Hubo un arte de escribir cartas. No sabemos desde cuándo se cultiva esta forma de comunicación destinada, en una de sus principales modalidades, a la lectura individual, íntima, incluso secreta. Pero el siglo pasado culminó la tradición con la entrega rápida, el correo aéreo, indicado en los sobres con ribete coloreado en blanco, rojo y azul, en verde, blanco y rojo.
En el siglo XX, se logró articular la red más completa de postas a lo largo y ancho del planeta mediante esfuerzos estatales en la elaboración de un servicio público de costo compartido entre la inmensa multitud que intercambiaba correspondencia. Las cartas se envolvían en sobres con una pestaña engomada que se lamía para humedecerla, cerrarla y activar su capacidad de guardar el mensaje confiado al azar irreductible de las decenas de intermediarios que había entre el buzón del vecindario y el destinatario final, en algún lugar remoto del mundo, quizá nunca visitado por quien escribía la carta. Las epístolas pasaban por oficinas, transportes de tierra, mar o aire; eran recibidas en otros despachos y, finalmente, se encargaban de repartirlas los carteros, esos profesionales de la caminata y el desciframiento de direcciones en cada uno de los poblados del orbe; esos uniformados de la paz, personajes de poemas, canciones, novelas, reportajes y películas.
La escritura de una carta requería de entrenamiento formal. Te lo enseñaban a hacer en la escuela. Te explicaban con ejercicios la tipología de las epístolas: desde las más escuetas del género comercial hasta las más floridas del género amoroso, todas obedecían a reglas más o menos rigurosas. Una misiva empieza con el lugar donde está quien escribe, seguido por la fecha completa: México, D. F., a 14 de junio de 1953. En seguida, se pone el nombre de la persona a quien va dirigida la carta.
En centurias anteriores, se usaba el lacre sellado para impedir que las cartas de personas importantes fueran abiertas por manos desautorizadas. En el siglo XX, en cambio, las cartas personales iban cerradas y engomadas porque estaban destinadas. Este tipo de epístolas establecían una relación afectiva, formaban un vínculo. Por su parte, las cartas comerciales son, incluso ahora, impersonales, mucho más llenas de fórmulas, pero van al grano. Económicas y directas, aunque también siguen la fórmula del nombre del destinatario a la cabeza. El receptor suele recibir un tratamiento peculiar: desde el primer renglón se le indica que es objeto de nuestro respeto y reconocimiento: Querida María, Estimado señor Pérez, Muy señor mío. Luego viene un párrafo protocolario de buenos deseos: Espero que te encuentres bien en compañía de tus seres queridos. Y apenas entonces empieza la carta.
Una vez desarrollado el núcleo del mensaje, la misiva concluye con otra norma de rigor: la despedida, que en la jerga comercial acuña frases de increíble retórica: Sin más por el momento, le reitero las seguridades de mi más distinguida consideración. Mientras que las cartas personales contienen la expresión del deseo vivo de volver a ver a la persona, de volver a besarla, tocarla, sentirla. Y por último el remate: tuyo por siempre, Por mi raza hablará el espíritu o atentamente: firma. Después hay que tomar un sobre, lamer la goma, cerrarlo, escribir el remitente en la orilla superior izquierda y el destinatario en el centro. Luego llega el momento de pegar la estampilla (otra vez, lamerla antes), esa pequeñísima obra de arte encargada para celebrar descubrimientos, efemérides, momentos festivos, o conmemorar ocasiones funestas o personalidades de estadistas más o menos ego-centrados. Finalmente, se deposita la carta en el buzón o se lleva a la oficina de correos para certificarla y enviarla.
Pero puede ocurrir cualquier cosa. La correspondencia se pierde con enorme facilidad. Una vez depositado en el buzón de correo, el frágil envoltorio de papel inicia un periplo. Puede tardar semanas o meses en llegar a su destino, depende del clima, de la situación geopolítica, de la efectividad de la burocracia, del estado de los caminos, de las piernas del cartero, del azar repetido en cada paso.
La gente escribe cartas porque las necesita. La gente espera semanas y meses y, a veces, espera inútilmente. La carta se perdió en alguno de los puntos. El timbre no pagó la tarifa necesaria. La dirección estaba mal o la letra era ilegible o el destinatario se cambió de casa y no dejó sus señas. O hubo un naufragio, un incendio, un terremoto, una guerra o una sublevación. Que llegara la carta en tiempo y forma era un milagro. El correo, que ahora está en vías de extinción al sustituirlo por el correo electrónico, por el WhatsApp, por el teléfono, transportaba prodigios.
En el siglo pasado, hubo profesionales de la escritura de cartas. Había manuales que incluían modelos para toda ocasión. Las misivas pueden ser sumamente informativas, o sólo expresar la inmensa nostalgia que nos produce una ausencia, o mantener la ficción de la familia entre personas separadas por las guerras, los exilios, las migraciones. En los manuales de cartas amorosas, hay ejemplos para iniciar, continuar, pausar o terminar con una relación de la manera más pacífica posible. El mensaje se escribía mediante recetas bien estudiadas que los profesionales conocían a la perfección. En la Ciudad de México, la gente que no sabía leer y escribir recurría a los evangelistas de Santo Domingo en busca de auxilio. Mediante las epístolas se concertaban matrimonios, se cerraban negocios, se determinaban destinos.
