A la espera de que los glaciares se derritan: cómo poblamos América

Viajes / dossier / Septiembre de 2024

Agustín B. Ávila Casanueva

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I

“¿Por qué razón no puede el género humano haber aparecido al mismo tiempo, o tal vez aun antes, en el nuevo que en el antiguo continente?”,1 se preguntaba Florentino Ameghino, un naturalista autodidacta argentino que exploró esta interrogante en un libro titulado La antigüedad del hombre en el Plata, cuyos dos tomos fueron publicados en 1880 y 1881, veintiún años después de El origen de las especies de Darwin. El hecho de que hubiera humanos en lo que ahora llamamos el continente americano puso en problemas a más de un naturalista, geólogo y teórico. No era para menos, pues la respuesta sobre cómo llegamos al supuesto Nuevo Mundo no es sencilla, lo que ocasionó que se postularan hipótesis rayanas en lo absurdo: viajes en navíos de tecnología inexistente para la época y continentes perdidos con una población primigenia. Ante dichas especulaciones, la propuesta que hizo Ameghino no sonaba tan descabellada.

​ Tras estudiar una serie de fósiles y husmear en los rasgos fisiológicos de personas de los pueblos originarios, Ameghino alzó la voz, con un gran dejo de nacionalismo continental, para decir que no se iba a quedar mirando mientras en Europa y Asia clamaban ser la cuna de la humanidad: “¿Por qué hemos de negar la posibilidad de la existencia del hombre diluviano y aun terciario en América?”, retó cual verdadero prócer de la ciencia americana.2 Aclaró que tampoco iba a aceptar un nacimiento múltiple; si nuestra especie venía de un solo lugar, ¿por qué no podía ser de nuestro continente?, y de manera más precisa, ¿por qué no del Cono Sur?

​ Más de cien años después de su teoría autoctonista, hemos logrado aclarar que nuestra especie se originó en África. “Pero seguimos sin poder explicar con precisión el poblamiento de América”, confiesa Víctor Moreno Mayar, investigador de geogenética en el Instituto Globe en Dinamarca, cuando le pregunto. Sin embargo, no estamos tan perdidos, hay evidencias claras sobre algunas cosas. La primera de ellas se reveló en el siglo XX, con el descubrimiento del sitio arqueológico Folsom por George McJunkin, un vaquero afroamericano.

Edward S. Curtis, _Retrato de una familia Inupiat de Noatak_, Alaska, 1929. Library of Congress, Dominio públicoEdward S. Curtis, Retrato de una familia Inupiat de Noatak, Alaska, 1929. Library of Congress, dominio público.

​ El 27 de agosto de 1908, en el pequeño poblado de Folsom, al norte de Nuevo México, las nubes se congregaron para dejar caer el equivalente al 75 por ciento de la lluvia anual en una sola noche, dejando al descubierto sedimentos que no habían visto la luz del sol en milenios. Al día siguiente, mientras reparaba algunas de sus cercas, McJunkin, también naturalista autodidacta, encontró una serie de huesos que llevó de regreso a su casa. Lamentablemente para nuestro vaquero, el sitio no fue explorado de forma oficial sino hasta después de su muerte en 1922. Para 1926 el paleontólogo Harold Cook confirmó que los huesos ahí hallados pertenecían a una especie de bisonte extinto, el Bison antiquus. Un año después, el 29 de agosto de 1927, el equipo de excavación encontró algo más que fósiles de bisonte: una punta de flecha incrustada entre dos costillas del mamífero extinto. Así se probó por primera vez que había humanos en Norteamérica durante la última era de hielo, milenios antes de lo que se pensaba.3

​ En esa era, los glaciares eran tan prominentes que el nivel del mar retrocedió, abriendo un puente de tierra entre la punta noreste de lo que hoy son Asia y Alaska: Beringia. A través de dicho puente, nuestros antepasados cruzaron sin mayor reparo de Asia a América, y al llegar aquí continuaron su camino.

​ Claramente, no es como suena. Es cierto que hace trece mil años se abrió el corredor de mil ochocientos kilómetros de ancho. Pero las puertas de nuestro continente estuvieron cerradas por mucho tiempo. Al llegar a la costa oeste de lo que ahora es Canadá, había dos glaciares gigantes que no se podían evadir por ningún lado, por lo que los humanos tuvieron que quedarse ahí esperando durante cientos o miles de años a que se derritieran estas “paredes de hielo de kilómetros de alto” y se abriera un paso…

​ Víctor aclara que la hipótesis sobre la entrada por Alaska y el recorrido de los nómadas por el resto de América no es la única que investiga la ciencia. En el sitio de Monte Verde, en Chile, se encontraron yacimientos humanos de hace 14  800 años, es decir, un par de milenios antes de que se abriera el corredor de Beringia. Este descubrimiento exigía una explicación alternativa de la migración humana entre ambos continentes.

