Nada más entrar supe que ahí no habría música en vivo. Pero un enorme caimán de plástico colgaba del techo y tenían puesto en la televisión un partido de futbol americano. Había solo otras tres personas en el bar: una chica detrás de la barra y, del otro lado, un tipo flaco con una gorra de los Santos de Nueva Orleans y un hombre de barba de candado, pelo largo y lentes de pasta dura. De lejos, y en la oscuridad del bar, el flaco daba la impresión de ser un muchacho rubio y despreocupado. De cerca, los ojos se le escapaban a esquinas distintas del salón y el pelo resultaba ser blanco. El lugar estaba en el cruce de las calles Magazine y Bordeaux, en una zona que la gente de Nueva Orleans llama Uptown y que a mí, al mirar el mapa, me parecía más bien el oeste, el oeste de una ciudad esculpida durante siglos por los meandros y caprichos del río Mississippi. El bar se llamaba Le Bon Temps Roule, los Santos perdían miserablemente, era un domingo caliente, eran más o menos las tres. Después de una jugada contenciosa, el flaco, al que llamaremos Tim, apartó la mirada de la televisión y dijo algo al aire. Hacía falta generosidad de espíritu para interpretar que con eso quería empezar una conversación, pero generosidad nos sobraba: después de un tremendo desayuno (Breakfast Nachos, Tamale Benedict), habíamos paseado por un parque a la orilla del lago donde cumplimos la encomienda feliz de ver a un auténtico caimán luisiano, gris e inmutable ante nuestro asombro citadino. Habíamos llegado a Le Bon Temps porque pensábamos que ahí podíamos rematar la visita con algo de jazz en vivo. La música no empezaba sino hasta la noche, pero tenían cerveza, afuera hacía calor, y había algo en el lugar, al mismo tiempo acogedor y vacío, que nos hizo quedarnos. Nos sentamos en la barra y fue ahí donde Tim, cerveza en mano, dijo algo sobre el partido de los Santos. El que más vocabulario NFL tenía entre nosotros estableció el primer contacto. Cuando terminó el juego, la plática giró hacia el tema inevitable: de dónde éramos, qué hacíamos en Nueva Orleans. Uno de nosotros dijo que quería conocer plantaciones y pantanos. Otro dijo que estaba ahí por los amigos. El último dijo que no estaba de visita, que ahí vivía, que recién se había mudado. Todas las respuestas eran verdaderas. Muchas gracias por venir, dijo Tim. Significa mucho para la ciudad que ustedes vengan y gasten su dinero aquí. Muchas gracias, dijo de nuevo, y se tocó el corazón. Ya van a ver que Nueva Orleans no se parece nada al resto de Estados Unidos, apuntó antes de darle un trago a su cerveza. Me parecieron algo forzados el gesto cardiaco y el cliché, pero no dije nada y levanté al aire mi propia botella. Mi abuelo, siguió Tim, era un gerente importante de General Motors. Vaya, dijo uno de nosotros. Mi mamá nació en Perú, por su trabajo, y vivió también con él en México, en la Ciudad de México. Qué curioso, dijo otro de nosotros. Siempre me dijeron que era peligroso, ellos iban con guardaespaldas a todos lados. Creo que ahora es un poco menos peligroso, apuntó uno de los tres chilangos en nuestro grupo. De hecho, siguió, en mi colonia ahora veo muchos españoles, holandeses y paquistaníes. ¿Paquistaníes?, pregunté en español, pero no obtuve respuesta. En todo caso, dijo Tim, gracias por venir a gastar su dinero aquí. Por supuesto, le dijimos, y de nuevo elevamos las cervezas.
