Carta a Annie Le Brun
San Diego, California, 8 de agosto de 2024
Queridísima Annie
Como eco de su libro Du trop de réalité, hay cartas que preferiríamos no escribir. Nos abandonó justo antes de celebrar los 82 años, sumergida en un sueño del que no despertará. Usted, tan viva y tan briosa, tuvo que decidirse a entrar en el reino de las sombras y el silencio. Quiero decirle aquí lo que no osé decirle en vida, por pudor o por timidez, aunque usted conocía mi complicidad, mi afecto y mi admiración. Deseo destacar aquello por lo cual adquirió a mis ojos una importancia incomparable: por su vigor, su intransigencia y su profundidad. Muchas veces nos reímos juntos de los elogios fúnebres a contemporáneos muy conocidos tras su desaparición, pero cuyos legados no habían suscitado el menor reconocimiento en otro tiempo. Fue el caso de Aimé Césaire, tan celebrado después de su muerte e ignorado o despreciado en vida, y a quien usted le consagró dos ensayos fulgurantes. No deseo, entonces, reservarle aquí el mismo trato. Simplemente quiero subrayar lo que nos deja, lo que me conmueve de su obra, que me acompaña, y lo que me conmociona una y otra vez en su postura firme y sin concesiones. El enorme hueco que provoca su desaparición no puede llenarse con sus libros, pero la presencia de ellos ayuda a vivir y a pensar. Lo cual ya es mucho.
Los momentos compartidos y los amigos en común parecen no mirar más que a nosotros, pero creo que hay episodios significativos y llenos de sentido que tienen un gran valor para aprehender la coherencia de su trayectoria y su forma rigurosa de vivir. Conocía las trampas de la fama y no aceptaba invitaciones a menos que estuviera segura de su procedencia. Muy joven conoció a André Breton en París, quien la invitó a unirse al grupo surrealista. Ahí aprendió a desconfiar de los reconocimientos fáciles y estériles. Y allí conoció el amor con Radovan Ivsic, el magnífico escritor croata que la acompañó hasta su muerte. Formaban una pareja que hacía que las personas voltearan a verlos en la calle; irradiaban una pasión visible y fresca. Juntos decidieron vivir libremente, concentrados en sus escritos, sin concesión ni estrategia demagógica. Su existencia estuvo marcada por la certidumbre de que la literatura no tiene ningún valor si no está anclada en la existencia y que “los verdaderos libros siempre dan problemas”. La fuerza subversiva de la palabra está al servicio de la insurrección interior y constituye el rasgo común que une las obras que a usted la formaron. Pues, además de los libros que escribió, usted fue también una guía en la lectura. Los autores que más la ocuparon fueron Sade, Roussel, Jarry, Fourier, Césaire y Hugo. Pero también llamó nuestra atención hacia gente menos conocida, como Jean Meckert, Theodore Kaczynski (el Unabomber) o Jacques Rigaut. Con prefacios o artículos compartía sus descubrimientos, y seguir sus consejos de lectura siempre fue gozoso y una razón de satisfacción…
Fue un placer ver su evolución, en la que pasó de la escritura de textos poéticos a reflexiones literarias con una consecuencia evidente: la realización de ensayos sobre el estado de nuestro mundo, porque la escritura está en el centro de la vida y, por lo tanto, de nuestro entorno. “Todo encaja”, decía usted con una mirada alterada, y entonces podía explicar por qué un cambio en la visión de un pintor significaba la llegada de una nueva sensibilidad o cómo la formulación de una idea innovadora en Sade anunciaba un mundo diferente. Usted comenzó escribiendo poemas, unos textos vigorosos que acaban de ser reeditados, pero rápidamente sus reflexiones sobre escritores u obras singulares se salieron del marco estrictamente literario para interrogar de mejor manera los enigmas que nos rodean. La escritura le era necesaria; usted y ella eran una misma: se trataba de hacer avanzar el pensamiento, trabajar la mirada y, sobre todo, elaborar sus ideas de tal forma que hacía retroceder la tontería o la recuperación. Entre las deudas que tengo con usted hay una mayúscula: usted insistió en el hecho de que pensar no era una negociación. Cada uno puede ser tentado a hacer una síntesis de diferentes acercamientos a una obra o a una problemática, esperando así resolver los nudos propuestos como si se tratara de dar con un común denominador que sea la solución de un problema. Con su libro sobre Sade, mostró cómo rechazar los análisis que precedían al suyo y no quiso torcerlos para reconciliarlos ni intentar combinarlos entre sí. No hay que intentar conciliar las diferentes perspectivas de un problema pensando que esta operación va a acercarnos a una verdad. Por el contrario, es mejor observar las dificultades y los enigmas y buscar las más claras argumentaciones para proponer una explicación mientras se intenta “bloquear los múltiples fraudes culturales” y otros señuelos que estorban el paisaje. Para usted el pensamiento debía ser un sobresalto frente al agotador deterioro del mundo, a la domesticación de los impulsos saludables, a los ahogos que sentimos ante las derivas mortales que nos agobian, a esos deseos de neutralización que parecen constituir los mecanismos contemporáneos más perversos y que usted denunció muchas veces. Del mismo modo, usted expuso cómo los estudios y las conmemoraciones que concernían al surrealismo eran tentativas para “reducirlo a su dimensión estética”. Quitándole su impulso anticonformista, los supuestos especialistas pretendían atenuar su impacto y suprimir su parte más perturbadora. Una gran proporción de su trabajo consistió en rechazar esas tentativas de neutralización de las obras y de los pensamientos atípicos, y en ofrecernos textos que valoraran el poder de la originalidad y la fuerza de la singularidad.
