Suena el teléfono, del otro lado de la línea dice un hombre: —Jefa, su hija se mató. Irinea Buendía contesta: —¡Fuiste tú, hijo de la chingada! El hombre calla. Luego cuelga. A Irinea le parece que la acaban de golpear en la cabeza. Sandokan, su hijo, sale de su cuarto al oír los gritos. Irinea llama a Ramón, esposo de su hija Guadalupe, para darle la noticia. Acuerdan ir todos juntos a casa de Mariana. Al llegar a lo alto de la colonia Xochitenco, en Chimalhuacán, la familia espera encontrar patrullas, ambulancias, pero al bajarse del auto constatan que no hay nada. Guadalupe dice: “Julio César, Julio César”, y nadie contesta. Así que entran al patio de la casa. Más adelante está la puerta de entrada a las habitaciones, otra vez Guadalupe grita: “Julio César”, y nadie contesta. Entonces Irinea entra primero a la vivienda. Lo primero que ve al entrar es una cortina con un nudo, un remedo de maleta y, al interior, la ropa de su hija. En la mesa del comedor, modesta pero ordenada, un salero y un tarro de palillos. Todos avanzan. Llegan al cuarto que Mariana comparte con su pareja. A Irinea la respiración se le congela cuando ve a su hija muerta. Encima de la cama dos toallas húmedas se tienden junto al cuerpo y, al lado, un teléfono celular y el control de la televisión. De la poltrona vecina sobresale una bolsa con documentos y sobre la cama las maletas de Mariana. El cuerpo está tendido boca arriba sobre la cama. En los pies no hay rastros de tierra: están limpios y arrugados, al igual que las manos, como si hubieran pasado mucho tiempo bajo el agua. Las mejillas y la boca se han ennegrecido. La quijada está desencajada y la punta de la lengua parece contenida por los dientes. Guadalupe saca fotografías de baja resolución con su celular, pero no resiste y abandona el cuarto junto a su esposo. Sandokan los sigue. Irinea queda sola junto al cadáver. Fija los ojos sobre el cuerpo, aprieta los dientes y la respiración acelerada le hace vibrar el pecho. “Si se hubiera suicidado pendería de algo: de una soga, de un dogal”, piensa. “Pero está acostada”. Siente rabia, culpa, tiene deseos de gritar, y, por todas las señales que aprecia, le parece que el cadáver también grita. Irinea se acerca a la cara de su hija: huele a limpio. Trata de extender un brazo que Mariana tiene flexionado porque supone que en esa posición no descansa. Lo toma de la muñeca, pero es imposible moverlo: ya ha alcanzado la rigidez post mortem. La mujer sólo lleva puesto un bóxer y una blusa corta, color crudo, con rayas grises y rosas, la misma blusa del día anterior, cuando se reunió con su madre. Se había presentado en su casa desconsolada después de discutir con su esposo. Cuando Mariana llegó ese día le confirmó dos decisiones: terminar su carrera de Derecho cuanto antes y abandonar a su esposo, Ballinas. Mariana estaba decidida a denunciarlo. Irinea la respaldó con una recomendación: “Yo te acompaño”. A lo que Mariana se negó, pues dijo que ya era hora de que ella misma lo enfrentara. En varias ocasiones oyó a su hija lamentarse por los malos tratos de su esposo: cuando la amenazaba con matarla a golpes con un bate y meterla en la cisterna, como decía que había hecho con sus examantes; cuando se quejaba de que el jugo no contaba con las tres claras de huevo que él exigía; cuando reprochaba en tono autoritario que ella “no sabía hacer nada” y que tampoco era buena en la cama y por eso la violaba. El día de su muerte (28 de junio), cuando se despidió a las 12:30 del día, Mariana le aseguró a Irinea que a las tres de la tarde de ese mismo día volvería con su ropa para comer. Pero eso no sucedió. En el cuarto, Irinea contempla otra vez el cuerpo muerto. Recuerda que Mariana llevaba las uñas pintadas, y ahora no. Se detiene a estudiar las piernas, desde los pies hasta los muslos; en el derecho nota una herida enrojecida, de más de diez centímetros de largo. Las entrepiernas están hinchadas y revelan rastros de golpes. Mueve un mechón de la frente y descubre un raspón y piensa: “Otra vez le metió la pistola en la boca y la violó”. Guadalupe está a punto de salir a buscar un lugar con mejor señal para su celular. Va a llamar a la policía cuando oye un ruido. Enseguida ve entrar a la médica legista con una cámara fotográfica. La siguen tres hombres: el chofer de la ambulancia, el copiloto y Miguel Ángel Vitores, funcionario del Ministerio Público que lleva libreta y bolígrafo. Tras la comitiva aparece Ballinas.
