Faltaba poco más de un mes para las elecciones generales de 2016 cuando un día vino a sentarse a mi lado un hombre en el autobús de la ruta 88 de Nueva Orleans, uno de los dos que tomo para ir al trabajo. Era un hombre blanco, mayor de cuarenta años, quizás obrero de la construcción. Yo iba leyendo un libro en español, no recuerdo el título. Al hablar me miraba de soslayo, sólo como si corroborara que seguía ahí. —Antes uno sabía cómo competir por un trabajo —dijo, así, de pronto—, a veces había y a veces no, pero uno sabía que era una competencia justa, si otro había llegado antes que tú, bien por él, ya llegarías más temprano a la siguiente, pero ahora ya no es así. Ahora llega un hondureño —hizo un leve gesto con una mano en mi dirección; así como en otros lugares llaman mexicano a cualquier migrante latinoamericano sin importar de qué país venga, en Nueva Orleans el equivalente es hondureño—, y dice que por el mismo sueldo puede traer a su hijo y a su sobrino. ¿Y qué pasa entonces? Que no importa si llegas temprano o si sabes hacer bien tu trabajo, el que paga va a contratar al que cobra menos. Y no importa lo que digas, lo que te va a responder el jefe es: “¿estás dispuesto a que te pague menos? ¿No? Entonces el trabajo es para el hondureño”. Hizo una pausa, luego dijo: —Eso no está bien. Tendrían que darle el trabajo a la gente que habla inglés. Ése es nuestro derecho, el de los que hablamos la lengua de este país. La lengua de este país. Pero ahora vienen todos estos tipos que no pueden ni entender las instrucciones y son ellos los que se quedan con los trabajos. No está bien. No está bien. Se quedó en silencio. Yo no dije nada. No me estaba preguntando nada. Luego llegó adonde iba, se puso de pie y bajó del autobús sin volverse a mirarme de nuevo. En ningún momento me sentí agredido, ni por su tono de voz ni por su lenguaje corporal. No se había acercado a insultarme sino, tal vez por el libro, tal vez por mi aspecto, a decirme algo que la gente como yo tenía que escuchar, algo que para él era evidente. No el hecho de que hubiera gente a la que los patrones explotaran por un sueldo mucho menor al justo, sino lo incorrecto que era que la capacidad de unos extraños de aguantar un sueldo mísero fuera más importante que los derechos que a él le confiere la lengua. Que los Estados Unidos es y ha sido siempre un país exclusivamente angloparlante no es una fantasía creada por trabajadores en situación laboral precaria para articular su descontento; es una idea que atraviesa la conservadora esfera pública estadounidense desde hace mucho, pero que en el último año se ha vuelto explícita en forma de agresiones físicas contra migrantes y de políticas públicas xenofóbicas. El mismo día que comenzó la nueva administración desapareció la versión en español de la página oficial de la Casa Blanca. No es un cambio menor, en especial cuando el presidente ha privilegiado internet como vehículo para despedir a servidores públicos, poner en práctica decisiones gubernamentales o modificar su política exterior. Es la horrorosa paradoja de un analfabeta funcional cuyo lenguaje tiene un poder inmenso. Por eso tampoco es casual que en febrero la Oficina de Servicios de Ciudadanía e Inmigración haya eliminado de su declaración de objetivos la definición de Estados Unidos como una nación de inmigrantes. Es parte de la narrativa del nacionalismo blanco: “esta tierra estaba destinada a nosotros, en los hechos es como si nosotros siempre hubiéramos estado aquí. Los extraños son los que llegaron después”.
