Sobre los orígenes
En 1545 Diego Huallpa, un indígena quechua, recibió órdenes de unos soldados españoles para que subiera al cerro Potosí, en el que probablemente encontraría plata ofrecida en una guaca, como le llaman a los sepulcros en varias culturas andinas. Al subir el cerro, Huallpa, más tarde convertido en Gualpa, encontró la ofrenda y le pidió al otro indígena que lo acompañaba que la llevara a los soldados mientras él continuaba explorando el cerro. Después de un rato, comenzó a descender, pero los fuertes vientos, tan comunes en las montañas andinas, dieron con él en tierra, lo aturdieron y prefirió permanecer recostado hasta que pasaran. Cuando por fin logró incorporarse colocando sus manos sobre la tierra, notó que, justó ahí donde hacían presión, había algo brillante: una rica veta de plata. Gualpa no sabía que ese ventarrón, ese aturdimiento, cambiarían la historia del mundo, ni que había descubierto la mina más rica jamás vista.
En ese momento Gualpa, quien no fue debidamente recompensado por su hallazgo, había curado el hambre pantagruélica de Europa por la plata y, con esto, fundado el sistema económico global. Pero también el pobre Gualpa había sellado el destino de América Latina como cornucopia de recursos para extraer y exportar al mercado mundial. Aunque Potosí no fue el comienzo —por esos años los españoles ya habían descubierto las minas de Zacatecas y Guanajuato, pero su productividad repuntaría mucho más tarde—, sí fue la confirmación de lo que hoy podríamos llamar extractivismo. El historiador Kris Lane reporta que en esa ciudad boliviana se extrajo más plata que en todo México antes de 1650 y que tan solo durante el primer siglo de su auge minero produjo la mitad de la extraída en el mundo.1 Además, entre 1545 y 1810 la plata gravada en Potosí ascendió a 875.4 millones de pesos —sin contar el contrabando—, lo que representó el 20 por ciento de toda la plata global y más del doble de la que se extrajo en Zacatecas (401.4 millones de pesos). Por su parte, el historiador económico Carlos Marichal afirma que en 1811 Alejandro de Humboldt estimó que la producción de plata en Hispanoamérica entre 1492 y 1803 “probablemente sobrepasó los 4 mil millones de pesos”. Según Marichal, “la América española fue fuente de aproximadamente 150 mil toneladas de plata entre 1500 y 1800, cantidad equivalente, quizás, al 80 por ciento de la producción mundial”.
La plata americana, además de fundar el mito eldorista del continente, también inspiró la imaginación literaria y fantástica de los españoles. Léase lo que comenta Álvaro Alonso Barba en su Arte de los metales (1640), donde asegura que la plata se regeneraba mágicamente entre más se extraía:
Lo propio juzgan muchos que sucede en este rico cerro de Potosí, y por lo menos vemos todos, que las piedras que años antes se dexaban dentro de las minas porque no tenían plata, se sacaban después con ella tan continua y abundantemente que no se puede atribuir sino al perpetuo engendrarse de la plata.
Por su parte, don Quijote, cuando calcula el valor de los servicios de su valiente y fiel escudero Sancho Panza, piensa también en la plata boliviana: “las minas del Potosí fueran poco para pagarte”.
Esta abundancia coincidió asimismo entre los siglos XVI y XVII con un cambio de los paradigmas filosóficos y científicos medievales, lo que planteó una nueva manera de entender la relación entre el ser humano y la naturaleza. Básicamente, esta nueva concepción —que Carolyn Merchant llama filosofía mecanicista—,2 desencantada de lo orgánico, la magia y los mitos, explicaba ahora el cosmos, la naturaleza y la sociedad con una metáfora: la máquina. Por entonces, filósofos como Pierre Gassendi, René Descartes y Francis Bacon describieron el funcionamiento del mundo, el cuerpo humano y el no humano en términos mecanicistas; bajo esta premisa, es posible desmantelar y desmembrar, descomponer y transformar la realidad biológica y social aplicando una fuerza necesaria para obtener un resultado específico. En este mismo periodo también se origina la lógica económica que perturbó el poder del campesinado europeo y su relación con la tierra, los ciclos estacionales y las actividades productivas. Los señores feudales, más tarde burgueses, comenzaron a privatizar la tierra y los recursos, así como a demandar mayor y mejor eficiencia en la extracción de trabajo y productos agrícolas con la aplicación de tecnología para así acumular riqueza. No es casualidad que también entre 1500 y 1700 la miseria se propagase por Europa occidental: los sueldos declinaron hasta en un 70 por ciento y la expectativa de vida, que era de 43 años en 1500, descendió a los 30 en 1700, según datos de Jason Hickel.