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Julio César Hernández Ballinas, a quien la mayoría de sus conocidos llama por su segundo apellido, trabajaba como policía del Ministerio Público de Chimalhuacán, municipio conurbado a 50 kilómetros del centro de la Ciudad de México. Allá mismo conoció a Mariana, pasante de Derecho de la UNAM. Se hicieron novios, se casaron por lo civil y se fueron a vivir a una casa en obra negra y de un solo piso que Ballinas pagaba a cuotas. No tuvieron hijos, el matrimonio duró tan sólo dieciocho meses. Mariana Lima tenía desde chica una predisposición para ayudar a otros. Uno de sus sueños era ganarse la vida como abogada. Mientras estudiaba la carrera en la UNAM diseñaba tarjetas románticas, las vendía entre sus conocidas y ese dinero le servía para pagar el transporte y la comida. Cuenta Irinea que tres semanas después de que su hija se casara con Ballinas, él le propinó la primera golpiza. Luego se hizo habitual que le reprochara no saber barrer, planchar o cocinar. “Marianita le hacía la comida y él se negaba a comer. Ella le preguntaba: ¿Se te antojan unos chilaquiles?, pero él la despreciaba. A veces, en vez de comer, le quitaba dinero y le decía: dame la lana, yo no voy a comer lo que tú preparas”. Antes de ser policía ministerial Ballinas perteneció al ejército. Fue padre, pero el primer bebé que engendró nació muerto y su segundo hijo se suicidó. Tras la muerte de Mariana se volvió a casar.
Con Mariana muerta, tendida en la cama, Ballinas les pregunta a sus familiares por “el papel”, una supuesta nota suicida. —¿Cuál papel? —responde Irinea. —El que estaba ahí, en la cama —dice Ballinas señalando el cuerpo. —Yo no he visto ningún papel —contesta Irinea. —¿Quién la bajó y de dónde estaba colgada? —pregunta el funcionario del Ministerio Público. Enseguida la comitiva voltea a mirar a Irinea. —Yo no he movido nada —dice ella. —Yo la bajé ––admite Ballinas. Miguel Ángel Vitores le recrimina haber bajado el cuerpo. Le recuerda a Ballinas que él no es perito ni médico sino policía ministerial y, además, es el esposo de la occisa. —¿Qué quería, que la dejara colgada? Ballinas saca su celular y les muestra dos fotografías a los funcionarios. Irinea se para junto a él. Alcanza a ver a Mariana sentada en un buró, con un hombro y un brazo recargados sobre la pared; lleva las rodillas separadas y los pies no alcanzan a tocar el suelo. Cuando Ballinas nota que Irinea escudriña las fotos, voltea el cuerpo permitiéndoles ver las imágenes únicamente a los funcionarios. No muestra ningún dolor. —¿De dónde se colgó? —vuelve a preguntar el funcionario. Ballinas enseña una armella que, de tan pequeña, alguien llama armellita. Más tarde, el funcionario judicial la describe en el reporte como “un clavo”. El supuesto clavo tiene atado un cordón de sesenta centímetros. Irinea sigue pensando: “Si mi hija se hubiera ahorcado con ese cordón no habría podido quedar sentada en el buró”. Se limpia las lágrimas. Al cabo de una larga evocación nostálgica, vuelve a pensar: “Si hubiera, si hubiera, el hubiera no existe, Mariana sabía que ese hombre la iba a matar”. Y por fin vuelve a hablar, dirigiéndose a Ballinas: —Ya la mataste; fueron tantas amenazas que