panóptico Cartas OCT.2024

Neal Cassady: artífice de la generación beat

Jesús Nieto

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Yo vi a las mejores mentes de mi generación […] que salían a putear en Colorado en miríadas de autos robados por una noche,

N.C., héroe secreto de estos poemas, cogelón y Adonis de Denver —gloria al recuerdo de sus innumerables acostones con muchachas en solares baldíos y patios traseros de los restaurantes, en las filas endebles de los cines, en las cimas de las montañas, en cuevas o en encuentros solitarios y familiares con meseras flacuchas que alzaban las enaguas y el ánimo, y especialmente de los secretos solipsismos de muchachos comunes y corrientes en estaciones de gasolina, y también en los callejones de su ciudad natal.

Allen Ginsberg, “Aullido”


Forajido, ladrón, exconvicto, mujeriego, padre de cinco hijos, inestable emocional, macho, racista, perseguidor de sueños, adicto, aventurero, amante de la carretera, lector apasionado, gran conversador, avezado contador de historias, héroe hipster, arquetipo consumado del beat. Se dice que cuando Jack Kerouac lo conoció, Neal Cassady había pasado el mismo tiempo en la cárcel o en el reformatorio que en libertad. Robo de autos, venta y posesión de narcóticos… motivos hubo.

​ La escena ocurre en 1947, en un departamento en Nueva York. Los asistentes han estado fumando marihuana y Cassady, entonces un hombre fornido, lee en voz alta algunas páginas de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, traducido al inglés; “paladeaba las largas frases orgánicas que abarcaban multitud de formas de pensamiento y asociaciones que surgían durante la composición de las frases”, evoca Ginsberg en Las mejores mentes de mi generación.

​ La nueva camada de escritores desarrapados que comienza a publicar en los años cincuenta son jóvenes tan fascinados por la cultura europea como marginales en su propio país; gente como John Clellon Holmes, Gregory Corso, Diane Di Prima o el veterano William Burroughs. A ellos se uniría en la costa oeste el grupo de San Francisco: Michael McClure, Gary Snyder, Lawrence Ferlinghetti, entre otros y otras. El espíritu camusiano de lo absurdo también cala hondo en ese grupo disperso que no quiere pertenecer a una sociedad estrecha de miras, chata y moralina. Leen a García Lorca y a Thomas Wolfe, se reconocen en la tradición de Walt Whitman y en la de Mark Twain; unos huirán hacia la muy americana tradición naturalista de Thoreau, otros irán más lejos y se empaparán de taoísmo, budismo o hinduismo.

Ficha policial de Neal Cassady, San Francisco, 1958.

​ Esa generación que se inconforma en los cincuenta es, de hecho, la precursora de los legendarios sesenta, con sus manifestaciones por la libertad sexual, la igualdad de género, el ecologismo y los derechos de los afroamericanos. En un diario donde relata su estancia en el país norteamericano, entre 1959 y 1960, Italo Calvino se mofa de los beatniks y su falsa suciedad. Observa un posado desaliño de una juventud rebelde que en el fondo está instalada en la comodidad. Pero ser beat, originalmente, era otra cosa. Estar beaten sería no tener un dólar ni dónde pasar la noche; estar molido, deshecho, frito, exánime, “en la noche oscura del alma o en la nube de la inopia”, según Ginsberg.

​ En todos los libros y películas relativos a la generación beat, Cassady aparece como una figura central, no obstante que su obra literaria se reduce a unas memorias inconclusas, El primer tercio (publicado de manera póstuma por City Lights Press en 1971), además de un poema colectivo escrito a seis manos con Kerouac y Ginsberg, su correspondencia y poco más.

​ Cassady también fue cofrade de Ken Kesey y sus Merry Pranksters y aportó inspiración para su novela Alguien voló sobre el nido del cuco, célebre por la adaptación cinematográfica de Milos Forman (1975). Sería difícil argumentar que fue un gran escritor, no obstante, es imposible negar lo fundamental de su influencia para la generación beat. Para no ir lejos, a él se le apunta como el principal responsable del cambio de tono literario de Kerouac, que pasa de uno farragoso en su primera novela, El pueblo y la ciudad (1950), al estilo de En el camino (1957), mucho más cercano al flujo de conciencia y escrito en un léxico cotidiano, cargado de oralidad y de un ritmo imparable. Volvamos a las memorias de Ginsberg:

En aquella época Neal hablaba de que nuestras conciencias descendían seis niveles a la vez, nuestra conversación y nuestra percepción […] Parecía disfrutar de aquella meditación concreta, nacida de su especialidad, que era conducir coches. Mientras prestaba atención a la carretera, al vehículo, a la mecánica del vehículo y al ruido del vehículo, Neal al mismo tiempo fumaba hierba, oía “Open the Door, Richard” o cualquier otra pieza de rythm and blues que dieran por la radio, marcaba el tempo con la mano en el salpicadero y quizá incluso trataba de introducir el pulgar de la otra mano en el coño de la chica que estuviera sentada junto a él, mientras sostenía una conversación metafísica conmigo o con Kerouac.