​ Hace dieciséis mil años, mientras intentábamos darle la vuelta a los glaciares, se creó otro paso natural. Volviendo a revisar los modelos paleoclimáticos, Víctor y su equipo de trabajo llegaron a otra hipótesis: el cruce pudo haber sucedido por la costa. Pero esto “es casi imposible de estudiar”, dice el investigador casi a manera de disculpa, “porque como el mar se recorrió por la glaciación, el camino que pudieron haber tomado y los asentamientos en los que pudieron haberse situado están ahora, justamente, debajo del mar”. Sin embargo, es posible que de ese modo un grupo cruzara hacia América y llegara a Chile. Esta hipótesis cambia el relato de varias maneras: “ahora me imagino a esas personas caminando por la costa, cazando focas; es otro tipo de subsistencia por completo”, me comparte Víctor.


II

Para entender cómo los humanos, una vez en América, se fueron diferenciando entre sí con el paso del tiempo, hay que estudiar la composición de los primeros pobladores. Mas las evidencias arqueológicas y lingüísticas de los nativos de nuestro continente no son suficientes —hay rangos temporales demasiado laxos e incluso algunas posibles contradicciones— por lo que los especialistas recurren al ADN de restos antiguos, “una lupa más fina”, dice Víctor. Estos análisis son mucho más informativos que los realizados con los grupos indígenas actuales porque “durante la Colonia, se perdió el noventa por ciento de la diversidad genética que había en las poblaciones”.

​ El especialista y sus colegas lograron secuenciar quince genomas de restos humanos de todo el continente americano —después de discutir y pedirles permiso a las comunidades indígenas que siguen habitando esas regiones—, con antigüedades de entre diez mil y seiscientos años. Tras analizar las variantes genómicas compartidas así como las mutaciones únicas de cada región, y compararlas con otras bases de datos europeas y asiáticas, concluyeron que la población que logró cruzar Beringia era, como siempre en nuestra historia, una mezcla.

​ En este tejido de dobles hélices, encontraron marcas hereditarias de humanos del sureste asiático que migraron hacia el norte por la costa de Asia hasta llegar a Siberia, e incluso rastros de los antiguos euroasianos del norte, un grupo que ya no existe. Dentro de las muestras, también observaron regiones del genoma “que se parecen más al de las poblaciones de Europa”, lo cual sugiere que hubo una migración e intercambios con grupos que migraron por el norte de Europa y Asia; “esto atañe como a un tercio de la ascendencia de quienes llegaron a América”, precisa Víctor.

Fotograma de _Nanuk, el esquimal_, 1922, de Robert J. FlahertyFotograma de Nanuk, el esquimal, 1922, de Robert J. Flaherty.

​ Además, el equipo de investigación —que incluye a miembros de instituciones de Brasil, España, Suiza y Estados Unidos— descubrió tres patrones. “El primero es que el ADN mitocondrial de los americanos es un subconjunto del de Siberia”. El ADN mitocondrial se hereda casi de manera exclusiva del linaje materno, y al ser apenas una muestra pequeña de la diversidad encontrada en Siberia, nos deja saber que los humanos que entraron a América llegaron únicamente desde el noreste asiático. El segundo patrón que encontraron es “que el genoma está lleno de variantes únicas”, dice Víctor, esto significa que los pobladores originarios de nuestro continente estuvieron aislados de otros grupos durante un largo periodo de tiempo. Esto concuerda con el modelo de incubación en Beringia, es decir, que se quedaron en la puerta de América, esperando a que los glaciares cedieran un poco y pudieran atravesar. Y el tercer patrón es que “la diversidad encontrada en los genomas antiguos de América no está estructurada”, esto es, hubo una expansión poblacional muy rápida, lo cual confirma que nuestros ancestros nómadas trepacerros llegaron a la otra punta del continente en más o menos mil años.