Nuestro universo impone un trop de réalité y busca borrar lo que pertenece al orden de los sueños y de las sensibilidades; intenta con ello desarrollar frenos que nos impidan revelarnos contra el aterrador estado de las cosas. Así, usted propuso lecturas de arte contemporáneo y de sus relaciones perversas, ligadas a la financiarización del mercado y que derivan en el empobrecimiento de la reacción. También reflexionó en torno a los desbordamientos ligados con la omnipresencia de la imagen sin práctica crítica ni capacidad de apreciar el sentido, dando cuenta de un estado de servidumbre que agobia nuestras conciencias y, sobre todo, nuestras sensibilidades. Pero una característica impactante de su reflexión y de su personalidad era la de no dejarse hundir en un pesimismo de dandy barato o de eterno adolescente. La perspectiva que adoptó constituye un llamado a sobresaltarse y un rechazo a rendirse.
Nos invitó a no estar del lado de los vencedores y a desconfiar del “buenismo” que todo lo invade; también nos instó a actuar con convicción contra aquellos que lo hacen calculadamente. El elogio de la deserción que nos regaló es lo inverso del abandono o del nihilismo; construyó así un territorio suyo, lejos de los fastidiosos, ahí donde se cruzó con aquellos que están marcados por “la elegancia soberana de no pretender nada”. Desde entonces, buscó apasionadamente forjar herramientas para observar, denunciar y estimular el pensamiento contra “este presente sin presencia que se ensaña en hacernos confundirlo con la vida”. Confirió una gran importancia a los encuentros y a los nuevos amigos que amaba compartir y presentar. Como lo dijo Radovan: “tenemos cómplices por todos lados”. Gracias a estas cercanías, usted seguía intentando “terminar con las jaurías aulladoras de las que nuestra época se mostró tan fértil”. Desde su periodo con el grupo surrealista hasta el fin de sus días, sintió una profunda aversión por las ideologías que fundan clanes opresivos y los mecanismos que reducen el rol y el aura del individuo. Más que ninguna otra cosa, el sometimiento de las personas por causas pseudosuperiores le horrorizaba.
