crítica Futbol NOV.2022

La escritura tras bambalinas: la colección Editor de Gris Tormenta

Ana de Anda

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¿Quiénes intervienen en la confección de un libro? ¿Cuáles son los tropiezos en las diferentes etapas de la escritura? ¿Cuánto participa el autor en la dimensión material de su obra? ¿Qué papel juega el traductor en la recepción de un texto? Estas y otras preguntas dan pie a los ensayos que conforman la colección Editor de la editorial queretana Gris Tormenta, que en agosto de 2022 cumplió cinco años de existencia.

​ Con ocho títulos hasta el momento, el gran tema de la colección son los libros que hablan sobre libros o, si se prefiere, la escritura y sus filamentos, “el backstage literario” como se anuncia en sus cuartas de forros. A mi parecer, Editor sigue tres orientaciones: en la primera están los escritores que ensayan sobre su proceso creativo, donde caben Fallar otra vez, de Alan Pauls, que llama a abrazar el error y enfrentarse al círculo vicioso de la eterna reescritura; Ilegible, de Pablo Duarte, cuyo taller literario hipotético desanima hasta al más entusiasta; y Dentro del bosque, de Emily Gould, acerca de sobrevivir al desempleo, la crítica negativa y a la escritura en solitario.

​ Después están los autores que no escriben sobre su proceso creativo, pero tangencialmente tocan alguna faceta de la escritura. Aquí entran Las posesiones, de Thomas Bernhard, quien con bastante ironía habla de sus apuros económicos y de los dos premios literarios que despilfarra épicamente, y El atuendo de los libros, de Jhumpa Lahiri, quien escribe sobre las portadas de sus libros que, como las lecturas buenas y malas, son una suerte de traducción o interpretación. El diseño de la cubierta es una decisión en la que la autora no llega a participar y con la que no se siente satisfecha. “Nunca he hablado con los diseñadores de mis libros, no los conozco”, señala.

​ Por último, están mis favoritos, los textos que dejan oír la voz de participantes del proceso editorial que normalmente no leemos porque no son escritores o lo son de manera secundaria. En esta vertiente incluyo a Esther Wolfson, que en Perder el Nobel narra su experiencia como traductora, los motivos que la llevaron a declinar traducir a Svetlana Alexiévich y el desasosiego que sufrió cuando esta última ganó el Nobel de literatura; al editor Mario Muchnik con Editar “Guerra y paz”, que en forma de diario relata el proceso de traducir y editar de nuevo el libro de Tolstoi; y al crítico literario Ignacio Echevarría, autor de Una vocación de editor, en donde, a través de la figura de una eminencia en la edición como Claudio López Lamadrid, da cuenta de los cambios que durante las últimas décadas ha tenido la figura del editor en la industria del libro.

​ Cada título cuenta con su propio prólogo y aunque la tendencia general, o al menos la mía, sea saltárselo, vale la pena mencionarlo porque constituyen un género en sí mismos. A manera de ensayos breves (la mayoría, aunque hay algunos casi de la misma extensión que el texto que prologan), presentan los libros desde diferentes ángulos, ya sea la identificación etaria y socioeconómica, las lecturas en común o el conocimiento del personaje en cuestión, todos a cargo de voces actuales de la literatura en español: Marta Rebón, Emiliano Monge, Ida Vitale, Andrés Barba, Isabel Zapata, Tedi López Mills, Julián Herbert y Carla Faesler.

​ Puesto que no hay nada interesante en las historias en las que todo sale bien, en general cada título acarrea agua a su molino de precariedad. El hecho de que la edición, la corrección, la vida en las imprentas, la traducción literaria y la propia escritura sean trabajos usualmente mal pagados es el principal punto en común. “Tenía 40 años, estaba enferma y no había publicado un libro propio, solo traducciones de libros ajenos”, escribe Wolfson; “la literatura no me había hecho feliz, sino que me había arrojado a aquella fosa apestosa y sofocante”, dice Bernhard; Echevarría, quien justamente se dedicó al lado artesanal y precarizado de la edición, apunta:

La afición a leer te predispone a hacer trabajos relacionados con los libros, casi siempre precarios, de esos que te llegan poco menos que accidentalmente, y un buen día te ves introducido en la órbita del mundo editorial y, en función de tus talentos, pero también de tu suerte, te orientas en una dirección o en otra.

​ Mientras que Gould debió lidiar con malas críticas a su primer libro, en El atuendo de los libros Jhumpa Lahiri se vio forzada a aceptar cubiertas que le disgustan. Tal vez si en Dentro del bosque Emily Gould hubiera leído las desavenencias de Alan Pauls o de Laura Wolfson no se habría sentido menos fracasada, pero sí menos sola.

