La memoria puede estar en cualquier parte y hay recuerdos que se quedan en la punta de la lengua en los huecos de los dientes rotos o disueltos en la saliva. Bibiana Candia
Cuando tenía dos años, me caí en un Bodega Aurrerá mientras corría con un biberón de vidrio por el pasillo de los cereales. Toda la boca me sangraba y mis padres, después de robar una camiseta de la tienda para detener la hemorragia, tuvieron que llevarme en brazos al hospital más cercano, de donde salí con la cicatriz que hasta ahora llevo en el labio.
Una parte de la historia de mi cuerpo quedó marcada en el supermercado. Entonces no lo sabía, pero en ese accidente —el primero de mi vida— ya se estaba forjando mi fascinación por esos espacios.
Los supermercados nos resultan tan familiares que no solemos considerarlos dignos de estudio o reflexión. Están relacionados con la subsistencia, con el mantenimiento de la vida, y hasta hace poco las mujeres habían sido las usuarias principales. En general, se ha pensado que alimentar y cuidar a otros son tareas femeninas, casi siempre invisibilizadas. Como asociamos los supermercados al ámbito doméstico, obviamos su existencia sin sospechar que forman parte de nuestras memorias infantiles y adultas, y que en ellos se escenifican encuentros, disturbios, deseos y emociones. Sus transformaciones a lo largo de los años revelan el estado del sistema alimentario y las decisiones que tomamos en sus pasillos tienen efectos en varios aspectos de nuestra vida.
Por las cosas que llevan en sus carritos podemos intuir la forma de vida de los demás. Cuando ponemos los productos en la banda de la caja, exponemos nuestras costumbres alimenticias, nuestros intereses más íntimos, nuestra economía y estructura familiar: ¿tenemos perro, gato, bebés, pareja?
El antropólogo Marc Augé dice que los supermercados son “no lugares”, al igual que los aeropuertos o los hoteles, caracterizados por alojar encuentros efímeros y circunstanciales. En los no lugares ocurren transacciones poco significativas que olvidamos muy pronto, dice Augé, pero no me convence. Creo, más bien, que el supermercado está inmerso en la historia, la economía y la cultura como lo están un restaurante o un avión. En todo lugar donde esté presente la comida hay relaciones sociales y se construyen memorias.
Comprar en un supermercado es una actividad performática. Entramos en él con una serie de comportamientos corporales, una rutina aprendida, un entendimiento del espacio que ahora damos por hecho, pero que en su momento supuso una revolución. Cuando aparecieron las primeras tiendas de autoservicio, poder tomar los productos con libertad y sin ayuda era algo extraño, pues antes se hacía una lista de compra que se entregaba en un mostrador, en el que el encargado colocaba los productos que iba seleccionando.
Annie Ernaux, una de mis escritoras favoritas, narra una visita que hizo en la década de 1990 a un supermercado en Eslovaquia, el primero abierto después de la caída del régimen comunista. En ese entonces, los clientes estaban en pleno aprendizaje del autoservicio y sus reglas, deambulaban desconcertados por los pasillos llevando una canasta que les habían impuesto en la entrada. Caminaban con precaución, se detenían mucho tiempo frente a los productos sin tocarlos, eran “cuerpos aventurados en terreno desconocido”. En México sucedió algo parecido y poco a poco salir a “hacer el súper” se convirtió en una oportunidad de convivencia y paseo familiar, en un plan de fin de semana.
En la sección de frutas, la gente toma con discreción una uva o dos. Hay un pacto colectivo implícito en esa práctica: es un robo aceptado. Sería diferente si lleváramos un cuchillo para partir un melón y comer un pedazo ahí mismo, aunque bien podríamos hacerlo. Cada vez que visitamos un supermercado miles de alimentos nos rodean en silencio y no nos atrevemos a comerlos sin haber pagado por ellos, incluso cuando estamos hambrientos. Hemos interiorizado la norma y no nos rebelamos.
A mi papá le encantaba ir al súper, pero era inevitable que le diera hambre mientras comprábamos. Procedía de la siguiente manera: tomaba una charola de carne cruda molida, le quitaba el plástico que la cubría y la disponía en nuestro carrito, en la parte donde suelen sentar a los niños. Después nos dirigíamos a la sección de especias y tomaba un bote de pimienta, lo abría y sazonaba la carne. Recorríamos así los pasillos, en calma, mientras comíamos bolitas de carne con los dedos. Cuando llegábamos a la caja, pagábamos la charola de unicel ya vacía y el bote de pimienta abierto. Esta pequeña transgresión compartida me emocionaba y se convirtió en uno de mis mejores recuerdos con él. Ya no como carne desde hace años —mucho menos cruda—, pero aún conservo la costumbre de abrir alguna cosa para aplacar el hambre mientras hago las compras.
