Charlie [Hebdo] fue importante hasta el escándalo de las caricaturas de Mahoma, en 2006. Aquel fue un momento crucial: la mayor parte de los periódicos, e incluso algunas figuras destacadas del dibujo, dejaron de solidarizarse con un semanario satírico que publicaba esas caricaturas en nombre de la libertad de expresión. Unos, en virtud de una preocupación manifiesta por el buen gusto; otros, porque no había que sacar de quicio al Billancourt musulmán. Era como estar unas veces en un salón de té y otras en una réplica de una celda estalinista. Esta falta de solidaridad no era solamente una vergüenza profesional, moral. Al aislarlo, al señalarlo, también contribuyó a hacer de Charlie el blanco de los islamistas. La crisis que acarreó alejó del periódico a buena parte de sus lectores de extrema izquierda, pero también a los jerarcas culturales y a quienes marcaban las pautas que, durante varios años, lo habían convertido en un periódico de moda. Luego su declive fue acompañado de una serie de cambios de local, a cuál más feo y a trasmano, cuya única función no parecía otra que hacernos echar de menos la antigua sede de la rue de Turbigo, en el corazón de París, y su gran sala con ventanales. El más siniestro fue aquél, situado en un bulevar exterior, que se incendió en noviembre de 2011 como resultado del lanzamiento nocturno de un coctel molotov. Una mañana fría y gris nos encontramos delante de lo que quedaba, después de que el agua de los bomberos terminara de destruir lo que el fuego había empezado. Los archivos se habían convertido en una pasta negra. Algunos lloraban. Estábamos abrumados por una violencia que no acabábamos de comprender y que la sociedad en su conjunto, exceptuando la extrema derecha, que lo hacía por motivos y con intenciones que no podían ser las nuestras, se negaba a ver. No se sabía quiénes eran los autores, pero teníamos pocas dudas acerca de sus motivaciones. Sobre las 10:30 del 7 de enero de 2015 no había mucha gente en Francia que fuera Charlie. Los tiempos habían cambiado y no podíamos hacer nada. El periódico sólo tenía importancia para cuatro fieles, para los islamistas y para las distintas clases de enemigos más o menos civilizados, que iban de los chavales de extrarradio que no leían a los amigos perpetuos de los parias de la tierra, que gustaban de calificarla de racista. Habíamos notado el auge de esta rabia estrecha de miras, que transformaba el combate social en espíritu de beatería. El odio era una borrachera; las amenazas de muerte, habituales; los correos groseros, multitud. A veces daba con algún quiosquero, generalmente árabe, que afirmaba no haber recibido el periódico con un aire desagradable que parecía reivindicar la mentira. El ambiente fue cambiando de un modo imperceptible.
[…] Cuando no se la espera, ¿cuánto tiempo hace falta para sentir que la muerte llega? No es sólo la imaginación que se ve superada por el acontecimiento; son las sensaciones mismas. Oí otros ruidos bajos y secos, nada que ver con las atronadoras detonaciones del cine, no, sino unos petardos sordos y sin eco, y por un instante creí… Pero ¿qué creí exactamente? Si escribo una frase como: “por un instante creí que teníamos una visita imprevista, incluso absolutamente indeseable”, enseguida me daría por corregirla de acuerdo con una gramática que no existe. Uniría todas estas proposiciones y, al mismo tiempo, las alejaría lo bastante como para que no aparecieran en la misma frase, ni en la misma página, ni en el mismo libro, ni en el mismo mundo. Seguramente me había sumido ya, como los demás, en un universo en el que todo sucede de una forma tan violenta que está como atenuado, al ralentí, pues a la conciencia no le queda ya otro modo de percibir el instante que la destruye. También pensé, no sé por qué, que quizás eran unos chavales, aunque pensé no es la palabra, no fue más que una sucesión de visiones breves que se desvanecieron enseguida. Oí que una mujer gritaba: “¡Pero qué…?”, luego otra voz femenina que gritó: “¡Ah!”, y aún otra voz que soltó un grito de rabia, más estridente, más agresivo, una especie de “Aaaaaah”, pero ésta puedo reconocerla, era la voz de Elsa Cayat. Para mí, su grito significaba simplemente: “¡Pero qué diablos quieren estos idioooootas?” La segunda sílaba se propagó de una habitación a la otra. Había en ella tanta rabia como pavor, pero contenía además muchísima libertad. Tal vez sea el único momento de mi vida en el que esta palabra, libertad, fue más que una palabra: una sensación. Todavía creía que lo que estaba pasando era una inocentada, aunque al mismo tiempo intuía ya que no lo era, pero sin saber qué era exactamente. Como una hoja de papel de calcar mal colocada sobre el dibujo que se ha copiado, las líneas de la vida ordinaria, de lo que en una vida ordinaria trazaría una inocentada o, puesto que era el lugar, una caricatura, esas líneas no se correspondían con aquéllas, desconocidas, que acababan de reemplazarlas. De repente éramos pequeños personajes atrapados en el interior del dibujo. Pero ¿quién dibujaba? La irrupción de la violencia al desnudo aísla del mundo y de los demás a quien la sufre. En todo caso, a mí me aisló. En ese mismo instante, Sigolène cruzó una mirada con Charb y supo que él sabía de qué iba. No es de extrañar: Charb no se hacía muchas ilusiones sobre lo que los hombres son capaces de hacer, carecía de todo carácter patético, de toda noción de pomposidad, y era por eso por lo que, encaramado como un hurón al bigote de Stalin, resultaba a menudo tan divertido. Seguramente no necesitó los segundos de vida que le quedaban para comprender de qué historieta salían aquellas dos cabezas huecas y con pasamontañas que traían el fanatismo y la muerte, para contemplarlas como lo que eran antes de que lo desfiguraran. Yo ya no veía nada ni a nadie, salvo, delante de mí, de espaldas a la entrada, en la otra punta de la pequeña sala, al silencioso Franck, el guardaespaldas de Charb. Estaba allí destinado y parecía que por costumbre. Las amenazas sólo destruyen la percepción ordinaria de la vida cuando se han traducido en actos. Del mismo modo, los guardaespaldas no parecen servir de nada, salvo para ejercer de acompañantes fantasmales y benévolos, hasta el día en que uno hubiera preferido ver que sirven de algo, incluso para todo. Vi levantarse a Franck, volver primero la cabeza y luego el cuerpo hacia la puerta de la derecha, y fue entonces, al observar sus gestos, al verlo de perfil desenfundar el arma y mirar hacia esa puerta que daba a no sé qué, cuando comprendí que no se trataba de ninguna inocentada, ni de chavales, ni siquiera de una agresión, sino de algo completamente distinto.
