Contra el lugar común, el arte vanguardista no sólo se hizo urbano y acogió los avances científicos y tecnológicos del joven siglo XX; también volvió la mirada a la naturaleza, a la cruda infancia del género humano. Desconfiando del progreso, buscó animalizarse; no hablo del culto a lo primitivo, sino del reconocimiento de nuestra condición animal como hecho incontrovertible y liberador. La consagración de la primavera de Igor Stravinsky, el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade y la “época negra” de Pablo Picasso, por ejemplo, en lugar de remover escombros, rastrean un curioso origen: el instante en que el humano, lejos de sus certezas y prerrogativas, cuestiona el concepto de civilización. Se trata de una “vuelta a la semilla”, pero una vuelta crítica: el artista que mira atrás no deja de ser un animal que cultiva sus instintos.
Aquella “animalización” es una vuelta de tuerca a las fábulas: ahora, lo ejemplar y lo salvaje han dejado de ser opuestos. La moral y la fe se transforman en “una conciencia participante, una rítmica religiosa”, según Andrade. Y la necesidad, como una suerte de Saturno, acaba devorando a la razón, la más pequeña de sus hijas. El hombre y la mujer conquistan, en términos de Rudolf Kassner y según la definición de Rainer Maria Rilke, “lo abierto”: un espacio libre de fronteras entre la vida y la muerte. Una zona parecida a un claro de bosque donde el reino animal se asume parte de un orbe, y donde lo sucesivo, en vez de ser el tiempo, son las fisonomías. Cuando Carlos Pellicer se jacta de estar “todo lo iguana que se puede”, no busca sobresalir en el paisaje, sino integrarse a él; antes que un disfraz, busca la encarnación del reptil y, con ella, el despojo de su humanidad. “Quieto a fondo”, escribe el tabasqueño, “miro la destrucción de mi espesura”.
La poesía mexicana ha sido pródiga en bestiarios. Por mencionar algunos ejemplos, ahí están el sapo “inválido y gotoso/ con gratuita fama de brujo” y los gallos que “cantan en sordina y en sueños” de José Juan Tablada; la saltapared, “ave matemática” de “voz vergonzante”, los “pájaros de oficio carpintero” y “el relámpago verde de los loros” en Ramón López Velarde; las bestias del circo político en Octavio Paz: “el tigre con chistera, presidente/ del Club Vegetariano y la Cruz Roja,/ el burro pedagogo, el cocodrilo/ metido a redentor, padre de pueblos,/ el Jefe, el tiburón, el arquitecto/ del porvenir, el cerdo uniformado”; la “bestia melancólica y oxidada” del rinoceronte y el avestruz con su “apetitosa danza macabra” en Juan José Arreola; el ciervo sediento de Rosario Castellanos, que antes de ser cazado por “el reflejo de un tigre”, bebe la imagen de su depredador, tornándose “igual que su enemigo”; el tigre no menos cruel de Eduardo Lizalde, en cuyos epítetos cabe toda una educación sentimental: “Rey de las fieras,/ jauría de flores carnívoras, ramo de tigres/ era el amor, según recuerdo”; el gato en Gerardo Deniz, de pupilas “tan nobles, francas, como sólo un animal/ que no planea, concita, premedita,/ pone”; el agua metamórfica de Coral Bracho, que al mismo tiempo es “agua de medusas”, “agua pez”, “agua lince”, “agua sargo”, “agua anguila” y “agua nutria”…
El bestiario de Vicente Quirarte (Ciudad de México, 1954) no sólo deslumbra por su versatilidad, sino por su clarividencia. Lo mismo incorpora al oso, a la ballena y al perro callejero que al vampiro, al Hombre Araña y, claro está, a la propia poesía, auténtico camaleón que se define negativamente:
No eres la sabiduría pero conduces a ella. No eres la locura pero sabes imantar las agujas hacia su norte erecto y reordenar el mundo en sus corrientes. No eres el abismo: nos conduces al palmo de tierra anterior al vacío. No eres la felicidad pero tus siervos encuentran la indescifrable dicha al procurarte.