La gente cuidaba con esmero el arte de escribir cartas y las guardaba. Mi abuelo conservaba en una carpeta la correspondencia recibida y las copias al carbón de las misivas que envió a España de manera regular durante todo el exilio y hasta la muerte de las personas correspondientes. No sé qué ocurrió con esas cartas. La mayoría se pierden en las mudanzas o por la firme voluntad de los deudos de hacer limpieza de los restos. Se pierden porque tienen un interés individual, particular, temporal y relativo. Además, porque la mayor parte de la gente que tuvo correspondencia durante el siglo pasado o los anteriores no necesariamente estaba pensando en la sobrevivencia de esos textos coyunturales, situacionales, de lenguajes cifrados, de contextos perdidos.
La gente no tan común ni tan corriente, esto es, las personas que adquieren alguna celebridad intelectual, artística, política, histórica, si acaso conservan sus cartas, corren el riesgo de la intromisión indiscreta de quienes pretenden reconstruir sus vidas mediante la búsqueda y organización de sus archivos. De esa manera, nos enteramos a posteriori de cosas que quizá nadie quería que supiéramos: quejas, lamentos, infidelidades, reclamos, confabulaciones, mentiras, fraudes. Pequeñas tragedias que producen insomnio en quienes las protagonizan, aunque en realidad las vidas privadas que compartimos en las misivas son más bien planas e intrascendentes, llenas de detalles nimios que sólo adquieren interés cuando sus personajes se vuelven famosos.
A veces las cartas de gente famosa se publican como parte de su obra intelectual o como testimonio de vidas tormentosas. Otras veces se resguardan en archivos y hace falta portar credenciales académicas para consultarlas. Las colecciones de misivas que se vuelven libros y están al alcance de todo público tienen interés en la medida en que tienden puentes entre ideas, permiten descifrar personalidades o simplemente están deliciosamente escritas (como las de Rosario Castellanos a Ricardo Guerra). Las que están conservadas en las bibliotecas requieren de la curiosidad de quienes pretenden reconstruir vidas más o menos enigmáticas en biografías más o menos autorizadas (como la imprescindible La reina de espadas de Jazmina Barrera sobre Elena Garro).
Sabemos de la vida de ciertos personajes históricos porque mantuvieron una correspondencia; en ella relataron el día a día de sus existencias, seguramente sin imaginar que sus cartas se moverían no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Uno de esos personajes es Mary Wollstonecraft. Desde muy joven, Mary intercambió una nutrida comunicación escrita con sus amigas y amigos, su familia, sus amores. Ahí, narra tanto los detalles de su acontecer cotidiano como algunas de las reflexiones que en otros momentos plasmó en textos destinados a la imprenta. La recuperación de esos documentos se la debemos a Janet Todd, quien, a finales del siglo pasado, escudriñó en los archivos y se leyó todo el correo conservado de la autora, para escribir Mary Wollstonecraft: A Revolutionary Life.
Lo que vuelve importante a Wollstonecraft para nosotras es que ha sido considerada una de las madres del feminismo. Entre sus obras, destaca la Vindicación de los derechos de la mujer (1792), publicado por la editorial Debate en la colección “Siete libros que hay que leer para entender el siglo XX”; su Vindicación es el único libro escrito por una persona del siglo XVIII que está en esa lista; también es el único escrito por una mujer.
Además de ser autora de esa obra y varias más, la vida de Wollstonecraft es interesante porque rompió con varias convenciones sociales de su tiempo. Nació en Inglaterra en 1759. A los diecinueve años se fue de casa y obtuvo un empleo como dama de compañía. Más adelante, a los veinticuatro, fundó una escuela. A los veintisiete, escribió su primer libro y conoció a Joseph Johnson, quien se convertiría en su editor y benefactor. También trabajó como institutriz. En 1787, redactó su primera novela. A los veintiocho la despidió su empleadora y se quedó en la calle. Tuvo entonces que ganarse la vida con su pluma. A partir de ese momento, formó parte del grupo de intelectuales alrededor de la revista Analytical Review. En la época de la aparición de la Vindicación de los derechos de la mujer —dos años y medio después de la toma de la Bastilla—, Wollstonecraft ya era una escritora reconocida.
En agosto de 1792, Johnson le propuso que fuera a Francia y atestiguara el proceso revolucionario de primera mano. Llegó a París a mediados de diciembre y ahí se enamoró de Gilbert Imlay, un aventurero capitán estadounidense con quien vivió en unión libre y tuvo una hija.
