Reza el dicho que no hay dos copos de nieve iguales. Los patrones que forman las moléculas de agua al agruparse en cristales son tan variados que resulta en extremo improbable que se formen dos copos idénticos. Si los hijos que se parecen mucho a los padres son “como dos gotas de agua”, los hermanos disímiles bien podrían verse como “dos copos de nieve” que descienden de la misma nube pero tienen caracteres opuestos.
Esto lo sabía bien Bernard Vonnegut. Su vida “siempre ocurría conforme al plan”, escribió Ginger Strand en la biografía doble The Brothers Vonnegut (2015). Bernie, como le decían en la familia, fue un estudiante ejemplar que encontró desde muy chico su vocación en la ciencia. Tras doctorarse en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, entró a trabajar en General Electric como asistente de Irving Langmuir, el primer químico industrial galardonado con un Premio Nobel.
Por aquel entonces, su hermano menor parecía una bomba de tiempo: Kurt siempre fue desordenado e irresponsable. Mientras el hijo mayor brillaba por su inteligencia, Kurt llamaba la atención en la mesa familiar con sus chistes. Aun así, su padre y Bernie creyeron que podría ser un científico capaz y lo presionaron para inscribirse en Cornell. La equivocación no duró más que un par de semestres: el entusiasmo que Kurt no mostraba por sus clases lo ponía, en cambio, en el periódico universitario, donde era jefe de redacción. Pronto abandonó la universidad y se enlistó en el ejército; corrían los años de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras Bernie analizaba la congelación de fluidos en los laboratorios de General Electric, su hermano tiritaba de frío en los bosques de Bélgica y Luxemburgo, en donde lo capturaron los nazis. En una carta fechada el 29 de mayo de 1945, Kurt contaba a su familia que había sobrevivido a la guerra de milagro. En cada escenario de su periplo como prisionero de los nazis, Kurt vio morir a decenas de compañeros por hipotermia, por hambre o por fuego amigo. “Pero no yo”, remataba en cada párrafo, en un anticipo de la cruel y cómica letanía “así pasa” que usaría años después en Matadero cinco.
Cuando volvió a los Estados Unidos, Kurt ingresó a la Universidad de Chicago para estudiar antropología y se casó con su amor de la adolescencia, Jane Marie Cox, una estudiante de letras eslavas que lo obligó a leer Los hermanos Karamázov durante la luna de miel. Cuando nació Mark, su primer hijo, la pareja descubrió que necesitaban empleos. Tras tocar varias puertas, Kurt fue admitido en General Electric, como su hermano, pero en el departamento de relaciones públicas.
Por aquel entonces a casi nadie le entusiasmaban las historias que Kurt escribía en sus ratos libres —ni a él mismo—, y sólo su esposa creía genuinamente que podría llegar a ser un novelista. “Estaba más convencida que él de que algún día se convertiría en un escritor célebre”, llegó a escribir Mark.1 Mientras Kurt se desvelaba escribiendo cuentos que rechazaban las revistas literarias, Bernie participaba en una serie de experimentos para sembrar lluvia. Al principio, el equipo dirigido por Langmuir empleó hielo seco (es decir, dióxido de carbono congelado) para condensar la humedad del ambiente en gotas. Sin embargo, pronto Bernie dio con la sustancia que lanzaría el proyecto literalmente hacia las nubes: el yoduro de plata.
La lluvia no es un fenómeno tan sencillo como podría pensarse. Como explica Manuel Guerrero Legarreta en El agua (FCE, 2006), la humedad no se congrega en nubes por arte de magia. De hecho, bajo ciertas condiciones, un ambiente se puede saturar de humedad sin que aparezca una sola nube. Para que nazca una gota, hace falta una partícula sólida que sirva como núcleo de condensación: ya sea polvo, sal marina, polen o alfa-pineno,2 sustancia que exhalan muchos árboles y que da su aroma característico a las pináceas. Además, la formación de nubes no se traduce automáticamente en lluvia. Para que esto suceda, las gotas en su interior deben crecer de unas cuantas micras a varios milímetros, lo que significa aumentar millones de veces su volumen.
El equipo de Langmuir notó que el hielo seco depositado en las nubes podía “ayudar” a que éstas soltaran en forma de lluvia la humedad que cargaban. Pero esta estrategia mostró serias limitaciones. Los resultados mejoraron drásticamente cuando Bernard usó yoduro de plata. Tras más de cincuenta vuelos de prueba fue evidente que esta sustancia podía “sembrar” las nubes y modificar los patrones de lluvias en una región. Al respecto, Ginger Strand escribió: “La siembra de hielo seco se limitaba a efectos locales. En cambio, la persistencia del yoduro de plata ofrecía la posibilidad de cambiar el clima”.
Cuando los periódicos descubrieron la siembra de nubes, las reacciones se dividieron entre la sorna y el temor. Al principio, algunos diarios se burlaron de que los científicos de General Electric “hubieran conseguido” que lloviera en Nueva Inglaterra, una de las zonas más húmedas de los Estados Unidos. Meses después, los investigadores fueron incapaces de sofocar un incendio forestal en California bombardeando con hielo seco las magras nubes del estado.