Todavía era incapaz de determinar la naturaleza de ese algo, pero sentía cómo iba adueñándose de la sala, anunciado por los ruidos y los gritos, y ralentizando absolutamente todo en mí y a mi alrededor, creando el vacío y la suspensión. Alguien había entrado y sembraba ese algo, pero yo no sabía ni quién ni cuántos eran (ni lo sabría hasta pasados varios días). Observé a Franck desenfundar con una mezcla de esperanza y pánico, pero esa esperanza y ese pánico estaban adormilados, brumosos: a partir del momento en que el cuerpo de Franck se convierte en la última imagen viva que ocupa el campo de visión, toda sensación se funde con la sensación inversa, como siameses a los que la separación mataría, como dos niños que se hacen contrapeso en un balancín. No sabía qué era eso que nos rodeaba, pero sentía que Franck era el único que podía protegernos de ello. Lo sentía, pero al mismo tiempo sentí también que no lo conseguiría y pensé: “Tienes que desenfundar más deprisa. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!”, sin saber exactamente por qué tenía que desenfundar. Jamás le había dirigido la palabra, y sin dirigirle la palabra, en lo que podría parecer un sueño, lo tuteaba. Y mientras empezaba a encorvar los hombros y a volverme hacia la derecha y la pared del fondo y sus ventanas inexistentes como para escaparme o no ver ya nada, lo veía una y otra vez actuar cada vez más lentamente, volver el torso y llevarse la mano a la pistola y mirar hacia la puerta por la que entraban los ruidos. “¡Más deprisa! ¡Más deprisa!”, pero era yo que ralentizaba. Algo volvía a pasar la escena frenándola cada vez más, la repetía y la alargaba como si hubiera ocurrido de mentira o mereciera, como este texto, ser revisada perpetuamente. El movimiento de Franck me acompañaba interminable en la caída, de tal modo que la retardaba para evitar que llegara la continuación. Pero la continuación ya estaba allí. Oía cada vez mejor el ruido seco de las balas, una a una, y después de haberme acurrucado, sin ver ya nada ni a nadie, arrinconado como en el fondo de un arcón, me arrodillé y me tumbé luego poco a poco, casi con cuidado, como si fuera un ensayo, pensando que no debía además —¿además de qué?— hacerme daño al caer. Seguramente fue en ese movimiento gradual hacia el suelo cuando recibí, al menos tres veces, el impacto de unas balas perdidas o disparadas directamente a corta distancia. Me creí ileso. No, ileso no. La idea de herida aún no se había abierto paso hasta mí. Estaba en el suelo, boca abajo, los ojos todavía abiertos, cuando oí el ruido de las balas salir por completo de la inocentada, de la infancia, del dibujo, y acercarse al arcón o al sueño en el que me encontraba. No hubo ráfagas. El que se movía hacia el fondo de la sala y hacia mí disparaba una bala y decía: “¡Allahu Akbar!”, disparaba otra bala y repetía: “¡Allahu Akbar!” Con estas palabras, la impresión de estar viviendo una inocentada volvió una última vez para sobreponerse a la de vivir ese algo que me había hecho ver y rever a Franck desenfundar el arma apenas unos segundos antes, apenas unos segundos pero ya muchos más, porque el tiempo se hacía trizas a cada paso, a cada bala, a cada “¡Allahu Akbar!”, y el segundo siguiente ahuyentaba al anterior y lo mandaba a un pasado remoto e incluso mucho más allá, a un mundo que había dejado de existir. Ese algo me había puesto en el suelo, pero la inocentada proseguía con ese grito pronunciado con una voz casi dulce que se acercaba, “¡Allahu Akbar!” —este grito, eco demente de una plegaria ritual, se ha convertido en la réplica de una película de Tarantino—. Habría sido fácil, en ese momento, comprender qué fascinación inspira la abyección; oler cómo se sienten más fuertes quienes la justifican, y más libres quienes tratan de explicarla. Pero era más fácil, en ese momento, sentir hasta qué punto esta abyección superaba estos discursos y estos razonamientos. Eran propios de la miseria y del orgullo cotidiano, del tiempo común y de la lógica, por muy flamante y degradada que esté; la abyección, no. Era un genio salido de una lámpara negra, y da igual qué mano la hubiera frotado. La abyección vivía sin límites y de no tener límites.
Fragmento de Philippe Lançon, El colgajo, Juan de Sola (tr.), Anagrama, Barcelona, 2019, pp. 56, 57, 65-68. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Loïc Sécheresse, 7 de enero de 2015