​ Como ocurre en cualquier conjunto de cosas, las preferencias personales se imponen y algunos títulos sobresalen más que otros. Pero en general establecen una conversación y, citando a Lahiri, “cuando los veo siento el deseo de poseer la colección entera”. Además de ser reflexiones sobre la escritura y lo que la rodea provenientes de épocas, latitudes y contextos muy diversos —cuatro traducciones, una conferencia ligeramente modificada, una reedición y dos textos escritos expresamente para la editorial—, la característica que encuentro más disfrutable es la forma en la que dialogan entre sí y un libro complementa los huecos del otro. En Ilegible, el texto es un cuerpo para analizar, reanimar, curar o, en el caso de Lahiri, vestir. Pero como la ropa, las cubiertas ya no son a la medida, sino hechas en serie: muchas cubiertas tienen una finalidad más comercial que estética, como muchos libros editados actualmente, coincidiría Ignacio Echevarría.

​ En Editar “Guerra y paz”, por ejemplo, aparece la voz del editor, conocemos sus experiencias de lectura y las etapas que conlleva editar un libro, pero se nos escapan las opiniones de la traductora, Lydia Kúper, al enfrentarse a la obra de Tolstoi; mientras que en Perder el Nobel, aunque las vidas de las traductoras son muy diferentes, justamente la experiencia de la traducción es el centro de la historia. Al igual que Muchnik, Wolfson estaba inconforme con las traducciones existentes de la obra de Tolstoi, y mientras que el primero financió una nueva traducción, ella aprendió ruso. “La traducción afecta enormemente la relación de un lector con cualquier libro escrito originariamente en un idioma desconocido”, apunta Wolfson. En su escritura, retoma los debates sobre si la traducción es un segundo discurso y el traductor una especie de autor que reinterpreta al cobijo del prestigio del texto original.

​ Otro caso de cómo un libro complementa al otro es lo idílica que en Editar “Guerra y paz” resulta la figura de Mario Muchnik, un editor de la vieja guardia, como agente individual dedicado a un libro y no un conjunto de seis o siete personas malabareando media docena cada una. Aunque Muchnik continuamente relata los tropiezos que tuvo, es claro que se trata de un personaje lo suficientemente acomodado que puede sortear las desavenencias económicas del campo editorial y tomarse varios años para publicar. Cuatro años fue el tiempo que le tomó a Lydia Kúper cotejar una traducción previa de Guerra y paz y rehacerla, un tiempo que actualmente no se tomarían las editoriales transnacionales llenas de prisa, porque el ritmo de novedades no lo permitiría. Pero nada de esto aparece en el texto. Por el contrario, en Una vocación de editor se sitúa en el centro la debacle de la figura del editor que tuvo su auge a mediados del siglo XX.

​ En este texto, Ignacio Echevarría hace un retrato de Claudio López Lamadrid que, sin ser elogioso (lo revela como chocante la mayor parte del tiempo), es entrañable y deja claro que en la edición, como en cualquier otro trabajo, ser competente no es lo único que importa. Claudio descendía de una “buena” familia de Barcelona, dato que no cabe obviar a la hora de explicar cómo se introdujo en el mundo editorial:

No solo su origen social y su educación, también su propia envergadura física, grande, corpulenta, su voz grave y sus maneras despreocupadas contribuían a consolidar la imagen señorial de Claudio, que tengo por una de las claves de su éxito como editor.

​ Lo que Echevarría condensa en el adjetivo señorial es lo que ahora llamaríamos un hombre blanco privile**giado. Así mismo, resume lo que ocurre en la actualidad, con más y más casas editoriales convirtiéndose en parte de conglomerados y la figura de López Lamadrid integrada en uno de ellos, donde equilibró su trabajo de editor como publisher y no como editor a la inglesa, lo que Echevarría llama “editor de mesa”.

Morris Kantor, *Woman reading in bed*, 1930. ©Smithsonian American Art MuseumMorris Kantor, Woman reading in bed, 1930. ©Smithsonian American Art Museum

​ Libros como Una vocación de editor son reveladores con respecto al panorama mexicano. La proliferación en la actualidad de pequeños sellos editoriales que se abren camino a la sombra de las grandes multinacionales poco tiene que ver con el surgimiento de sellos como Tusquets o Anagrama, editoriales generalistas que cubrieron todo el espectro literario, apunta Echevarría citando a López Lamadrid. Aunque ahora es más sencillo montar un sello, la competencia y el riesgo económico fomentan la emergencia de editoriales de nicho y enfocadas en géneros concretos. En el caso de Gris Tormenta, fundada por Mauricio Sánchez y Jacobo Zanella, esta se ciñe a un plan editorial limitado a dos colecciones: Editor y Disertaciones. Y como señalan en una entrevista publicada en el blog de la editorial,1 tienen un criterio muy específico que funciona como contrapeso si se busca un respiro de las muchas novedades actuales.

Imagen de portada: Morris Kantor, Woman reading in bed, 1930. ©Smithsonian American Art Museum

  1. “Gris Tormenta: la construcción de colecciones editoriales”, publicada el 25 de marzo de 2021. Disponible en https://www.gristormenta.com/blog/colecciones-editoriales