Las naciones tienen versiones dramáticas de su pasado que cristalizan en Historias oficiales frecuentemente reproducidas por los ciudadanos como una verdad. Aunque coexistan múltiples maneras de entender el pasado, hablo aquí de narrativas simples, institucionalizadas o popularizadas, que se repiten como sinónimo de identidad nacional y que ayudan a interpretar el presente. 1 Por ejemplo: la historia de Sudáfrica no es sólo la de la segregación, sino la de cómo la resistencia y, una vez que se venció al apartheid, el perdón, hicieron posible reconstruirse. Rusia es un imperio que cada tanto se desmorona para volver a encontrar la forma que le permita seguir siéndolo: no importa qué tan en bancarrota pueda estar, debe ser un imperio. En México la historia oficial se cuenta como una serie de afrentas externas que han dejado heridas profundísimas y sólo pueden curarse si borramos nuestras diferencias, si nos mestizamos y si aceptamos que los administradores en turno no son responsables del desastre; sólo entonces, en algún futuro impreciso, las cosas quizá se aliviarán. Estados Unidos se cuenta su historia como una gesta en la que este país, “el más extraordinario en la historia de la humanidad” (político que no tome esta premisa como punto de partida es no sólo un político perdedor, sino uno que coquetea con la traición), se ha dedicado a liberar a otros menos afortunados, y por eso ha mandado una y otra vez sus ejércitos a someter a sus habitantes y explotar sus recursos naturales. Pero últimamente hay una subtrama que complementa la del país libertador: la del país invadido que tiene que liberarse a sí mismo. La invasión corre a cargo no de un ejército, sino de millones de personas que pueden ser identificadas fácilmente porque hablan otra lengua, una lengua que, según esta narrativa, no se hablaba antes ahí.
Hace unas semanas The New York Times publicó la historia de un hombre que, luego de que Trump ganara la presidencia, decidió que ya no quería enterarse de nada. Para lograrlo se impuso una serie de reglas: no leer los periódicos ni ver los noticiarios, abandonar las redes sociales, advertir a sus amigos y familiares que no pueden decirle ninguna noticia, y escuchar ruido blanco en sus audífonos cuando va a un café de tal modo que ni por accidente se entere del estado del país. El hombre vive de las inversiones que un asesor financiero le maneja desde San Francisco, así que no tiene que interactuar con nadie para ganarse la vida; nada modifica la cómoda rutina en que se ha instalado en un pequeño pueblo de Ohio. Como resultado, el hombre se aburre, pero afirma que eso es bueno porque está mentalmente sano. En su mundo, el presidente de los Estados Unidos no ha legitimado a los neonazis, ni ha equiparado a los musulmanes con terroristas, ni se ha empecinado en construir un muro que no detendría la migración pero sí la haría más riesgosa, ni ha otorgado un perdón presidencial a Joseph Arpaio (el sheriff racista que solía detener gente por parecer indocumentada). Este hombre sospechaba lo que vendría y decidió crear una pequeña isla a salvo de la xenofobia y la zafiedad de Trump; se trata, después de todo, de un “liberal”, de un “progresista”. Pero la manera en que ha decidido narrarse el mundo, como un lugar de ensueño en el que sólo tiene que ocuparse de disfrutar del pedazo de naturaleza que ha comprado, es una narrativa que se adapta perfectamente a esa otra que anatemiza a los migrantes. Porque hay millones de personas que no han tenido el privilegio de aburrirse. Los que temen que venga el ICE 2 , la policía antiinmigrante para decirlo con claridad, a buscarlos a su lugar de trabajo; los que temen hablar su primera lengua en un restorán porque corren el riesgo de que no los atiendan, o los que trabajan en un restorán y a la hora de recoger la cuenta descubren que el cliente en vez de propina ha dejado un mensaje insultándolos porque parecen extranjeros; los que han sido detenidos en el hospital o la escuela por carecer de papeles; los que deben convivir con vecinos bienpensantes que decidieron hacer como que no escucharon cuando Trump calificó de violadores y criminales a millones de mexicanos. Hay periodistas que han denunciado la persecución que están sufriendo los migrantes, alcaldes que han decidido proteger a los trabajadores indocumentados que residen en sus ciudades, y activistas que les han prestado ayuda legal; pero el mainstream, los dos grandes partidos y las principales corporaciones de noticias han guardado un silencio cómplice o, en el mejor de los casos, han levantado apenas la voz como quien cumple un trámite molesto, para luego volver a darle play al ruido blanco. No debe sorprender que el silencio y la sordera voluntaria sean parte de la narrativa de la invasión latinoamericana. La xenofobia institucional no es nueva. La administración de Obama deportó a más migrantes que todas las administraciones anteriores juntas. Hay quien sostiene que eso no es reflejo de una actitud xenofóbica, sino del cumplimiento de la ley. Pero con qué tanta eficacia se hacen cumplir ciertas leyes revela las prioridades de un gobierno. Mientras que millones de indocumentados fueron tratados como criminales por la progresista administración Obama, detenidos en condiciones inhumanas, trasladados con cadenas, vigilados con grilletes electrónicos en sus tobillos, ni uno solo, hay que repetirlo, ni uno solo de los altos ejecutivos que destruyeron la economía mundial mientras Obama hacía campaña fue llevado a la cárcel; antes bien se les dejó cobrar bonos financiados con dinero público. No importó que el cártel de varios CEO se haya constituido en los hechos en forma de crimen organizado, los peligrosos eran los otros, los invasores pauperizados.