A partir de entonces, la Tierra se convirtió en “una vasta máquina hecha de partículas en incesante movimiento”, dice Merchant; o sea, pasó de ser un organismo vivo con un comportamiento cíclico, regenerativo e interconectado a ser una máquina ajena a la condición humana, una materia bruta a descifrar, manipular, explotar y comerciar. Entre 1500 y 1700, escribe la filósofa, la “naturaleza viva y animada murió, mientras que el muerto e inánime dinero fue dotado de vida”. En este sentido, hay mucho de verdad en lo que dijo el poeta Aimé Césaire cuando definió el colonialismo como un proceso masivo de cosificación: en la medida que esta lógica se expandió con el colonialismo, sobre todo en América, fue matando, además de pueblos y naciones, cosmovisiones orgánicas del planeta. Para explotar la Tierra primero es preciso matarla, convertirla en un recurso desprovisto de alma, para luego traficarla monetariamente.
Pero no solo la Tierra fue despojada de sus atributos animísticos, sino también los animales y ciertos humanos que, para la conveniente lógica colonialista de los europeos occidentales, entraban en otra categoría opuesta a lo civilizado: lo natural, es decir, aquello que hay que explotar para extirpar una ganancia. A los pueblos indígenas de América, de hecho, se les llamaba naturales, una etiqueta que en sí ya negaba su humanidad. Las mujeres igualmente fueron despojadas de su autonomía biológica, pues para la filosofía mecanicista la Tierra comenzó a pensarse como un cuerpo femenino al cual se debe dominar, torturar y controlar. Bacon llegó a escribir que “la ciencia tortura a la Naturaleza de la misma manera que los inquisidores del Santo Oficio hacían con sus prisioneros para revelar hasta el último de sus secretos”. Además de la pérdida de su autonomía corporal, las mujeres fueron despojadas violentamente de su importante contribución económica a la sociedad —hilvanar, cuidar animales de granja, cosechar plantas y cultivos comunes— y relegadas al hogar para hacer trabajos de cuidado no remunerados. Todas aquellas percibidas como dueñas de su deseo y su poder reproductivo fueron acusadas de brujas y cientos de miles fueron quemadas en público, como ha demostrado Silvia Federici. Y no es algo que haya quedado en el pasado. Según un reporte de 2020 de Oxfam, la población global femenina mayor de 15 años realiza trabajos de cuidado no pagados con un valor de hasta 10 billones de dólares anuales. El extractivismo, en suma, no solo es una cuestión económica, sino también patriarcal.
Del extractivismo al neoextractivismo
Desde entonces, el fin del extractivismo no se avizora en el horizonte y, en lugar de un verdadero modelo de desarrollo humano, continúa siendo un lastre para los países del Sur Global porque, al igual que Alonso Barba, los políticos creen que los recursos son infinitos y su explotación se transforma invariablemente en bienestar social. Sin embargo, lejos de traer desarrollo y progreso, la evidencia apunta a que la constante apertura de fronteras extractivas ha sido un motor de devastación ecológica y climática. En el caso de América Latina, la abundancia de recursos creó
la ilusión eldorista, un mito fundante que exacerba la idea de riqueza económica asociada a las ventajas naturales, maximiza la idea de beneficios económicos (la rentabilidad extraordinaria) y proyecta una visión mágica del desarrollo.3
Este mito impulsa una constante extracción de recursos para ofrecerlos al mercado global, ya que, en algún momento, sus divisas crearán bienestar social y porque, sin importar el lugar del espectro ideológico, se concibe a la naturaleza, casi siempre localizada en territorios indígenas, como sacrificable para alcanzar una meta económica.