​ Asimismo, al comparar el genoma de los restos de un individuo en Alaska, de hace 11 500 años, con el de Anzick-1, un infante de Montana, EUA, de casi trece mil años de antigüedad, Víctor y su equipo aseveraron: “Los nativos americanos ya tenían que ser nativos americanos, genéticamente hablando, hace veinte mil años”. Esto quiere decir que, si bien estos humanos aún estaban en Beringia, en términos genéticos y debido a su aislamiento de otras poblaciones, ya tenían todas las mutaciones que los podían identificar como nativos americanos. Ya éramos americanos antes de entrar a América.

​ Después de cinco mil años de esperar a que los glaciares se derritieran, esta población logró cruzar hacia el sur de lo que ahora es Estados Unidos, “y ahí empiezan a divergir”, narra Víctor. “Hay una separación genética muy clara entre los nativos americanos del sur y los del norte, la separación es limpia y habla un poco sobre el papel que jugó el hielo en ese momento”, aclara. Al parecer, entrando a la parte central de la Unión Americana, esta población se dividió en dos: unos continuaron hacia el sur, lejos del hielo, y otros avanzaron hacia el este y hacia el norte para poblar el resto de Estados Unidos y regresar a Canadá.

​ De este modo, “en los genomas de los nativos americanos vemos dos olas de expansión”, la primera corresponde a los que siguieron hacia el sur, los cuales no tienen diferencias genéticas tan claras entre ellos. Evolutivamente, explica Víctor, “el árbol filogenético no es bonito, es una estrella”, refiriéndose a una dispersión demasiado rápida para las manecillas de los relojes moleculares que no dejó una huella clara en los genomas —recordemos que sólo les tomó mil años cruzar el continente hasta llegar a la Patagonia—. “La segunda”, continúa narrando el investigador, “es la que llamamos ‘ola lenta’, una serie de migraciones que se dan desde Mesoamérica hacia el norte y hacia el sur, hace aproximadamente ocho mil años”. Aunque el equipo no tiene pruebas contundentes sobre lo que implicaron estas migraciones, ve “una hipótesis obvia: la agricultura”. Las fechas coinciden y es claro que el maíz, el frijol, la calabaza, el chile, los quelites, las papas, el jitomate y muchas otras plantas, ya en sus versiones domesticadas, atravesaron montañas y valles para llegar, desde su punto de origen, al resto del continente.

Fotograma de _Nanuk, el esquimal_, 1922, de Robert J. FlahertyFotograma de Nanuk, el esquimal, 1922, de Robert J. Flaherty.

​ A pesar de sus avances, hay algo que a Víctor y a su equipo les sigue dando dolores de cabeza. El genoma de uno de los restos analizados, con una antigüedad de diez mil años, localizado cerca de la costa brasileña, no acaba de encajar en estos modelos: “un dos por ciento de su genoma parece provenir de poblaciones nativas australianas”, me dice el investigador. “Es hasta molesto hablar de esto”, me confiesa, “cada explicación que tenemos es peor que la anterior”. La verdad, sí suena descabellado: la tecnología de navegación polinesia es mucho más reciente como para que hubieran llegado en bote y, aunque lo hubieran logrado, debieron de haber cruzado los Andes y la Amazonía para arribar hasta la costa de Brasil sin dejar rastro. Otra hipótesis es que migraron por toda la costa asiática, cruzaron por Beringia y bajaron por el continente americano sin interactuar con nadie, lo que también suena raro. O bien llegaron antes que cualquier otro grupo y sólo se asentaron en Brasil.

​ Víctor y sus colegas siguen investigando éste y otros misterios del poblamiento de América, pero hay algo que deben resolver antes y que les preocupa gravemente: ¿cómo se debe trabajar con los restos humanos que son parte de la identidad cultural de los pueblos vivos del presente? Víctor reconoce que en la academia “lo hemos hecho terriblemente mal, no nos hemos ganado el derecho de trabajar con estos restos”, que muchas veces se encuentran en las propiedades de comunidades indígenas. Él sabe que no hay una respuesta obvia sobre cómo hacerlo, que no hay un manual para resolver lo que él llama “el trauma colonial”. Para su fortuna, “la gente está dispuesta a hablar con nosotros y a llegar a colaboraciones equitativas para las comunidades y para la academia”; no obstante, le parece esencial resolver esta situación antes de seguir descifrando los enigmas de nuestro continente.

Imagen de portada: Fotograma de Nanuk, el esquimal, 1922, de Robert J. Flaherty

  1. La antigüedad del hombre en el Plata, La Cultura Argentina, Buenos Aires, p. 87. 

  2. Ibid

  3. Dicha era de hielo empezó hace 115 000 años y terminó hace poco más de 11 000.