La cacería de migrantes y la construcción de muros ha traído y traerá más peligros para los trabajadores indocumentados, entusiasmará a policías sádicos y a terroristas que se autodenominan patriotas, pero no detendrá la migración, ni el flujo de drogas que la población estadounidense reclama como derecho inalienable; y, sin lugar a dudas, no revertirá el hecho, obvio para quien decida quitarse los audífonos en los que suena ruido blanco, de que Estados Unidos es desde hace tiempo un país hispanohablante. En muchas regiones siempre lo ha sido, aún antes de que el país existiera como tal, pero ahora es una realidad más amplia, visible, audible y documentada.
(En el Informe 2016 del Instituto Cervantes El español: una lengua viva, por dar uno de muchos ejemplos posibles, se consigna que, considerando sólo a los hablantes nativos, Estados Unidos está en quinto lugar en número de hispanohablantes, cuarenta y dos millones y medio, detrás de México, Colombia, España y Argentina. Pero si el cálculo incluye a los grupos de competencia limitada 3 , con 57 millones de hablantes pasa entonces al segundo lugar, sólo detrás de México. Para el año 2060, según cálculos del censo nacional el número de hispanohablantes alcanzará los 119 millones; es decir, uno de cada tres residentes de EUA hablará español.)
Las migraciones, entre otras cosas, han hecho a Nueva Orleans una de las ciudades culturalmente más densas del mundo. A las migraciones española y francesa y la migración forzada de los esclavos africanos se sumó la haitiana, y en menor medida la irlandesa, la alemana y la hondureña. Aunque después de Katrina ha crecido el flujo de trabajadores desde México, de las latinoamericanas la comunidad hondureña es la que sigue siendo la más organizada e influyente. Hay restoranes hondureños, abogadas hondureñas, activistas hondureños, choferes hondureños, comerciantes hondureños y varios periódicos de distribución gratuita que dan cuenta de sus actividades. Radio Tropical Caliente 105.7 da noticias sobre la vida política hondureña y transmite en vivo partidos de la liga hondureña de futbol (en marzo vino a la ciudad el Real España, campeón de Honduras, a jugar contra una selección de Nueva Orleans). Y sin embargo no es una comunidad que se cierre en sí misma por razones de origen. El Congreso de Jornaleros, por ejemplo, es una organización que informa a personas originarias de toda América Latina, las asesora legalmente, organiza colectas para apoyar a las familias de los migrantes que han sido detenidos sin importar de qué país vengan. Porque lo central no es el acta de nacimiento, sino la experiencia compartida.
Cuando recién llegué a Nueva Orleans me parecía que en una ciudad con una identidad global tan definida —ciudad negra, cuna del jazz, el cataclismo de Katrina— no había espacio para más ingredientes, y que los mundos hispanohablante y angloparlante funcionaban en paralelo, sin tocarse. Me recordaba a The City and the City, la novela de China Miéville en la que dos pueblos ocupan el mismo espacio, cada uno con sus propias reglas y costumbres, y la única ley en común que tienen es la que prohíbe a sus respectivos ciudadanos advertir la presencia de los otros. Pero aquí ambas comunidades reparan en la otra, aunque a veces sea de manera intermitente (el Real España ganó 2-0 al combinado de Nueva Orleans, la prensa angloparlante no registró el hecho, pero en el equipo local había jugadores estadounidenses que juegan cada semana en equipos hondureños).