las cumpliste —le grita. El Ministerio Público le pide a la mujer que abandone el cuarto alegando que es muy pequeño. Irinea pregunta con sorna si ella estorba. La mujer entra al baño, le llama la atención un cuchillo empotrado en una de las paredes. Sale del baño y entra al otro dormitorio. Ve un par de maletines de Mariana con sus documentos y sus sandalias de baño secas junto a las de Ballinas. Sobre la mesa del comedor hay una botella de licor. Minutos antes, Ballinas le había contado a Guadalupe que su hermana había estado tomando, pero a Irinea le pareció extraño: Mariana no bebía. Cuando ve salir a Ballinas del cuarto, Irinea lo increpa. —Ahora sí, ya debes estar contento —le dice a su yerno—. Te salvarás de la ley de los hombres, pero no de la ley de Dios. —¡Eso ya lo sé! —le contesta con desparpajo. —Qué bueno que lo sepas, porque ni siquiera sabes lo que acabas de hacer. Terrible cosa es caer en manos del Dios Vivo y mi dios va a hacer justicia —le responde Irinea. Ballinas amenaza con cremar a Mariana. Entretanto, los funcionarios bajan el cadáver por las escaleras sin acordonar la zona, sin embalar alguna prueba, ni siquiera el cordón que cuelga de la armella, ni la armella, ni el celular de Mariana que se encuentra sobre la cama. En el informe describen la postura del cadáver en dos párrafos. No especifican que el cuerpo ha sido manipulado. La médica toma fotos desenfocadas. La diligencia de levantamiento del cuerpo no dura más de quince minutos. Días más tarde, el peritaje de la procuraduría mexiquense concluye que Mariana se suicidó colgada de un cordón de cinco milímetros de grosor. El cordón, atado a la armella de la pared, será recuperado once meses después del peritaje.
Irinea no se resigna a un duelo atribulado, doblega el dolor y se concentra en su propósito. Espera a que su esposo y sus hijos se vayan a trabajar y se dispone a retomar el rito cotidiano que celebra sola, al igual que en al igual que en los últimos ocho días después del entierro de su hija. Se dirige a la alacena, saca bolsas de café y azúcar y las envuelve en un paño de cocina mientras decide qué otros víveres le servirían para un experimento. Desde que le diagnosticaron apnea ha adquirido nuevos hábitos: duerme sola, conectada a un tanque de oxígeno en una pieza apartada de la de su marido para no incomodarlo con los ronquidos. En esa soledad ha acopiado numerosas bolsas de mercado. Su deseo es completar el peso de Mariana: 66 kilos. Día tras día engrosa un bulto repleto de alimentos y los ata a una cuerda, la cuerda de la misma longitud y el mismo diámetro con que, según los peritos, su hija se habría colgado. Pero ahora, después de adicionar algunos víveres y abarrotes, el bulto alcanza 14 kilos y medio y la cuerda se revienta. Lo comprueba una vez más: a su hija la asesinaron. Necesita llegar a la verdad. Irinea se ata la cuerda al cuello y se deja caer agarrándose de un barrote que pende de una ventana. Precisa verificar la marca del lazo en el cuello. Según el peritaje, el trazo en el cuello de Mariana es oblicuo, pero en las fotografías la línea en el cuello de Mariana es horizontal. A Irinea se le dibuja un trazo oblicuo en el pescuezo. Su hija no se ahorcó, la estrangularon.
