujo migratorio hace que la extracción del recurso “fuerza de trabajo” tome una forma directa y descarnada, ya no mediada por la extracción de otros recursos como el oro, el petróleo, las especies, el gas natural o la fruta. Y aun entonces, en las sociedades receptoras los compradores de fuerza de trabajo ajena pugnan por mantener bajo su valor, y por eso impulsan legislaciones antiinmigración que privan de protección legal a quien se vende a sí mismo y lo obligan a hacerlo siempre por menos: menos salario, menos prestaciones, menos derechos a la atención médica, etcétera. Es un testimonio terrible de la desigualdad mundial el que, a pesar de esto, la gente esté dispuesta a arriesgar la vida y ofrecerla semi-legalmente en los polos del desarrollo.
No comparto la visión mística de la naturaleza como brújula moral. Robo y propiedad, justicia e injusticia no son conceptos que existan en el universo de “lo natural”. Los elementos Au y Li son tan “naturales” si se hallan descansando en las entrañas de la tierra como si conforman un retablo en Sevilla o la batería de un auto eléctrico. Pero cuando se extraen de su entorno en el contexto históricamente específico del colonialismo del siglo XVI o del imperialismo moderno, estamos ante un acto realizado por humanos para acrecentar su propia libertad a costa de la libertad de otros humanos y de la humanidad en su conjunto. Aunque las víctimas del despojo opongan el fetiche protector de la Madre Naturaleza al del enemigo de la mercancía, la naturaleza no “sufre”; quienes sufren son los humanos. Nada más y nada menos. Sé que no estoy diciendo algo nuevo, pero a veces el lenguaje que elegimos para denunciar un crimen termina por oscurecer esta sencilla verdad.
A diferencia de las piñas, el oro no sirve para hacer tepache. A diferencia de la yuca, no sirve para hacer casabe. A diferencia del litio, no “calma la locura” ni pone autos en movimiento. No sirve para hacer armas ni casas. De manera que lo que preocupaba a Hatuey no era que los españoles se llevaran ese metal brillante, bonito y dúctil, pero no muy útil, que probablemente les hubiera regalado de buena gana. Lo que le preocupaba, con toda razón —aunque no pensara en estos términos—, era que el oro fuera un fetiche de la extracción de trabajo ajeno, un mero medio para establecer una relación de servidumbre. Al final, Hatuey fue capturado, atado a un palo y quemado vivo. Antes de que el humo lo asfixiara, un fraile se le acercó y le ofreció la posibilidad de convertirse para ir al Cielo. Hatuey la rechazó: no quería ir al mismo lugar donde iban aquellos crueles adoradores del dios Oro.
El dios Oro, como el dios Litio, la diosa Piña, el dios Gas y la diosa Agua no son sino rostros de un mismo demonio, el valor, al que el mundo ha vendido el alma con tal de disponer de más y más trabajo ajeno, es decir, de ascender más y más en la inhumana jerarquía de lo humano. En realidad, este demonio gigantesco de apariencia tan terrible no es otra cosa que un mero mediador en la relación entre humanos explotadores y humanos explotados.
Imagen de portada: Exvoto dedicado al Señor de Villaseca, 1879. Museo del Carmen/Instituto Nacional de Antropología e Historia