La historia del extractivismo podría dividirse en varias épocas. La primera corresponde al origen de la filosofía mecanicista y la expansión del colonialismo. Esta lógica luego fue reformada por los liberales en el siglo XIX y principios del XX, cuando América Latina vivió un boom de exportaciones de commodities agrícolas, ganaderas, minerales y productos forestales que enriqueció a las élites: caucho, petróleo, guano, nitrato, cobre, caña de azúcar, henequén, café, trigo, plátanos, entre otros, fueron exportados hacia los mercados internacionales. En gran medida las empresas extractivas fueron financiadas con capital extranjero, principalmente británico y estadounidense, lo que no trajo el progreso que tanto pregonaban los liberales. A mediados del siglo XX, durante el periodo conocido como la Gran Aceleración (1945-1980), podría decirse que comienza otra época, en la que los países periféricos fueron tildados de subdesarrollados y los Estados, para escapar de esta condición, impelidos a exacerbar el extractivismo. Para entonces, de acuerdo con un artículo de la revista Global Environmental Change,4 el principal producto de exportación fueron los combustibles fósiles, que en 1952 representaban tres cuartas partes de las materias primas exportadas por la región.
Otra época determinante comienza a partir de 1980 con la llegada del neoliberalismo, cuando América Latina sufrió un proceso de desindustrialización que, bajo los efectos de los ajustes estructurales y la austeridad, acrecentó el extractivismo a niveles estratosféricos debido a que los Estados, ahora incapaces de recaudar suficientes impuestos e intervenir directamente en la economía, vieron en la extracción y exportación de recursos una buena manera de conseguir ingresos. La hemorragia de recursos y la destrucción de ecosistemas se aceleraron como nunca. Para dar una idea, entre 1980 y 1990 una de cada tres toneladas del total de las exportaciones globales tenía origen latinoamericano. En este periodo, Estados Unidos y Canadá fueron los principales destinatarios: en 1966 las exportaciones netas a esos países fueron de 99 millones de toneladas (Mt), en el año 2000 se redujeron a 82 Mt y en 2016 de nuevo cayeron a solo 2 Mt. Mientras, las exportaciones netas a Europa aumentaron: en 1966 nuestra región exportó al viejo continente 57 Mt, en 2000 envió 138 Mt y en 2016 rozaron los 155 Mt. ¿A dónde se fue el resto? A Asia, principalmente a China, a donde América Latina destinó 527 Mt de exportaciones netas en 2016. Pero aquí vale la pena detenerse, porque la historia es más complicada de lo que parece.
Por un lado, China ha aumentado su consumo de productos importados —soya, carne de cerdo o minerales—, pero sus puertos son solo un desvío geográfico, ya que las materias primas encallan en este país para ser procesadas y luego exportadas a un puñado de países ricos —cuyos habitantes representan menos del 10 por ciento de la población mundial, aunque tienen el poder adquisitivo más alto del planeta—. Por otro lado, esta transición geográfica también es compleja porque obedeció al surgimiento de gobiernos llamados progresistas como una reacción al neoliberalismo, desde el ascenso de Hugo Chávez en Venezuela (1999) hasta la caída de Dilma Rousseff en Brasil (2016). Estos gobiernos de tendencia de izquierda forjaron alianzas comerciales tan fuertes con China que, entre 2000 y 2013, el gigante asiático se convirtió quizás en el principal socio comercial de los países de la región: según cifras de Svampa, recibió el 84 por ciento de las exportaciones de commodities.