(“Los poetas”, p. 459)1
Antes que taxonomías, lo que Quirarte deja sobre su escritorio —a la vez tablero de ouija y mesa de disección— son arcanos: bêtes noires que ilustran las edades y personalidades múltiples del poeta. El oso representa al joven escritor: olvidadizo y omnívoro, cuya presa (el salmón del poema) nada a contracorriente; en su sedentarismo, describe las labores literarias con exactitud zoológica.
Mastica el plomo de los lápices y bebe tinta a mares. Se lleva entre los belfos restos de teclas y de cintas. Se aleja eructando puntos suspensivos. Deja en su camino los excrementos de tropos nunca usados. Pero aun la bestia tiene rasgos de nobleza: deja sobre el escritorio la goma de borrar.
(“Teoría del oso”, I, p. 95)
Para este mamífero ilustrado, la palabra “dejó de nombrar para volverse potro de magia y vara de tormento”. Una inversión de términos tan simple, que apenas advertimos su alquimia verbal: deshacer dos frases hechas y recomponerlas. El acto de nombrar es un pálido reflejo del principio creador; para invocarlo en toda su potencia, como saben los cabalistas, las letras deben cambiarse de lugar y, con ello, configurar nuevas palabras, nuevos conceptos y realidades. Además, esta permutación anima una cruzada contra los lugares comunes, contra lo dado, contra “las rebeliones lógicas” de Rimbaud. El non serviam como único credo:
Nuestras vidas no son ríos ni van a dar al mar. Quien dice No acepta el desafío, lucha contra la parca y le arrebata las artes de la maga y del gigante. El terco Ulises avanza contra el viento, nutre su fuerza combatiendo la dulzura de un agua que lo engaña. […] Armaduras de guerreros muertos yacen a las orillas del río victorioso, pero hay que intentarlo.
(“Teoría del oso”, IV, p. 98)
Ese intento recorre el poema unitario más extenso de Quirarte: “Vencer a la blancura” (1982). El joven escritor que daba vueltas alrededor de su cuarto, deviene una suerte de Ahab —el oscuro capitán de Moby Dick—, y la guerra que libra es contra la blancura cetácea de la página:
Ahora suena el grito de combate: que la palabra no quede entre las rocas, llorando el mar que se quedó a lo lejos. Que busque otro mar todavía virgen y la palabra sea huidiza y traicionera y al tomarla nos diga “ésta es la vida”. Pulmón al que hincha el viento, anuncia la nave que nos quite la mordaza del tiempo y nos bautice con el nombre del que fuimos despojados.
(“Vencer a la blancura”, p. 145)
El entusiasmo no cede por más que la ballena blanca del poema huya con la ligereza de un mosquito:
Arriba ya las jarcias, camaradas, habremos de combatir vientos contrarios y salir otra vez al mar abierto, aunque no pueda vencer a la blancura, aunque no pueda vencer, aunque no pueda.
(“Vencer a la blancura”, p. 146)
Se dice, no sin razón histórica, que el triunfo es colectivo pero la derrota, individual. Desde los primeros poemas de Quirarte hay un nosotros que asume la derrota y la desgracia como tareas colectivas. Si el yo es un otro, de acuerdo nuevamente con Rimbaud, el otro es un nosotros, representado por esa trágica jauría de perros amarillos que
mueren en la calle pero nunca aparecen en los diarios. Crecen, se multiplican, pero no se ven. Un perro amarillo es todos los perros. Los perros amarillos no confían. Desprecian la lengua doble y tienen el antídoto para vencer a la serpiente. Mueren jóvenes. Por eso no conocen la agonía.