La promesa de modificar el clima dejó de parecer una vacilada o un sueño de ciencia ficción cuando, a principios de 1950, Nueva York sufrió una grave sequía que obligó a racionar el agua. En la ciudad atravesada por el río Hudson, las albercas y los autolavados estaban cerrados. En medio de la emergencia, las autoridades contrataron a Wallace Howell, un meteorólogo de Harvard que había colaborado con Langmuir y Bernard. Su proeza no estuvo exenta de ironías: el primer vuelo que intentaría aliviar el clima seco de la región se canceló debido a la lluvia. Tras este revés, el 13 de abril, Howell y un piloto bombardearon las nubes con hielo seco y yoduro de plata, y a la mañana siguiente ocurrió un milagro inquietante: en plena primavera, nevó.
La “nieve de Howell”, como la bautizaron los periódicos, alegró y espantó por igual a la ciudad. En aquel tiempo, un reportaje sobre Hiroshima publicado en The New Yorker y firmado por John Hersey, dio a conocer a la opinión pública testimonios de las víctimas de la bomba atómica. Muchos presentían que el conocimiento científico avanzaba más rápido que la ética de los políticos. Esta preocupación puede resumirse en una sentencia que escribió Rüdiger Safranski en El mal o El drama de la libertad (Tusquets, 2000): “El mal comienza sólo cuando la conciencia se estrecha a pesar del conocimiento creciente”.
Por el contrario, los militares veían el invento de Bernard como una nueva oportunidad para continuar la guerra por otros medios. En un artículo publicado en The American Magazine, el contralmirante Luis de Florez escribió, a medio camino entre la advertencia y el deseo: “Debemos considerar la posibilidad de que el clima controlado por el hombre pueda ser un arma terrorífica”.
Sin embargo, los experimentos de Vonnegut y Langmuir perdieron fuelle en los dos años siguientes por tres factores: la dificultad para analizar con estadísticas sus resultados, el temor de General Electric a las demandas por los posibles daños de su invención y, sobre todo, la súbita falta de pilotos: cuando estalló la guerra de Corea, en 1950, no quedó nadie que piloteara los aviones hacia las nubes.
Pese a que la efectividad del sembrado de nubes ha sido puesta en duda, un asunto que se discute acaloradamente desde finales de los años noventa,3 varios gobiernos alrededor del mundo siguen teniendo el sueño de controlar el clima y hacer de las precipitaciones una cuestión de voluntad y presupuesto.
Por su parte, Kurt Vonnegut se inspiró en la siembra de nubes para escribir el libro Cuna de gato. Aunque publicó esta novela en 1963, desde que trabajó en General Electric concibió al personaje de Felix Hoenikker, el científico creador del hielo-nueve, una sustancia que solidifica el agua sin que su temperatura descienda al punto de congelación. Mientras que la personalidad de Hoenikker está basada en la de Langmuir, la idea misma del hielo-nueve retomó las explicaciones de su hermano Bernie sobre el yoduro de plata.
En Cuna de gato, como Hoenikker fallece sin explicar a sus hijos la finalidad del hielo-nueve, la Tierra corre el peligro de congelarse de polo a polo debido al abuso de este invento que contagia un estado de la materia. Aunque Kurt Vonnegut afirmó en Matadero cinco que nunca escribió una historia protagonizada por un villano, Hoenikker se comporta por momentos como el anverso de un héroe, más cercano a los antagonistas científicos de Batman o Spider-Man que a estos encapuchados.
En este sentido, Kurt Vonnegut comulga con Roland Barthes, quien criticó en Mitologías que Albert Einstein legara su cerebro a la ciencia. Para el francés, este gesto del creador de la teoría de la relatividad selló la idea de la mente científica como una máquina diseñada para resolver problemas matemáticos pero no dilemas éticos. No obstante, en Cuna de gato, Vonnegut evita hacer advertencias sobre los científicos desalmados y, en cambio, las hace sobre las personas que guardan secretos peligrosos. Más allá de sus extravagancias, el pecado de Hoenikker es no haber aclarado a sus deudos el objetivo del hielo-nueve: el verdadero riesgo no es que el conocimiento avance, sino que nadie pueda comunicar su importancia. Gracias a su hermano Bernie, Kurt comprendió que había dos clases de científicos: aquellos que saben por qué las gotas se precipitan desde las nubes y aquellos que, además, son capaces de comunicar el asombro de, por ejemplo, habitar un sitio irrepetible como un copo de nieve:
que, hasta la fecha, la Tierra es el único lugar conocido en todo el universo donde llueve agua líquida.
Imagen de portada: Kurt Vonnegut con su esposa Jane y sus tres hijos, de izquierda a derecha: Mark, Edie y Nanny. Creative Commons.
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Kurt Vonnegut, Cartas, Ediciones B, 2023. ↩
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Mia Frosch et al., “Relating cloud condensation nuclei activity and oxidation level of α-pinene secondary organic aerosols”, Journal of Geophysical Research: Atmospheres, 27 de noviembre de 2011, vol. 116, núm. D22, s. p. ↩
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Roelof T. Bruintjes, “A Review of Cloud Seeding Experiments to Enhance Precipitation and Some New Prospects”, Bulletin of the American Meteorological Society, 1 de mayo de 1999, vol. 8, núm. 5. ↩