I
Ana María fue la primera mujer indígena en incorporarse al EZLN, donde logró ocupar el cargo de mayor. De acuerdo con ella, por su educación y su cultura, las zapatistas no luchan únicamente contra la opresión de género. En los años previos al estallido de 1994, no les pareció que fuera un motivo suficiente para levantarse en armas. Es posible que muchas hayan deseado huir de su destino junto al fogón, pero no encontraron en ello la fuerza para involucrarse en la guerra y gritar ¡ya basta!, sino en la posibilidad de cambiar tanto a sus familias como a su comunidad y su entorno. Si la historia de muchas militantes parte de este punto es porque, desde hace siglos, son ellas quienes se han encargado de la reproducción, el cuidado y la continuidad de sus comunidades.
Al principio las mujeres eran minoría, pero fueron aumentando tras participar en encuentros en los que discutían sus experiencias y aportaban sus puntos de vista tanto sobre la estrategia como sobre la visión filosófica del movimiento. Trazaron otro horizonte de lucha para el EZLN, aunque no siempre han conseguido hacerlo valer. Ocuparon puestos relevantes en la comandancia militar, reclutaron insurgentes y trabajaron en distintas áreas. Sus intereses y aspiraciones son un sustento para el proyecto de la autonomía zapatista. Esta es la historia de la participación, siempre desafiante, de las mujeres en este sueño.
II
El sistema de fincas definió durante más de un siglo la vida de los pueblos que después formarían el EZLN. La base económica de la expansión colonial en Guatemala, capitanía a la que Chiapas perteneció hasta 1821, fue el trabajo de reproducción de la vida comunitaria, que abarca todos los aspectos que permiten mantenerla y recrearla —como la forma de producir alimentos, la elaboración de objetos (por ejemplo, el vestido) y la organización social—. Tanto los hombres como las mujeres solían encargarse de que la comunidad subsistiera, pero dejó de ser así cuando el sistema colonial impuso una nueva división sexual sobre este trabajo, al que incorporó como servidumbre.1
Más tarde, después de la época colonial, la organización socioeconómica de las comunidades hizo posible la reproducción de una clase al servicio de otra2 y que existieran espacios con abundante mano de obra. La fuerza de trabajo, numerosa y convenientemente aglutinada en las comunidades, representó una mercancía valiosa y disputada desde la independencia de México hasta la caída del sistema de fincas.3
La expansión capitalista en la agricultura de Chiapas aprovechó los sistemas coloniales y les impuso otra función.4 El nuevo orden se sostenía en las fincas cafetaleras y los peones acasillados, cuyas familias debían trabajar entre tres y cuatro días a la semana para pagar una parte del usufructo de la tierra. Esta dependencia creó relaciones complejas de paternalismo y dominación, sobre todo para las mujeres, que no recibieron ningún pago por las actividades productivas, domésticas y de crianza que hacían en la casa del patrón.
A mediados de los ochenta, cuando se incorporaron al zapatismo, la mayoría de las comunidades ya se habían emancipado del acasillamiento y vivían en poblados libres,5 pero la liberación externa no trajo consigo la liberación interna: la forma de organizar la vida cotidiana y la división del trabajo por género persistieron. Los pueblos parecían grandes dormitorios, escribió el antropólogo Jan Rus,6 porque los hombres salían para emplearse en largas jornadas como peones estacionales. La vida comunitaria quedó, como antes, en manos de las mujeres. Fueron ellas quienes transmitieron principalmente el idioma, quienes se ocuparon del trabajo familiar de la tierra y de procurar los alimentos, quienes cuidaron de los niños y los enfermos. Estas actividades se volvieron inherentes a su género, aunque ellas (y los niños) también se encargaran del trabajo doméstico que exigían las fincas. Gracias a las mujeres, la comunidad siguió siendo un refugio, un lugar de pertenencia y un espacio de resistencia donde se podía recrear una vida distinta. A la larga, eso haría que el proyecto político zapatista cobrara sentido.
Hasta el día de hoy, el sistema económico de las comunidades se compone a partir de las familias, entendidas como unidades de producción. Cada una hace posible que sus miembros sobrevivan, pero su cuidado y reproducción dependen de las mujeres. El orden, garantizado por un sistema patrilineal y patrilocal, las obliga a todas —incluso a las solteras— a ser parte de una familia, en la que regularmente un hombre posee el derecho sobre la tierra (el padre, el hermano o el marido). En un sentido estructural, están en una posición de dependencia. En los ejidos también se reprodujo y se legitimó esta manera de organizarse: los varones se quedaron a cargo de la tierra, el principal sustento, y de tomar decisiones sobre ella.
Por lo tanto, hay un rasgo compartido entre las fincas y las comunidades: la apropiación de las mujeres.7 En ningún espacio han podido decidir libremente sobre sus cuerpos y sus vidas, y esta situación aún persiste.
III
Como la vida cotidiana no era igual para los hombres y para las mujeres, sus motivos para involucrarse en la lucha armada fueron distintos.
En 1981 los primeros chiapanecos se integraron a las Fuerzas de Liberación Nacional, el precursor del EZLN. Eran los líderes varones de las organizaciones campesinas reprimidas con fuerza en los setenta. Fue entonces cuando se incorporó Ana María, y con ella se abrió la brecha para que más mujeres se integraran al ejército que se estaba formando.