Este momento doloroso por el que estoy pasando no debe hacernos olvidar algunos desacuerdos, siempre menores pero reales. Usted tenía rencor contra la french theory y, sin negar la fuerza de ciertos aportes, le parecía que los elogios dirigidos a Foucault o a Deleuze, por ejemplo, eran excesivos, y que la unanimidad en ellos podía conducir a la cretinización. No le enojaban tanto las obras como las absortas recepciones que las acompañaban; la falta de preguntas. También tenía una visión muy radical sobre la poesía contemporánea francesa, a la que desdeñaba con ironía. Yo me arriesgué a defender obras que me fascinan y a invitarla a leerlas. Algunas veces accedió e, incluso, reconoció el valor de algunos textos, como fue el caso de Antoine Emaz. También tengo el recuerdo de haberle prestado un libro de Bernard Noël basado en la idea de que existe una censura por exceso. Me devolvió el libro con elegancia, después de la lectura, y convino que esos textos estaban cerca de sus ideas sobre el tema. En otras palabras, podía cambiar de opinión si se argumentaba seriamente. Con todo, jamás tuvimos fricciones o conflictos durante los más de veinticinco años de intercambios, y esa constatación la hacía sonreír…
Me quedan imágenes vivas de su presencia, algunas asombrosas. El centenario de Bataille celebrado en el Palacio de Bellas Artes de México, en 1997, en el que la rodeaban Salvador Elizondo y Alberto Ruy Sánchez; nuestro primer encuentro en París, con Radovan, en ese departamento que se le asemejaba tanto, lleno de libros y de cuadros, y nuestras desveladas hasta muy tarde en la noche; nuestra caminata al amanecer en Xilitla, donde se expresaba entusiasmada ante un tipo de belleza que la seducía tanto; nuestra presencia en la feria del libro en Guatemala con Patrick Deville y la final del Mundial cuando Francia le ganó a su querida Croacia, entre risas y emociones en el restaurante de un hotel de la capital; su conferencia sobre “El mal” en la Casa Refugio Citlaltépetl, ante los ojos de Juan Gelman, conquistado por sus reveladoras palabras y su magnética presencia; su impulso apasionado, desenfrenado como le gustaba decir, haciéndome visitar la exposición de Sade en el Museo de Orsay. Podría continuar largamente, pero me gustaría, sobre todo, conservar su mirada maravillada frente a los múltiples vestidos de novia en las vitrinas de las boutiques especializadas en el centro histórico de la Ciudad de México, o aquella que la iluminaba cuando fuimos a las luchas en la Arena México un domingo por la tarde, con Olivier Mongin, o su fascinación ante el desierto en Saltillo. Yo sé lo mucho que estos viajes a México le provocaron un gran entusiasmo y estoy feliz de haber compartido esos momentos con usted. La vuelvo a ver, tras visitar una tienda de juguetes en un mercado, llena de peluches y de piñatas, y susurrar, luego de un largo momento en silencio, con una sonrisa infantil: “¡Ah, con que los artistas conceptuales pueden colgarse…!”. Conservó esta capacidad de maravillarse y eso le ayudaba a no caer en la desesperanza. Para usted las ideas no tenían consistencia si no se apoyaban en algo real o vivido. Repetía la cita de Sade: “Declamamos contra las pasiones, sin pensar que en su antorcha la filosofía enciende la suya”.
Utilizo a mi vez esta imagen, y creo que su vida consistió en encender antorchas y compartir el resplandor y la luz. Gracias a su amistad y a su complicidad, tuve el privilegio de beneficiarme de ello. La lectura de sus libros y de sus textos ha permitido que me interrogue mejor frente a las turbaciones que provocan los imaginarios más desordenados y las sofocaciones más asfixiantes de nuestro tiempo. Insisto en creer que su confianza en la vida, su risa ante las infamias y sus sobresaltos contra las imposiciones de los proyectos más sombríos me permiten no desesperar. Espero ser digno de esta herencia. Sé que una noche, abrumado por las ignominias de nuestra época o simplemente herido por el carácter abyecto de nuestro tiempo, retomaré la lectura de alguno de sus libros y ahí encontraré razones para no caer en la desesperación. Escucharé el eco de sus palabras que invitan a no resignarse, a pesar de todo.
Me doy cuenta, poco a poco, que ya no podré compartir más estos valiosos momentos con usted y que mis visitas rituales han terminado. Esto me entristece profundamente. Pero miro el estante donde están acomodados sus libros y sé que en el centro de todos esos textos se esconden las palabras que dan forma a los abismos que me atormentan, pero también inspiran respuestas que me reconfortan un poco. No son unos libros más. Son el centro del estímulo y del impulso que me llevan a no resignarme y a continuar una búsqueda que se inscribe en resonancia con la de usted, como una forma de aprender a vivir continuamente. En ese sentido, me da gusto pensar que somos varios los que nos montamos en la cresta de las olas de sus ideas y así sacamos provecho de su ánimo y su clarividencia. Y eso nos repite que nuestros esfuerzos y los suyos no son en vano.
Le estoy agradecido por todo eso, por ese pasado común tan rico, esa exactitud en su visión que supo compartir, y por esos momentos de relectura que vendrán después, cuyo carácter ineluctable y reconfortante ya he conocido. Le aseguro una vez más mi fiel admiración y mi más sincero cariño.
Imagen de portada: Auguste Rodin, figura de una mujer: “La esfinge”, diseño de principios de 1880 y talla de 1909. National Gallery of Art, dominio público.