Un día naces y al siguiente mueres. Hoy, al anochecer sopla la brisa de otoño. Chikamasa (guerrero y poeta japonés)
Tener conciencia de la finitud de la vida es atributo de la condición humana. Saberse mortal exige movimiento y trabajo; no necesariamente para buscar la inmortalidad, sino más bien para dotar de significado el bien más preciado del ser humano, el tiempo. Quien envejece y reflexiona sobre la certeza de la muerte, como sucede en las comunidades budistas, acepta “mejor” el final. Quienes intentan negarla, como ocurre con frecuencia en Occidente, fenecen “mal”: miedo e incertidumbre son constantes penosas en esas personas y eventos dolorosos para sus allegados, quienes muchas veces carecen de las palabras adecuadas para acompañar y mitigar el dolor de quien pronto morirá. La muerte es un viaje del cual nunca se regresa. De ahí su misterio, de ahí el temor de quien parte sin retorno y el dolor de los deudos. A todos atemorizan los viajes sin vuelta. La incertidumbre es un peso difícil de cargar; nuestra condición no soporta no saber y le es difícil lidiar en forma adecuada con hechos no consumados; es mejor, ante situaciones complejas —i.e., enfermedades terminales— confrontar verdades crudas que guardar esperanzas. Nuestra especie requiere respuestas. De ahí el agobio propio de la muerte, del nunca saber más del finado, del punto final, de nuestra incapacidad para comprender frases sabias y añejas. Leo en el Eclesiastés —Cohelet en hebreo— libro del Antiguo Testamento, “hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir”. El agobio del viaje sin retorno y la incertidumbre pierden peso ante la sentencia del Cohelet. El deceso de los seres queridos significa decirle adiós a espacios, vivencias y amores construidos con las manos del finado y las de las personas cercanas. El último adiós es diferente para quienes limitan su existencia a la Tierra. Si el “más allá” no existe, la muerte es absoluta. Para los ateos la muerte significa final. Final es una palabra compleja. Nada, salvo la nada, aguarda al cadáver; nada, salvo el imposible infinito, queda tras la muerte. En esa cruda realidad subyacen el dolor de los deudos y las dificultades del último adiós. El misterio de la muerte ha sido y será insondable. Por eso tantas palabras, por lo mismo, la necesidad de buscarle otras caras y otros tiempos a la vida. Kant ilustra: “Todas las conclusiones nuestras que quieran conducirnos más allá del ámbito de una posible experiencia son engañosas e infundadas”. La máxima del filósofo alemán aplica para los no creyentes. Los creyentes, tras la muerte, tienen grandes respuestas, los ateos, sólo una: nada sigue, todo acaba. La fe mitiga el sufrimiento. Afortunados quienes la tienen. Preguntar poco y entregarse a los designios de Dios atenúa la idea del vacío. La razón es simple: Dios no admite el vacío —eso profesan los creyentes—. En ese discurso, en la idea de la acogida celestial, estriban la fe y las razones de los que creen. Quienes carecen de ellas deben confrontar la muerte con otras herramientas. Afrontar el vacío como destino es un reto complicado. Para el ateo o agnóstico, para quienes la muerte representa un brutum factum que carece de explicaciones, el proceso, por más que se piense, es complejo.
Blas Pascal provoca: “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. La frase no admite una respuesta unívoca: todo es posible; erróneo, desde la razón, responder “sí” o responder “no”. Lo incomprensible supera a la razón: no hay elementos, al menos yo carezco de ellos, para explicar el postulado del matemático y escritor francés. Los budistas ofrecen respuestas sensatas, propias de su forma de vivir y de su concepción de la vida y la muerte. La convicción de los budistas de un Nirvana —la idea de extinguirse, de que se alcance un estado final, libre de pasiones, de odios, de ambiciones— es sabia y envidiable. En Occidente, cuando no se es creyente ni se posee la sabiduría budista, la muerte plantea problemas complejos, los cuales, precisamente por su rispidez, merecen cavilarse: si no hay nada después del final, ¿qué pasa con el cuerpo, con el alma, con las historias del finado, con lo edificado y/o borrado con las mismas manos? Siguiendo a Pascal, cuando finaliza la travesía del ser querido en la Tierra, su idea podría intervenirse: “Comprensible la vida, incomprensible que tras ella nada permanezca”. Tras la muerte, los no creyentes enfrentan una situación difícil: el vacío como destino. Lidiar con el final, a pesar de la cruda certidumbre de la nada, es necesario. Para quienes tienen la suerte de pensar en su muerte, morir en el siglo XXI resulta más complejo que antaño. La tecnología médica prolonga, muchas veces innecesariamente, vidas sin vida. Reflexionar en la propia muerte y en la eutanasia es privilegio de las clases adineradas. Cavilar en la eutanasia es un indicador, aunque no aparezca en los nauseabundos índices económicos, de la clase social de las personas. Los ricos pueden pensar en cómo morir; los pobres se desviven buscando las vías para resolver el presente. Escuchar es necesario. Hans Küng, ejemplo de coherencia y dignidad, observa agobiado lo que la tecnología y el mundo de la inmediatez ofrecen. En Una muerte feliz, a los 88 años, retoma la idea esbozada en sus memorias, Humanidad vivida, sobre la validez y el derecho a la eutanasia.
Me gustaría morir consciente y despedirme digna y humanamente de mis seres queridos. Morir feliz para mí significa una muerte sin nostalgia, ni dolor por la despedida, sino una muerte con una completa conformidad, una profundísima satisfacción y paz interior.1
Leo a Küng: morir como ser humano investido de dignidad, hacerlo cuando sea el momento preciso, tomar las riendas del final y no atenerse a dictados médicos o religiosos. Ser yo hasta el final, decidir cuándo partir, adueñarse de las riendas de la vida y la muerte. Las palabras de Küng, teólogo espléndido, a quien le retiraron la licencia eclesiástica por cuestionar la infalibilidad del papa, permiten comprender y aceptar con otra mirada el dolor del vacío tras la muerte de los seres queridos. Necesario es cuestionar algunas acciones de la medicina moderna. La tecnología biomédica mitiga y esconde muchos avisos de la inmediatez de la muerte. Al hacerlo, les impide a los familiares vivir la experiencia de acompañar al moribundo, de hablar y escuchar, estar con él, de tocarlo y despedirse; a la vez, el peso y el poder de la tecnología biomédica mal utilizada le niega al enfermo el privilegio de despedirse y mirar —sí, mirar— las palabras últimas de familiares y amigos. “Debemos hablarnos todo lo que podamos. Cuando uno de nosotros muera, habrá cosas de las que el otro nunca podrá hablar con nadie más”, la frase se ha atribuido tanto a Matisse como a Picasso. Mitigar el dolor y aliviar el sufrimiento físico y anímico es indispensable. No lo es evitar los diálogos finales, con uno mismo y con los seres queridos. Morir con dignidad y arropado por amigos y familia es un privilegio que facilita comprender “un poco” los sinsabores de los viajes sin regreso. La muerte nunca es problema del finado; la muerte representa un conflicto para los vivos. El tiempo de la muerte se entiende mejor cuando se camina al lado de quien confronta su final y desea hablar y ser escuchado.
Imagen de portada: Anselm Kiefer, Las célebres órdenes de la noche, 1997. Colección del Museo Guggenheim Bilbao OMR
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Hans Küng, Una muerte feliz, Trotta, Madrid, 2016. ↩