Basta con poner atención para comprobar cómo ha cambiado el paisaje auditivo (el soundscape, para usar la hermosa palabra inglesa). La música que se escucha al caminar por la calle, las conversaciones que refieren la fiesta y la calor y la violencia están sucediendo también en español. El Congreso de Jornaleros, por cierto, apoyó al movimiento Black Lives Matter y a los jóvenes que lograron que se retiraran de la ciudad las estatuas de los generales de la Confederación, y éstos a su vez han participado en marchas del Congreso.
La población hispanohablante no constituye, como sostienen algunos, por ignorancia o inocencia, un tercer país. Justamente lo que exhibe esta experiencia migrante es lo contrario, el avejentamiento de ciertas nomenclaturas. Incluso un caso como el de El Salvador, que denomina su diáspora como el Departamento 15 (sumado a los 14 departamentos en que se divide su territorio) subraya más los límites de los estados que su ampliación. Las transformaciones en curso están sucediendo antes en nuestro imaginario que en las instituciones. Dudo que las comunidades hispanohablantes cristalizarán en una narrativa “oficial”, más bien están generando múltiples narrativas que reflejan la diversidad de soluciones que los migrantes han creado a pesar de los Estados nacionales de donde vienen o al que llegaron. Creo que, a diferencia de las narrativas nacionales, que registran a quién se venció o a quién habrá que vencer, gestas que monumentalizan un lugar, las narrativas migrantes hablan de cómo salir de un lugar, cómo atravesar otro, cómo llegar a un tercero, cómo sobrevivir; sus ideas más notables no son la conquista o la homogeneidad, sino la ética del trabajo, la solidaridad, la reticencia frente a las instituciones. No se trata de una traducción de la narrativa hegemónica, sino de una nueva figuración del mismo espacio: un conocimiento que no tiene una sola forma o un solo referente porque no se ha congelado en un cliché nacionalista. Estados Unidos es un país que está siendo concebido, organizado, sufrido, disfrutado por hablantes que lo ven menos como un lugar para ser ocupado que uno para ser transitado, aun cuando sea un tránsito duradero. No quiero caer en un optimismo gratuito a la hora de describir las aptitudes de supervivencia de las comunidades migrantes y la fortaleza de sus lenguas frente al acoso nativista. (La historia de los pueblos originarios dentro del Estado mexicano es la historia de generaciones enteras que han debido soportar el desprecio, el racismo, la ignorancia de sus propios compatriotas. El espejo nos devuelve una imagen espantosa a la hora de evaluar cómo hemos lidiado con nuestra propia pluralidad lingüística.) Sin embargo, hay algo en la desesperación y la torpeza de quienes sostienen la narrativa de Estados Unidos como país monolingüe que me hace pensar que hasta ellos mismos han caído en la cuenta de que no hay regreso de este mundo imaginado en otros sonidos y otras ideas, y de que independientemente de lo que hoy digan los libros oficiales de historia, tarde o temprano dejarán de hablar de las invasiones bárbaras.
Imagen de portada: Fotografía de Alejandro Cartagena.
Aludo aquí al texto de Hayden White El texto histórico como artefacto literario, en el que sostiene que tanto la representación histórica como la representación literaria comparten tropos literarios, aun cuando tengan objetivos y formas de circulación distintas. No es una teoría exenta de críticas, pero su idea central me resulta útil para ilustrar cómo se elaboran ciertas narrativas nacionalistas. ↩
El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) [N. del E.] ↩
“hablantes de español de segunda y tercera generación en comunidades bilingües, los usuarios de variedades de mezcla bilingües y las personas extranjeras de lengua materna diferente del español residentes en un país hispanohablante”. Instituto Cervantes, El español: una lengua viva. Informe 2016. ↩