A dos años de que el SARS-COV2 puso al mundo de cabeza, después de casi seis millones de muertos y muchos millones más de contagios, la editorial Era publica El cuarto jinete —título que refiere a la muerte, el cuarto jinete del Apocalipsis—, una obra de Verónica Murguía que sucede siglos atrás, en 1350, en plena pandemia de la peste negra. Desde las miradas y las voces de un conjunto de personajes, la novela cuenta la historia del entrañable Guy de Comminges, aprendiz de médico con Abu Alí Ibn Mohamed, así como su calvario y su redención en una Francia asolada por la enfermedad y la muerte. A la escritora Verónica Murguía siempre le fascinó el periodo histórico en el que se desató la peste negra. Desde la universidad se entusiasmó con el tema y cuenta que cuando conoció a su esposo, el escritor David Huerta, hace más de treinta años, él le preguntó qué estaba leyendo y ella le respondió que sobre la peste negra. Han pasado más de veinte años desde que Verónica empezó a trabajar la novela que ahora nos entrega. Las personas que habíamos leído o escuchado fragmentos ansiábamos el momento de leerla entera, quizás incluso llegamos a imaginar que ese punto no llegaría, porque la tarea que Verónica se había impuesto, recrear el mundo medieval, a ratos parecería imposible. ¿Cómo puede una mujer en el siglo XXI, que habla un idioma distinto, que vive en un lugar tan lejano, recrear un escenario tan distante del suyo en cultura, tiempo y espacio? ¿Cómo adentrarse en la mente de esos humanos, cómo comunicar lo que pensaban y sentían? Para empezar, trabajando. Incansablemente. Haber estudiado historia en su juventud le dio a Verónica las herramientas metodológicas, el rigor y la disciplina necesarios para adentrarse con lupa y telescopio en los mundos del pasado. Ya en otros libros suyos, como Loba, Auliya y El ángel de Nicolás, por nombrar algunos, deslumbraba su habilidad para evocar e imaginar otras épocas, para transportarnos a universos antiguos y nuevos con detalle y precisión. Los olores, los instrumentos, los imaginarios culturales están ahí, con una nitidez que se me antoja mágica. Aunque no es magia, por supuesto. Como ya decía, es trabajo, muchísimo trabajo y paciencia y devoción para leer los libros, los manuscritos y los poemas, escuchar la música y asimilar el arte que le permiten ir bordando, en este caso, el contexto material, histórico y cultural de la Edad Media. Recuerdo una vez que Verónica se quejó amargamente de una novela en que los personajes aparecían tomando chocolate y ese dato era imposible por anacrónico. Un error así sería impensable en una obra suya. Pero regreso a la palabra sensibilidad, porque lo que hace de esta novela una obra de arte y no un documento o un tratado de erudición y preciosismo es la sensibilidad de su autora. Empezando por la prosa. La música, la capacidad de narrar en un español actual que sin embargo se siente antiguo, que recupera y traduce las metáforas, las imágenes, la melodía de la época sin dejar fuera a quienes leemos en el siglo XXI. En la presentación virtual de esta novela, le preguntaron a Verónica qué de la lúgubre Edad Media le da esperanza. Ella respondió que la belleza, el anhelo ferviente de belleza, la aspiración a la belleza que tenían las personas en el medioevo. Ese anhelo está presente en cada línea del libro, en el sonido de las palabras, la contundencia y la gracia de las imágenes y la perfección de las frases. Otra vez vuelvo a la sensibilidad. Cuenta mi madre que una vez se encontró a Verónica desconsolada después de haber escrito una escena terrible de su libro El ángel de Nicolás. Y es que Verónica posee una empatía radical con los seres que la rodean, sean reales o literarios, que le permite crear personajes complejos y entrañables, sujetos de todo tipo, humanos y más que humanos, muchos muy distintos de ella. Así es como El cuarto jinete nos conmueve con Guy de Comminges y su mentor, el médico Pedro de Hispania —que antes se llamó Abu Alí Ibn Mohamed—, con María la cicatricera y con la hermana Béatrice, entre muchos otros. A la manera polifónica de Boccaccio y Chaucer —dos influencias fundamentales para la novela, según la autora— el duro peregrinar de los personajes se cuenta desde un coro de voces heterogéneas que representan la diversidad del medioevo —una diversidad que resulta refrescante, pues la Edad Media es a menudo caricaturizada y estereotipada—. Además de los médicos y las monjas, están también los mendigos, las mujeres, los huérfanos, los judíos y los árabes del París de 1350. Verónica no se olvida nunca de los excluidos y los más vulnerables, aunque en el mundo de la peste la muerte y la desdicha atacan por igual a mujeres y niños, sabios y dementes, ricos y pobres (egestatem, potestatem dissolvit ut glaciem, la pobreza y el poder se derriten como el hielo ante su presencia —la de la Fortuna—, dice el manuscrito de Carmina Burana). Una tercera parte de la población de Europa murió durante la peste negra. Cuenta Verónica que una de las escenas de la época que más la conmociona no está en la novela (imagino que por motivos geográficos), es la del fraile irlandés John Clyn, que escribió su testimonio “esperando entre los muertos a que llegue la muerte”, pensando que era el último hombre en la Tierra, porque todas las personas a su alrededor habían muerto. Lo más hermoso de El cuarto jinete son esos personajes, la forma en que ante nuestros ojos cobran vida y nos recuerdan que hace 672 años, en una pandemia anterior, éramos tan humanos como ahora. La comparación es inevitable, abrumadora e iluminadora. Las certezas que nos ha dado la ciencia, con todo y sus múltiples incógnitas, se oponen a la angustia y la incertidumbre, incluso a pesar de la fe y la religión. La diferencia entre no saber qué nos está matando (o quién y en ese caso —y en ese caos— por qué) y saberlo es crucial, el conocimiento posibilita la esperanza, las vacunas y las curas. Y sin embargo, tantas cosas no han cambiado. Duele leer estos relatos de personas que mueren, igual que hoy, lejos de sus seres queridos, aisladas o completamente huérfanas en el mundo. Duelen los duelos de los deudos desprovistos de sus ritos, el miedo al contagio y cómo se opone a la voluntad de vivir, de tocarnos y abrazarnos, la valentía de los médicos, las monjas y las cicatriceras, que intentan aliviar sin esperanza, a veces a costa del machismo, del racismo y la amenaza, arriesgando sus vidas. Henos aquí, 672 años después. Más de veinte años tardó Verónica en escribir El cuarto jinete, y qué fortuna que se tardó, porque cabalgó a su paso, en su caballo amarillo, y llegó justo en estos días en que tanto lo necesitábamos. Esta novela, profundamente oscura, se nos presenta hoy como un consuelo. El consuelo de que en las peores tinieblas existe, a veces, al menos, la belleza. A veces, al menos, la bondad.
Imagen de portada: Apocalipsis in dietsche (detalle), 1401-1500, Bibliothèque Nationale de France