Mientras a la mitad del mundo le preocupa si comerá o no, la otra mitad se inquieta sobre qué comer. Liberado de la preocupación ancestral de la escasez, el norte global tiene suministros abundantes de comida que paradójicamente se convierten en una fuente de estrés y ansiedad, en un campo minado en el que al parecer se ha perdido el sentido de control sobre lo que se come.
Una señora mayor habla sola frente al refrigerador de los quesos. Conversa en voz alta con la mercancía. No alcanzo a escuchar qué dice y cuando intento acercarme, elige de súbito un paquete de mozzarella y se aleja.
La comida es conversación, pero cada vez entendemos menos la lengua en la que nos hablan nuestros alimentos. Es confusa y críptica. Una mayonesa casera, por ejemplo, tiene tres ingredientes básicos —yema de huevo, aceite y limón—, pero si tomamos un frasco en el súper, de cualquier marca, vemos que contiene alrededor de doce ingredientes, entre ellos, para alargar la vida del producto, el ácido etilendiaminotetraacético disódico compuesto por etilendiamina, cianuro de sodio y formaldehído. Nadie sabe descifrar ese enigma, así que la mayonesa se compra como un acto de fe.
Dentro del supermercado, nuestra atención es capturada por la pila de bienes de todo tipo. El deseo se nos escapa y se centra en todo, en cualquier cosa. Tal vez por eso el súper es uno de los lugares donde más niños se pierden. Parece que en cuanto los clientes cruzan sus puertas, abandonan el cuidado de sus hijos, que aprovechan la oportunidad para internarse en el frenético laberinto de productos y son encontrados después en el departamento de salchichonería, la sección de juguetes o embelesados frente a una pantalla de plasma.
Para evitar el agobio provocado por el exceso de mercancías, tendemos a evitar el contacto directo con nuestros alimentos: sabemos lo menos posible de su origen e ignoramos su modo de producción. Nos distanciamos también al convertir la comida en un producto digital, seleccionado desde nuestros teléfonos inteligentes y consumido con rapidez para cumplir una obligación que nos quita tiempo productivo.
Proliferan los “supermercados fantasma”, que no están abiertos al público y funcionan como almacenes que prometen llevar el pedido a domicilio en minutos. Tecnología avanzada que más bien es precariedad laboral. Los recolectores corren frenéticos por los pasillos para agrupar los productos a gran velocidad. El súper de toda una familia en la espalda de un único repartidor.
Una de las intenciones del supermercado es crear la ilusión de pureza y asepsia en todos los productos: neutralizar los olores para dar una sensación de pulcritud, colocar las frutas y verduras en la entrada para comunicar la frescura del espacio y los alimentos, acomodar las carnes, sin rastros de sangre, en paquetes sanitizados, promover la compra de ensaladas previamente desinfectadas y embolsadas.
Fuera de nuestra vista, sin embargo, tiene lugar un proceso industrial bastante oscuro, pero cubierto por capas de plástico. Las desigualdades y abusos a lo largo de las cadenas globales de suministro de alimentos se disimulan bajo el barniz de civismo y orden que impera en un súper.
No sé cómo medir el tiempo dentro del supermercado. No puedo ver el sol y siempre se percibe el mismo clima. El súper es el lugar en el que las estaciones no existen. Podemos confirmarlo porque hay mangos en invierno y guayabas en verano.
¿Se pueden tomar fotos en un supermercado? Nunca he visto a nadie que lo haga. Tal vez los lugares donde se prohíbe tomar fotos ocultan algo, tal vez las fotografías podrían desenmascarar el espectáculo de ilusionismo que se despliega ahí dentro. Porque un tipo de magia se produce al presentar los empaques en las estanterías: la comida pasa a ser otra cosa, se recubre de un halo misterioso que provoca las ganas de comprar algo cuyo contenido desconocemos, por el simple hecho de que su presentación o los colores de su etiqueta nos atraen.
Si el supermercado busca ocultar, opacar, cubrir, entonces sus imágenes y representaciones lo expondrían al riesgo de volverse más visible, más transparente. En un arranque de entusiasmo, empiezo a tomar fotos con mi celular sin tener objetivos claros. Disparo de manera aleatoria hacia los pasillos, mi carrito, las estanterías… No han pasado ni cinco minutos y se acerca un guardia de seguridad para pedirme que deje de hacerlo, son políticas de la empresa y hay cámaras de vigilancia. El súper puede tener imágenes mías, pero yo no puedo guardar las suyas.