Pronto se nos acercó el otro bebedor del lugar, al que llamaremos Garrett. Se presentó también como un ciudadano orgulloso de Nueva Orleans, y al descubrirnos mexicanos, nos empezó a hablar de su tesis de maestría, sobre Clinton, Salinas y el TLCAN. De pronto la cantinera —llamémosle Emma— le preguntó si acaso no era la conocida voz de WWNO, la radio pública de la ciudad. Garrett, sorprendido y visiblemente halagado por la repentina fama, dijo que sí, que siempre era bello encontrarse con una admiradora. Bueno, respondió Emma, no soy una admiradora, simplemente a veces lo escucho en el coche. Lo entiendo, dijo Garrett. Emma le preguntó entonces si se tomaría otro bourbon, cortesía de la casa, y Garrett dijo que tenía que pensárselo, porque ayer había sido su primer aniversario y las cosas se habían puesto un poco locas con la novia. ¿Qué hicieron?, le preguntamos. Oh, bueno, dijo mirando al suelo, fuimos a un restaurante, nada del otro mundo. Garrett había empezado bien y después había ido perdiendo aire, como uno de esos castillos horrendos de las fiestas infantiles. Aceptó el trago. Mi abuelo era un gerente importante de General Motors, interrumpió Tim, que bebía una cerveza tras otra como si tuviera miedo de que se evaporaran. Por la entrada aparecieron dos hombres. El primero era alto y negro, y después de un gesto mínimo con la cabeza, dirigido a Emma, caminó directo hacia una esquina del bar donde había una máquina tragamonedas. El segundo era bajo y blanco; tenía una cola de caballo y los brazos tatuados. Caminó hacia la barra y pasó a la cocina, detrás de Emma, desde donde nos ofreció probar una mayonesa casera. Mi mamá nació en Perú, que es como México, dijo Tim. Sí, nos dijiste, contestamos. En fin, gracias por venir a gastar su dinero aquí, lo aprecio mucho, insistió. De la esquina del bar llegaba el ruido de la máquina, monedas invisibles que caían y chocaban unas contra otras. Afuera había oscurecido. El tiempo rodaba y el hombre de la máquina no se movía. Nadie más entraba al bar. El baño era pequeño y no tenía puerta. La madera vieja del suelo y las paredes de Le Bon Temps era —lo descubriría después— verdaderamente vieja: a finales del siglo XIX las barcazas que llegaban a Nueva Orleans no podían navegar a contracorriente del Mississippi, y entonces se desmantelaban y vendían por partes. Alguien compró la madera de uno de esos botes y construyó, en esta esquina, una tienda de telas, que a veces la hacía de taberna. Alguien, 130 años después, pagó una ronda de bourbon. El hombre de los tatuajes salió de la cocina y nos dijo que también era bajista. Nos enseñó fotos en su teléfono y lo vimos con un enorme instrumento negro entre las manos, maquillado como si fuera un arlequín funesto o un miembro de KISS que la banda había descartado hace tiempo. Mi madre iba con guardaespaldas a todos lados, me dijo Tim. ¿En serio?, le pregunté, preocupado por mi propia demencia. Garrett jugaba billar solo. A veces hacía una pausa y nos decía, chicos, ya es muy tarde, me espera la novia, y después de darle otro trago a la botella, seguía jugando. ¿Sabes quién fue Lee Harvey Oswald?, me preguntó de pronto Tim, los ojos fijos en algún punto más allá de mi rostro. Sí, le dije. Una parte muy importante de la historia de Estados Unidos, me dijo. Muy importante. Asentí en silencio. Vi el descapotable en Dallas, la sangre mezclada con el abrigo rosa. Estás sentado en su lugar, me dijo. Y con el índice apuntó a una placa metálica, atornillada a la barra, que había estado frente a mí durante horas. Las palabras apenas se distinguían: era claro que más de uno había intentado arrancar la placa por arriba, raspar ese rectángulo plateado hasta volverlo ilegible. Era clara también la voluntad de esos tornillos gigantescos. Leí: ARVEY WALD AT HERE. Y mientras Tim me decía que Oswald también había nacido en Nueva Orleans, que solía vivir aquí mismo, a unas cuadras de Le Bon Temps, y que esta ciudad no era como el resto de Estados Unidos, sentí que había cruzado, sin darme cuenta, una puerta hacia una habitación oscura. Sentí también vergüenza ante su orgullo, como si me enseñara una colección de revistas pornográficas especialmente vulgares. Palpé el morbo y también el desafío; más tarde leería que, en 2019, el bar había organizado un pastel para celebrar los ochenta años de su parroquiano ausente. Quien partió las rebanadas fue una mujer de 76 llamada Judyth Vary Baker, novia de Oswald en el verano del 63. Se cantaron las mañanitas, se insistió en la responsabilidad inconfesa de la CIA, y se habló sobre un acelerador de partículas secreto que, de conocerse, explicaría por fin la ejecución del presidente. Había, según leí en la crónica, cerca de ochenta personas reunidas. Fiestas raras hay en todos lados: en España, el coronel Tejero suele comerse una paella cada 23 de febrero para conmemorar su golpe fallido. Pero es sano preguntarse de vez en cuando con qué clase de organismos compartimos el planeta. Supe entonces que la placa sobre la barra era, más que un dato curioso, un homenaje. El hombre de la esquina se levantó de la máquina tragamonedas. El arlequín se llevó fuera del bar a uno de nosotros. Garret había desaparecido. Emma hablaba con alguien más pero me miraba fijamente, riéndose, y yo sentí que, si aquello fuese una película de los años setenta, ese sería el momento en que nos habrían secuestrado. Terminaríamos en una especie de sótano o refugio contra huracanes, rodeados de latas de atún, pilas AAA y memorabilia de magnicidas. Tim nos agradecería hasta la náusea haber visitado la ciudad y nos obligaría a ver en bucle el filme Zapruder, atados a una silla, mientras los sesos pálidos de Kennedy terminaban una y otra vez sobre la banqueta. La única violencia fue el cobro: setenta dólares de esa ronda de bourbon que me endilgaron. Nunca sabes quién podría estar sentado junto a ti, dice la página de internet de Le Bon Temps. Es promesa, podría ser amenaza. Antes de irme le pregunté a Tim si sabía que el último lugar donde había estado Oswald, antes de viajar a Texas y asesinar al presidente, era la Ciudad de México. Me dijo que no lo sabía, pero que su abuelo había vivido ahí, a mediados del siglo pasado.
Imagen de portada: Currier & Ives, La ciudad de Nueva Orleans, el río Mississippi y el lago Pontchartrain a la distancia, ca. 1885. Library of Congress