A mediados de los ochenta ya había tres mujeres indígenas en la organización. A dos de ellas, Ana María y Maribel, se les encomendó la tarea de visitar los poblados de la Selva Lacandona para hablar sobre los propósitos de la lucha armada y reclutar insurgentes y bases de apoyo. Si se les asignó esta misión crucial fue porque, como mujeres, tenían bajo perfil y podían moverse por los caminos sin despertar sospechas.
Muy pronto Ana María y Maribel se toparon con un obstáculo. Al reunirse con los jóvenes que mostraban interés en alistarse a las filas zapatistas, constataron que sus madres no tenían voz propia y no podían avalar la entrada de sus hijos al movimiento.
Estos encuentros se realizaron en alguna milpa o en algún lugar alejado de la comunidad. Después pedíamos hablar con la mamá y el papá de los interesados en incorporarse al campamento, pero las mujeres se quedaban en silencio, de plano se veían humilladas y marginadas de la asamblea de sus pueblos (entrevista con Maribel, marzo de 2019).
Ana María y Maribel tenían voz, movilidad y el poder simbólico de pertenecer a una estructura político-militar. Decidieron, entonces, crear los primeros grupos de mujeres. Escucharon sus problemas y analizaron políticamente su condición. Fueron los primeros espacios de reflexión sobre sus circunstancias y su historia compartida, un hecho inédito. Esta manera de empezar también diferenció al zapatismo de las organizaciones campesinas previas —incluso de las que habían formado las propias comunidades.
En los encuentros florecieron la imaginación y la participación, tanto en el trabajo político como en las campañas para resolver los problemas de la vida cotidiana. A los encuentros asistieron cientos de mujeres porque el horizonte compartido de lucha cobró sentido para ellas, y decidieron involucrarse en el EZLN (algunas son muy conocidas, como las comandantas Ramona, Susana, Miriam y Esmeralda). Una vez que las mujeres se incorporaron a la organización, lograron reclutar comunidades enteras y el ejército creció masivamente.
La Ley Revolucionaria de Mujeres resultó de esos encuentros. Fue el primer manifiesto de las mujeres indígenas del país en hacer explícita su condición de género, cómo la vivían, y que estaba marcada por las relaciones de dominación poscolonial vigentes en los pueblos originarios. Para la mayor Ana María, esa ley representó un compromiso que adquirieron con las mujeres de las comunidades.
No fue sino hasta 2003, con las Juntas de Buen Gobierno y los Caracoles, cuando se decretó la paridad de género entre las autoridades civiles. Miles de mujeres, principalmente las jóvenes, ocuparon cargos relacionados con la salud, la educación, la producción, la comunicación y el gobierno. A diferencia de lo que vivieron sus antecesoras, ahora pueden elegir más vías que la militar.
Al ocupar distintos puestos las zapatistas le han dado forma a una alternativa política y social, y la han defendido enfrentando los desacuerdos y desafíos que surgen al modificar las estructuras que reproducen la desigualdad de género. Lo han hecho en medio de la guerra y la descomposición social que profundizan aún más la lógica patriarcal.
No hay duda de que la autonomía zapatista es uno de los proyectos políticos más importantes de los pueblos indígenas. Sin embargo, así como se afirma que el EZLN habría sido imposible sin la experiencia de largo aliento de las comunidades indígenas de Chiapas, tampoco habría sido posible si las mujeres no se hubieran involucrado desde el principio. Fue por ellas que el movimiento incorporó un horizonte distinto de lucha y adquirió otro rumbo político. Si bien sus aportaciones cambiaron el zapatismo, en el presente, su mayor obstáculo son las estructuras comunitarias que mantienen la desigualdad de género y que se refuerzan en un contexto y una lógica de guerra. Para superarlas, se requiere un cambio de fondo en la organización de la economía y la reproducción de la vida. Es decir, una vida posible en comunidad, donde la transformación de las relaciones de género es una condición para el cuidado, como lo han mostrado las mujeres zapatistas.
Imagen de portada: Dibujo zapatista
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Aura Cumes Simón, La “india” como “sirvienta”. Servidumbre doméstica, colonialismo y patriarcado en Guatemala, Tesis doctoral, CIESAS, México, 2014. ↩
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Cuando escribo clase me refiero al concepto económico pero también racial. ↩
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Rodolfo Stavenhagen, “Clases, colonialismo y aculturación. Ensayo sobre un sistema de relaciones interétnicas en Mesoamérica”, en Cuadernos del Seminario de Integración Social Guatemalteca, núm. 19, José de Pineda Ibarra/Ministerio de Educación, Guatemala, 1968. ↩
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Mercedes Olivera, “Sobre la explotación y opresión de las mujeres acasilladas en Chiapas”, Cuadernos agrarios, núm. 9, 1979, pp. 43-55. ↩
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La lucha por la tierra empezó en la década de los cuarenta y quedó inconclusa. ↩
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Jan Rus, El ocaso de las fincas y la transformación de la sociedad indígena de los Altos de Chiapas, 1974-2009, Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas-Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica, México, 2012. ↩
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Para Colette Guillaumin, el término “apropiación” es diferente del concepto de “explotación”. La apropiación de las mujeres se lleva a cabo de forma colectiva, a partir de una justificación racial y sexual. “Pratique du pouvoir et idée de nature. L’appropiation des femmes”, Questions Féministes, núm. 2, febrero de 1978, pp. 5-30. ↩