La sección de tés aumentó de tamaño. Ahora hay varias marcas nuevas y las personas se sumen en una meditación profunda frente a ellas, acarician los empaques con devoción. Me intereso por una caja color amarillo que promete una smooth digestion. Leo que se trata de un té de Sri Lanka empacado en Estados Unidos: 20 mil kilómetros acumulados en esta cajita. Hace un tiempo, cuando escribía un texto sobre el trabajo en la industria de los alimentos, entrevisté a una mujer que tenía el puesto de degustadora en un gran supermercado. Me confesó que siempre terminaba odiando todos los productos que promocionaba: el jamón de pavo, el jugo sin azúcar, la salsa macha. En ese momento, su obligación consistía en freír unos taquitos dorados —que se venden congelados— y ofrecerlos a la clientela. Después de un mes de desempeñar la misma tarea, el olor del aceite se había vuelto insoportable y había dejado de preparar tacos dorados para sus hijos, aunque se los pidieran. Recordé lo que cuenta Munir Hachemi en Cosas vivas (2018), su primera novela. El protagonista trabaja inyectando pollos hacinados en jaulas diminutas para consumo humano. Todos los días, con perversidad, la empresa le ofrece para comer una caja de cartón llena de muslos de pollo empanizados. Para aguantar los olores y visiones durante sus jornadas laborales, aprende a ausentarse mientras su cuerpo trabaja. Cuando por fin renuncia, decide abandonar el consumo de carne “no como una decisión, sino como una consecuencia del trabajo”. Diamela Eltit, en su libro Mano de obra (2002), narra las experiencias de varios trabajadores de un supermercado, convertidos en cuerpos exhaustos, que deben conservar la calma cuando clientes enfebrecidos quieren saldar la rabia que les provoca la incertidumbre frente a las mercancías:
Soy un experto en pasillos, en luces, en mantener la frialdad programada de los productos alimenticios [dice un trabajador], formo parte del súper —como un material humano accesible— y los clientes lo saben. Me ordenan que busque en las bodegas un producto inexistente y se dirigen a mí con un rencor incomprensible y curioso.
Hay supermercados sin jefes donde los consumidores son dueños y trabajadores del lugar. Se organizan en un modelo de cooperativa en el que los clientes/copropietarios tienen acceso a alimentos frescos, de calidad y proximidad, comprados a los productores a precios justos.
Estos supermercados cooperativos son una forma de activismo alimentario que apuesta por la organización comunitaria y la educación política para transformar el sistema actual de producción, distribución y consumo.
Uno de los primeros en funcionar fue Food Coop, que abrió en 1973 en Brooklyn, y ahora reúne 16 mil cooperativistas. Gracias a que hay pocos intermediarios y a que los socios hacen trabajo voluntario durante tres horas al mes —a veces en el almacén, las cajas, haciendo limpieza, etcétera—, los alimentos son un 30 por ciento más baratos que en otros supermercados. Además, tienen una guardería dentro del súper, ofrecen cursos de cocina y editan su propio periódico.
Cuando visité La Osa, el primer supermercado cooperativo en Madrid, llamaron mi atención los letreros en las estanterías con información sobre el origen de los productos. También había carteles que enseñaban cómo leer las etiquetas y se incentivaba a evitar el desperdicio con etiquetas que decían: “Caduco pronto, ¡llévame!”, a diferencia de un supermercado tradicional en el que los clientes seleccionan el producto al que le queda más vida útil. Tuve la sensación de que La Osa, además de un súper, era un espacio pedagógico, de sociabilidad y convivencia, en el que los cooperativistas se conocen y conforman una comunidad de aprendizaje.
“¿Encontró todo lo que buscaba?”, me pregunta la cajera. Y pienso que esa es la aspiración del supermercado: tenerlo todo, cubrir cada deseo humano, ser un espacio total de consumo. Antes, la gente tenía que hacer sus compras en locales distintos: la carnicería, la panadería, la frutería, la lechería, pero el surgimiento de las tiendas de autoservicio concentró todas las necesidades en un mismo lugar. Ahora estas superficies comerciales venden ropa, medicamentos, juguetes, autopartes, libros y hasta ataúdes —desde que Walmart incursionó en la industria funeraria de Estados Unidos—.
Le respondo que sí a la cajera, por costumbre —el súper es un conjunto de gestos repetidos— y porque no sería deseable profundizar en una pregunta tan compleja con la fila de clientes que esperan impacientes y hambrientos detrás de mí.
Imagen de portada: ©Studio Ghibli, fotograma de la película Kiki: Entregas a domicilio, 1989