Irinea se acerca a la barandilla, pone encima los brazos y le solicita a un licenciado los adelantos de la investigación de su hija. Irinea se percata de que el expediente sólo alberga cinco páginas. En la carpeta no hay más que dos versiones antagónicas. La declaración de Hernández Ballinas, donde asegura que Mariana Lima Buendía se suicidó: él la encontró colgada, por lo que en esa posición intentó reanimarla, luego la acomodó en la cama, “la besó” y, finalmente, le “dio un masaje en los pies” para “resucitarla”. También está la declaración de Irinea, quien denuncia el clima de violencia al que fue sometida su hija y la descripción de la casa de la colonia Xochitenco, donde sucedieron los hechos. Por último, veinte líneas, un relato escueto y sin detalle sobre cómo hallaron los peritos el cuerpo. La señora Buendía enumera mentalmente una lista de omisiones e inconsistencias: el expediente no registra las marcas de golpes en el cuerpo de su hija, no especifica que estaba “lavado”, ni que el cabello se veía revuelto, como cuando es secado vigorosamente con una toalla. No cuenta que Ballinas manipuló el cuerpo. Ni que Julio César impidió que entrara la policía municipal al momento de hacer el levantamiento del cadáver. Irinea se promete exigir “justicia y justicia”. Es cuando decide que es ella misma quien debe actuar para llegar hasta las últimas consecuencias, y es así como inicia su lucha.
Irinea se vuelve fanática de una serie de televisión: La ley y el orden, y no se despega de la pantalla sino después de innumerables capítulos. En cada caso se documenta la diferencia entre un delito instantáneo y uno continuado, entre un imputable y un inimputable, y a qué hacen referencia los abogados cuando hablan de la culpa y del dolo. Se aficiona a otro programa: La Doctora G. Su interés roza el límite del exceso cuando la forense Jan Garavaglia examina muertes inexplicables y los investigadores revelan la identidad de los asesinos. Lauro, su esposo, ha oído la televisión encendida y ha visto a Irinea tomar apuntes, como si asistiera a la universidad. —Vieja, no te martirices ––le dice. —No es martirio —contesta la mujer––, quiero aprender. Ya estoy cansada de que me mientan.
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Irinea ha trabajado como empleada doméstica, ha maquilado ropa, ha vendido jugos y comida en un puesto de mercado en Neza, ha ofrecido por catálogo zapatos de marca Price, ha sido tendera, ama de casa y madre. De sus 66 años ha trabajado 47. Junto a su esposo Lauro educó y sacó adelante a sus cinco hijos, los dos de su primer matrimonio: Aurelio y Guadalupe, y los tres que tuvo con Lauro: Mariana, Sandokan y Laura. Todos profesionistas. Todos menos una porque, cuando estuvo a punto de terminar la carrera de Derecho, a Mariana la asesinaron.