​ El flujo de conciencia que Faulkner, Salinger o Fitzgerald habían sabido absorber del modernismo literario europeo (Woolf, Joyce, Proust), y que le daría un prestigio literario sin precedentes a la novela estadounidense, de pronto llegaba ya no sólo a ras de suelo, sino que penetraba las coladeras, las vísceras de una sociedad corrupta para desgañitarse en gritos y aullidos contra la falsedad del país de las persecuciones contra comunistas, negros, homosexuales y mujeres. Aquella era una nación que terminaba de reponerse de la más terrible crisis económica mediante la industria de la guerra y que abanderaba un discurso de libertad que chocaba con la escasa movilidad social para los descendientes de esclavos. Entre ellos, artistas como Charlie Parker, Louis Armstrong, Billie Holiday o Ella Fitzgerald eran tratados como ciudadanos de tercera, aunque contribuyeron a cambiar el rumbo de la música popular.

​ Mientras escribía este artículo, Anagrama anunció la publicación de la carta que Neal le mandó a Jack contándole sobre su relación con Joan Anderson. El libro lleva el subtítulo: El santo grial de la generación beat. Se trata de la primera versión en español de la misiva de diciembre de 1950, de donde Kerouac obtuvo el tono para En el camino. Se puede leer en la página web de la editorial:

Concebí la idea del estilo espontáneo de En el camino al ver las cartas que me escribía el bueno de Neal Cassady, todas en primera persona, apresuradas, alocadas, confesionales, totalmente serias y llenas de detalles […]. La carta, me refiero a la carta principal, tenía cuarenta mil palabras, imagínate, toda una novela corta. Era el escrito más grandioso que había visto en mi vida, mejor que el de ningún otro en América, o al menos suficiente para que Melville, Twain, Dreiser, Wolfe y qué sé yo bailaran en sus tumbas […]. Neal y yo, por comodidad, la llamamos la Carta de Joan Anderson.

Neal Cassady, su esposa Carolyn y su hijo John, en su casa en Los Gatos, en los cincuenta. Fotograma del documental Love Always Carolyn, 2011, de Malin Korkeasalo y Maria Ramström.

​ Cassady supo leer la época en que vivió. Acaso no tuvo el tiempo, el talento o la voluntad para escribir la novela o el poema épico de su generación, pero estuvo al lado de las mentes brillantes que encontraron la manera de darle forma literaria a una necesidad colectiva. Todo indica que las primeras páginas de En el camino comenzaron a escribirse en la recámara de la casa de la madre de Kerouac, en un largo rollo de papel que el narrador de ascendencia canadiense había forjado con hojas sueltas para no perder tiempo al cambiar de página mientras seguía el ritmo trepidante del jazz traducido a una prosa escasa de puntos y seguido. La poética de Kerouac, sin embargo, no surgió en esa sesión eterna de escritura casi automática, sino en las carreteras de Norteamérica, en el legendario road trip que se ha convertido en mito y que, en ocasiones, llegó hasta nuestro país.

​ Desde los años posrevolucionarios, México fue una de las rutas de escape para disidentes de la sociedad estadounidense. Gente del mundo del cine se exilió al sur del río Bravo para vivir como gringos anónimos. Las leyendas en torno a los beats en San Miguel de Allende son incontables. Y si bien se sabe que tanto Burroughs como Ginsberg y Kerouac pasaron por allí, resulta difícil pensar que pudieron haber convivido en el pueblo guanajuatense.

​ En la calle Beneficencia, en el centro, no hay una sola huella de que ahí vivió sus últimos días quien fuera el modelo de algunos personajes de Kerouac, como Dean Moriarty de En el camino, y Cody Pomeray de Los vagabundos del Dharma, Libro de los sueños, Visiones de Cody, Big Sur y Ángeles de desolación. Se sabe que Cassady había pasado una temporada en Puerto Vallarta, antes de ir a una boda en San Miguel de Allende el 3 de febrero de 1968. Durante la fiesta, algunos asistentes lo vieron ingerir repetidamente Seconal, un barbitúrico. A la mañana siguiente, fue hallado por otro estadounidense cerca de las vías del tren en estado de coma y tiritando; vestía sólo pantalones de mezclilla y camiseta. Su compatriota lo llevó cargando hasta la oficina postal, de donde lo transportaron al hospital más cercano. El parte médico de la autopsia consigna una congestión general de todos los sistemas como causa de muerte, si bien su viuda creía que una falla renal había sido la razón determinante del deceso.

​ Cassady está lejos de ser un héroe romántico idealista que muere derrotado por circunstancias adversas. Muy a menudo ausente de sus compromisos familiares, como padre y marido, resulta un personaje bastante incómodo a la luz de una masculinidad revisitada desde una perspectiva contemporánea. La fascinación que sintieron por él escritores tan relevantes como Ginsberg y Kerouac, y la misma Carolyn Cassady, que escribió sus memorias, Fuera del camino: veinte años con Neal Cassady, Jack Kerouac y Allen Ginsberg, y quien nunca perdió la esperanza de reencauzar al esposo rebelde, apunta más bien a la figura del antihéroe, cuyos vicios y defectos se ventilan porque son imposibles de disimular en cualquier perfil.

​ Con cara de ángel, mirada penetrante, un parloteo seductor y la imponderable disposición a volarlo todo con dinamita, Cassady fue el arquetipo de su generación. Su vida intensa en la carretera y su absurda muerte a cuatro días de cumplir 42 años, solo y enfermo, casi en el anonimato, en la fría madrugada de un pueblo mexicano, parece el final más congruente para el gran artífice indirecto de la generación beat.

Imagen de portada: Ficha policial de Neal Cassady, San Francisco, 1958.