Mientras el extractivismo neoliberal promueve lo que el economista y político ecuatoriano Alberto Acosta llama “una desterritorialización del Estado” —es decir, que el Estado se retira y cede, o interviene violentamente, para apoyar el proceso extractivista porque sus ingresos, ahora dependientes de esa economía rentista, dependen de ello—, los gobiernos progresistas intentaron revertir esas políticas para reclamar la soberanía sobre el territorio —es decir, territorializar el Estado nuevamente para que este dirija las actividades extractivistas y así invertir en desarrollo humano—. Del Consenso de Washington pasamos a lo que Maristella Svampa llama “consenso de los commodities”, el cual está basado en “la exportación a gran escala de bienes primarios, el crecimiento económico y la expansión del consumo”. Algunos sociólogos, ecólogos y economistas latinoamericanos llaman a esta etapa neoextractivismo debido a que la matriz ideológica que la impulsa está sustentada en ideas nacionalistas, estatistas y soberanistas.
Sin embargo, y por más benéfico que se presente, este nuevo extractivismo —también impulsado por la emergente transición hacia fuentes renovables de energía—, ha creado e incluso empeorado la difícil condición ambiental y social de muchas comunidades en América Latina al llevar la extracción de recursos a niveles nunca vistos. Si en 1900 las exportaciones netas fueron de 4 Mt, en 2016, año de culminación de la primera ola de gobiernos progresistas, ascendieron a 610 Mt. Tan solo en los años 2015 y 2016 estas cifras pueden haber superado a las de tres siglos de colonialismo. Y lejos de haber aliviado muchos de los problemas que tenemos, en algunos casos los ha agudizado. Según la organización GRAIN continuamos siendo la región más desigual del planeta y contamos con una población en situación de pobreza que gasta el 40 por ciento de su salario en energía y alimentos.5 Además, pese a ser los mayores exportadores de alimentos —el 30 por ciento de las exportaciones latinoamericanas son biomasa (productos agrícolas mayormente)—, esta es la región más cara del mundo para comer sano: cuatro de cada diez personas sufren de inseguridad alimentaria grave o moderada, y una de cada cinco no puede permitirse una dieta sana.
Debería quedar claro que estos resultados aciagos del extractivismo no responden a una falla del sistema; todo lo contrario, así es como está diseñado porque, viejo o nuevo, su modelo ha creado lo que algunos economistas llaman intercambio ecológico desigual, que consiste en internalizar las pérdidas económicas y ecológicas en una nación mientras en otra se registran ganancias en ambos rubros. De este modo funciona la economía global, en la que los países ricos garantizan su modo de vida imperial y su confort, establecidos sobre una zona de sacrificio. América Latina, por casualidad geológica, es una cornucopia de recursos pero, como le pasó a Gualpa hace casi quinientos años, no hemos sido ni seremos compensados debidamente mientras impere una lógica que concibe la naturaleza como una materia bruta ajena a nuestra condición humana. El daño que causamos a un río o a una montaña es un daño que nos hacemos a nosotros mismos, y esa afectación no se resarce con un bienestar basado solamente en el dinero. Por eso cerrar el ciclo extractivista implica no solo refundar la economía, sino también derribar los pilares filosóficos y científicos en los que se sustenta nuestra civilización.
Imagen de portada: ©José Ángel Santiago, Árbol caído, de la serie Neza, 2022. Cortesía del artista
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Ver Kris Lane, Potosí: The Silver City that Changed the World, University of California Press, California, 2018. ↩
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Ver Carolyn Merchant, The Death of Nature: Women, Ecology, and the Scientific Revolution, Harper & Row, Nueva York, 1980. ↩
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Ver Maristella Svampa y Enrique Viale, El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 2020. ↩
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Ver Juan Infante-Amate, Alexander Urrego-Mesa, Pablo Piñero et al., “The Open Veins of Latin America: Long-Term Physical Trade Flows (1900–2016)”, Global Environmental Change, septiembre de 2022, vol. 76 . Las cifras de exportaciones reproducidas fueron tomadas de este artículo. ↩
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Se trata de una organización sin fines de lucro que apoya a comunidades campesinas dedicadas a la agricultura a pequeña escala así como a movimientos sociales en sus luchas por lograr sistemas alimentarios basados en la biodiversidad en África, Asia y América Latina [N. de los E.]. ↩