Irinea y Lauro entran ilusionados en la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). En el camino hacia la calle José María Pino Suárez número 2, en el zócalo capitalino, Irinea piensa en las omisiones del caso, en la obstrucción de la justicia por parte de funcionarios, en el largo camino transitado hasta entonces. No olvida que lejos de ser despedido, Julio César Hernández Ballinas fue ascendido a comandante de la Policía Ministerial. Cuatro años atrás, oyó en un programa de radio que el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidios ofrecía acompañamiento jurídico gratuito a familiares de víctimas. Desde ese momento, el Observatorio se convirtió en pieza indispensable en su lucha. Ahora los abogados del Observatorio llegan a la Suprema Corte: Rodolfo Domínguez, Yuridia Rodríguez y la maestra María de la Luz Estrada. A los Lima Buendía también los acompañan otros familiares de víctimas. La Primera Sala ––encargada de asuntos penales–– está llena. Una gran cantidad de asistentes quedó fuera. El caso, paradigmático para la justicia mexicana, despierta el interés de abogados, medios de comunicación y estudiantes de Derecho. El primero en hablar es el ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena. Lo acompañan los otros integrantes de la sala: Arturo Zaldívar, Olga Sánchez Cordero —hoy titular de la Secretaría de Gobernación— José Ramón Cossío y Jorge Mario Pardo Rebolledo. En otro momento, en un programa de MVS, durante una entrevista la ministra Sánchez Cordero dijo: “No es a contentillo de ministerios públicos, de jueces ni de nadie: se tiene que investigar con perspectiva de género y con la debida diligencia para acreditar que se trata de feminicidio”. En la Suprema Corte, los ministros dan sus votos. Hay unanimidad. Cinco de cinco: es contundente. Vienen las lágrimas, las gracias a Dios. Una de las abogadas del Observatorio le entrega a Irinea un ramo de flores rosas, igual que el vestido que ese día lleva puesto. Los asistentes aplauden, los familiares de víctimas le sonríen. Irinea no sabe exactamente qué ha pasado, pero después de cinco largos años de tristeza llega un día que la hace feliz. La Suprema Corte le ha concedido el amparo 554/2013, que deriva en la resolución del 2015 donde la Primera Sala señala que deben realizarse, de manera inmediata, “todas las diligencias necesarias para investigar con perspectiva de género la muerte violenta de Mariana Lima Buendía”. El caso, además, descubre las redes de corrupción tejidas en el sistema de justicia, así como la indiferencia estatal hacia la violencia que sufren las mujeres. Y obliga al sistema de justicia mexicano a estudiar y abordar cabalmente el tema del feminicidio. La sentencia incluye sancionar a los servidores públicos que el día de la muerte de Mariana incurrieron en irregularidades y obstruyeron el acceso a la justicia, así como “reparar el daño realizado por las autoridades e impulsar un cambio cultural, a partir de la adopción de medidas progresivas específicas para modificar patrones culturales y fomentar la educación y capacitación del personal en la administración de justicia”. Karla Quintana Osuna ––hoy titular de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas––, quien trabajó en la sentencia del ministro ponente Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, precisa los efectos del caso: “cuando se registra la muerte violenta de una mujer no significa que la conclusión sea que murió por temas de género, pero necesariamente ésa tiene que ser una de las hipótesis de investigación”. Posteriormente se analizó el expediente verificando si existía protección de la escena de los hechos, la cadena de custodia; y se revisaron las características generales y concretas de la autopsia, al igual que las declaraciones de los familiares, amigos y de los posibles victimarios. Sin embargo, en México una cosa es el fallo de la sentencia y otra su cumplimiento. Según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), en el país fueron asesinadas 2 mil 833 mujeres de enero a septiembre de 2019. Sin embargo, de acuerdo con datos del Observatorio tan sólo 726, un 26.6 por ciento de esos casos, se investigaron como feminicidios, mientras que los 2 mil 017 restantes se consideraron homicidios dolosos.