(Zarabanda con perros amarillos, XXI, p. 501)
En una conmovedora metamorfosis, Quirarte describe al joven que fue (“Ese muchacho lóbrego, espigado,/ fantasma de sí mismo”) y lo encomienda a aquella manada:
Ese muchacho lóbrego, espigado, fantasma de sí mismo, que se sienta hasta atrás y en la noche se hunde a rezar la oración de sus malditos; […] es del linaje nuestro, es carnal, es un perro amarillo con estrella.
(Ibid., p. 511)
Para una época sin mitologías, nada más sensato que la creación de superhéroes, inesperados como el vampiro o clásicos como el Hombre Araña. Pero sus facultades difieren de las que conocemos; lejos de los efectos especiales, consisten en aceptar “La falsía, la derrota, la humillación”, ese “antiguo alimento de los héroes”, según Borges. Murciélago convertido en príncipe, el vampiro es la tentación con alas, “tan bello/ que el azogue se niega a reflejarlo” (“Elogio del vampiro”, I, p. 323). Pero su belleza, como la del ángel de Rilke, es el lado apenas tolerable del horror. Una belleza condenada a vagar en pesadillas y filmes de no tan bajo presupuesto, y que la voz retrata al desnudo:
La soledad, su gloria y su infortunio. Es el Otro, el Ajeno, el Exiliado y habla en una lengua incomprensible para el que no ha probado sus colmillos. El vampiro no es hermoso a medias: colecciona el fulgor de su artificio, los brillos de hojalata, luz que vence la noche por instantes.
(“Elogio del vampiro”, IV, p. 327)
El Hombre Araña, por su parte, dejó de escalar edificios y patrullar “los barrios sin temores/ al asesino en turno” (“Spider Man Blues”, p. 387). Hoy vive “con una esposa/ que lava su camisa y su disfraz”; se emborracha para darse valor y salir a la calle, aunque evitando “—como el valiente sabio— la pelea”. Todo está perdido para Peter Parker y, a la vez, todo parece inminente. El recuerdo y el deseo son su verdadera máscara; en ellos, él permanece joven e indómito:
Debajo de la corbata está tu pecho y en él las cicatrices tejidas por la araña. Es otra tu forma de ser héroe. Si lo dudas, perdido entre los otros, y te crees expulsado de la altura, reconoce los rostros de tus hembras: son la calle, la noche, las estrellas, claras hadas madrinas del oscuro. Ellas no se han movido ni dormirán, para velar tu sueño si sabes ser fiel a sus fulgores y aprendes a brillar para el muchacho palpitante en tu carne, portador de la máscara en la noche.
(Ibid., p. 389)
Si los leemos con atención, los bestiarios semejan otro subgénero de la literatura: el oráculo manual, que Gracián definió como “epítome de aciertos del vivir”. Esto es, una serie de adivinaciones cotidianas y portátiles. A diferencia de los arquetipos morales que el jesuita usó para ilustrarlas, los del poeta son de orden natural y sobrenatural; a ellos ha confiado Quirarte tantas de sus mejores páginas en verso y prosa. Con cada consulta, nosotros, su animal lector, aprendemos a vivir el presente y a sobrevivir al pasado. El futuro está siempre en la próxima lectura. Ahora mismo, únicamente ahora,
Todos somos de nuevo, como el día.
La diaria ablución nos salva de nosotros, de la criatura infecta que nos vive y en lo oscuro se nutre de lo oscuro.
[…]
Sucede en cada minuto un solo instante en que lo somos todo. Y nos salvamos.
(Melville en Jerusalén, p. 663)
Texto leído durante el coloquio “Vivir es escribir con todo el cuerpo. Vicente Quirarte en sus 70 años”, celebrado en la Biblioteca Nacional de México el 19 de agosto de 2024.
Imagen de portada: Vicente Quirarte, El Colegio Nacional, 2016. Fotografía de Javier Narváez.
-
Todos los poemas que se citan en este texto fueron tomados de Vicente Quirarte, Viento armado. Poesía reunida (1979-2020), Universidad Autónoma de Sinaloa, Sinaloa, 2024. ↩