Un ejemplo estremecedor de la escritura de Wollstonecraft se encuentra en una carta dirigida a su editor, en diciembre de 1792. Luis XVI, el monarca depuesto, estaba detenido en un templo, cerca de la casa donde ella se alojaba. Desde allí, presenció el paso del rey camino a su juicio:
Cerca de las nueve de esta mañana, el rey pasó bajo mi ventana, moviéndose silenciosamente solo (excepto por los redobles del tambor que volvían la quietud todavía más tenebrosa) a través de las calles vacías, rodeado de guardias nacionales que, alrededor del carruaje, parecían merecer su nombre. La gente se asomaba por las ventanas, pero los postigos estaban cerrados, no se oía una voz ni vi ninguna cosa parecida a un gesto insultante. Por primera vez desde que llegué a Francia, saludé la majestad de la gente y respeté la propiedad de una conducta tan perfectamente al unísono con mis propios sentimientos. Escasamente puedo decirle por qué, pero una asociación de ideas me hizo derramar lágrimas insensiblemente cuando vi a Luis sentado, con más dignidad de la que yo esperaba de su carácter, en un coche de alquiler al encuentro de la muerte, donde tantos de su estirpe habían triunfado. Fantaseé instantáneamente a Luis XVI ante mí, entrando a la capital con toda su pompa, después de una de las victorias que más halagaron su orgullo, sólo para ver el brillo de la prosperidad ensombrecido por el resplandor sublime de la miseria. He estado sola desde entonces; y, aunque mi mente está en calma, no puedo deshacerme de las vívidas imágenes que han llenado mi imaginación todo el día. No, no sonría, tenga lástima de mí; una o dos veces, al quitar los ojos del papel, he visto brillar unos ojos a través de la puerta de vidrio que está enfrente de mi silla, y unas manos sangrientas sacudirse ante mí. No puedo oír ni el distante sonido de un paso. Mi apartamento está lejos del de los sirvientes, las únicas personas que duermen conmigo en un inmenso edificio, del otro lado de una puerta que se cierra detrás de otra. ¡Ojalá me hubiera quedado con el gato! Quiero ver algo vivo; la muerte en tantas aterradoras formas se ha apoderado de mi fantasía. Me voy a la cama y, por una vez en la vida, no voy a apagar la vela.
De regreso en Inglaterra, después de romper con Imlay, hacia el invierno de 1795, y tras un viaje por la región nórdica, Wollstonecraft escribió su mejor libro, Cartas desde Suecia. Johnson lo publicó al inicio de 1796. Dentro de su círculo de amigos en Londres, el filósofo William Godwin quedó fascinado: “Si alguna vez hubo un libro calculado para hacer que un hombre se enamorara de su autora, a mí me parece que éste es el libro”. Así fue como Wollstonecraft y Godwin entraron en una relación amorosa.
En el siglo XXI, el advenimiento de las computadoras y de la web han modificado de manera sustantiva la práctica epistolar. Quizás en tiempos futuros siga habiendo investigaciones para reconstruir las vidas de la gente importante. ¿A qué se van a enfrentar quienes se inmiscuyan en nuestras actuales correspondencias? A la tarea titánica de descifrar demasiados mensajes preservados en la nube. Al caos de las redes sociales. A los nuevos documentos, tan claramente descendientes de la tradición y tan distintos de aquellas cartas que tuvieron su auge en el siglo pasado. (Creo que en las computadoras no hacemos nada nuevo, sólo repetimos lo que ya se hizo. Pero el medio es el mensaje, ya lo dijo Marshall McLuhan.) Las cartas por correo electrónico del siglo XXI traen consigo los datos laboriosos sin que tengamos que ponerlos: el lugar desde donde se emiten, la fecha y la hora en minutos, el destinatario y el firmante. Además le agregamos otros: el asunto, los mensajes precedentes, la copia múltiple, la copia ciega.
La gente sigue escribiendo cartas. Quizá ya no con la conciencia de que escribirlas sea un arte. Pero sí con la misma necesidad. De pronto esperamos en vano la respuesta a un correo electrónico —comercial, administrativo, personal, académico— y nos preguntamos cuál es el infortunio que se le atravesó en el camino: ¿digité bien la dirección o será que cambió de correo o se le fue a la bandeja de spam o simplemente no me va a contestar porque ya no me quiere? Y luego está el WhatsApp, al que ni siquiera me atrevo a incluir en la categoría. El arte perdido, el arte agonizante. El no arte. El mensaje instantáneo, las palomitas azules que me dejan en visto, la proliferación infame de cursilería infinita. Los emojis. Los stickers. Los avatares. Los memes. Los links. Los mensajes reenviados muchas veces. Los chats de grupos selectos y los de grupos indiscriminados. Los de trabajo, los de familia, los comerciales, los personales, los amorosos, los del chisme, los de la conspiración. Los mensajes de voz. Ese maremágnum de bits que inunda todos los días mi teléfono cuando en realidad yo únicamente quisiera eficacia comunicativa: nos vemos a tal hora en tal lugar, ¿a dónde te deposito?, hay un embotellamiento de proporciones bíblicas, ya leí tu rollo, ¿llevo tortillas?, por favor cierra mis ventanas porque está diluviando. En lugar de la reiteración conmovedora, sin duda, pero inútil de ese mensaje que al final de cuentas sólo quiere asegurar que sigo aquí, que estoy viva: feliz ombligo de semana, buenas noches, buenos días, ya es viernes.
Imagen de portada: Autor sin identificar, carta, principios del siglo XIX. The Metropolitan Museum of Art, dominio público.