Sentada en el banco de cemento, Irinea contempla las tumbas mientras habla de la muerte. Le hubiera gustado enterrar a Mariana en los Jardines del Oriente, pero la única tumba que consiguió allí fue para Lauro, su esposo, muerto de neumonía hace dos años. A Mariana no la ha podido sacar del Panteón Municipal de Nezahualcóyotl. No podrá desenterrarla hasta que la justicia condene a su feminicida. Irinea porta el bastón de empuñadura curva que le permite caminar erguida. La vida le ha endurecido la mirada: la de sus 66 años es rabiosa y la cabellera abundante y platinada la hace ver aún más oscura y profunda. Extraña a Mariana y a Lauro, pero también echa de menos a su abuelo, Celso Cortés, quien durante la Revolución Mexicana peleó bajo las órdenes de Emiliano Zapata en el Ejército Libertador del Sur. Ese hombre de ideas firmes fue quien le inculcó a Irinea una convicción por la lucha y de quien heredó la rebeldía. Pero Celso murió cuando Irinea tenía diez años y, cuatro años más tarde, su padre, Genaro Buendía, se fue de la casa. La familia de doce hermanos, del pueblo de Tenextepango, en Morelos, quedó sin sostén. La muchacha, con 17 años, alcanzó a cursar hasta tercero de Normal. Le faltaba sólo un año para ejercer como profesora. En su pueblo Irinea tenía fama de rebelde porque una vez se atrevió a desafiar a su padre. “Mi papá golpeaba a mi mamá y eso no me parecía, porque si a él no le gustaba mi madre, la solución era que se largara. Así se lo hice saber y se fue”. Irinea llegó a la Ciudad de México en 1971 acompañada de su madre Catalina y de su hermana Magdalena, a la que debieron internar en el Hospital General por meningitis. Mientras Catalina cuidaba a su hija enferma, Irinea entró a trabajar como empleada doméstica en la colonia Roma. Cuando la veían caminando solían llamarla “india” y ella respondía: “Yo no nací en la India, yo soy mexicana”. Ahora cada vez que se siente discriminada, y como si se tratara de una herencia, recuerda la frase con la que su madre se despidió al morir: “Irinea, no confíes en nadie”.
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Después de la sentencia de la Suprema Corte tres peritos, entre ellos el guatemalteco José Mario Nájera, concluyeron —luego de exhumar el cuerpo de Mariana— que la joven no se suicidó. Dicen las conclusiones del informe:
Causa de muerte: asfixia mecánica por estrangulamiento. Manera de muerte: homicidio. Tiempo estimado de muerte: entre 12 y 17 horas.
La nueva investigación permitió cumplir el otro gran cometido: que Ballinas fuera detenido y trasladado al Centro Penitenciario Neza-Bordo, ubicado en el Estado de México. En la actualidad, el juicio contra Julio César Hernández Ballinas se encuentra en espera de sentencia condenatoria. Pero antes, durante cinco años, dos fiscales, una fiscalía especializada en violencia de género, tres procuradores, cuatro subprocuradoras de género y una veintena de funcionarios de ministerios públicos insistieron en que Mariana se había suicidado. Irinea tuvo que esperar seis años para que Ballinas fuera recluido en la cárcel. “Allá debería estar desde el 29 de junio de 2010, pero en ese momento ninguna autoridad me hizo caso, tan sólo las abogadas y abogados del Observatorio creyeron en mí. Ahora necesitamos que pague por sus actos. Ya ve, aunque la hayan matado Mariana sigue litigando, impartiendo justicia, como era su deseo desde niña”.
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Irinea se ha convertido en un símbolo nacional e internacional de la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Por eso ella y su familia han tenido que pagar un alto precio. En más de una ocasión la familia Lima Buendía se ha visto obligada a dejar su hogar por seguridad, después de recibir amenazas y de ser víctimas de hostigamiento. El 12 de agosto de 2017 Aurelio Michel, el hijo mayor, fue interceptado por cinco desconocidos. En un semáforo le pidieron que se bajara de la moto. Lo golpearon hasta que perdió el conocimiento y le advirtieron: “Deja tu pinche juicio pendejo contra Ballinas”. Aurelio Michel también ha sido acusado y detenido arbitrariamente por la supuesta portación de armas y por circular en un vehículo reportado como robado. El 22 de enero de 2020, a las seis de la tarde, cuando Guadalupe Michel asistía a la clínica a una cita médica, un motociclista le disparó seis tiros. Dos de ellos impactaron en su automóvil. Guadalupe alcanzó a agacharse y salió ilesa. Todas estas agresiones han sido denunciadas, pero han quedado impunes.
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Según la antroponimia, Irinea tiene una extraordinaria capacidad de acción. No es egoísta, vive de manera razonable y disciplinada. Y su obstinación natural le ayuda a llegar al final de las cosas. Irinea es un nombre de origen griego que significa: “La que ama la paz”.
Imagen de portada: Fotografía de Eduardo Loza, 2014. Cortesía del autor