A las once de la noche del 31 de enero de 1993, los fusiles y las carrilleras de los hombres y las mujeres de distintos pueblos y etnias en Chiapas se alistaban para dar un grito colectivo de hartazgo. Casi nadie sabía que esa noche era clave. La decisión del día y la hora exactas para el estallido de la “guerra contra el olvido” se había mantenido en secreto por seguridad. A la media noche se formaron las columnas guerrilleras para tomar sus posiciones de ataque y preparar la avanzada. Nadie sabía que estaba por cambiar la historia del país. Los desplazados, los que para el sistema valen menos que la bala que los mata, estaban por hacerse presentes. Ejército Zapatista de Liberación Nacional fue como se dieron a conocer ante las miradas atónitas de la sociedad civil que no entendían las imágenes que se transmitían por la televisión y la prensa. El presidente Salinas dio la orden de acabar con las comunidades insurrectas; no era posible que le arruinaran la fiesta de entrada al neoliberalismo. Lejos de ahí, las campanadas en Palacio Nacional anunciaban el cambio de año y el ingreso de México al anhelado “primer mundo” gracias al pacto comercial con Estados Unidos y Canadá.
Pero ¿quiénes eran? ¿Un grupúsculo manipulado por intereses extranjeros?, ¿reminiscencias trasnochadas de las guerrillas latinoamericanas?, ¿el virus del comunismo cubano instalado en el sureste de nuestro país?
La editorial de El Despertador Mexicano, órgano de difusión de la guerrilla, anunciaba a la letra:
Mexicanos: obreros, campesinos, estudiantes, profesionistas honestos, chicanos, progresistas de otros países, hemos empezado la lucha que necesitamos hacer para alcanzar demandas que nunca ha satisfecho el Estado mexicano: trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz.
Esas imágenes que dieron la vuelta al mundo, las de los indios rebeldes, habían calado profundo en el imaginario y las conciencias. Sin embargo, las imágenes no se valoran de la misma manera. Poco se recuerda ahora que el 1 de enero de 1994 quien habló primero en la toma de San Cristóbal de las Casas no fue un mestizo, sino los comandantes David y Felipe en su idioma tsotsil. Después, en el momento de la necesaria traducción para la prensa, el subcomandante Marcos tomó lugar para difundir el mensaje y entonces fue que, para las miradas racistas, coloniales y mestizocráticas, los hechos comenzaron a adquirir mayor importancia, lo que nos brinda pistas sobre cómo y qué se decide mirar y conocer, y qué decide ocultar la sociedad.
Fue así como se creó lo que yo llamo una imagen especular en el zapatismo, la de un hombre ilustrado, carismático, blanco-mestizo, de lenguaje articulado y gran sentido del humor. Una imagen espejo, ideada estratégicamente para dialogar con los de arriba, que permite penetrar ese poder de la hegemonía y los grandes medios de comunicación. En palabras de quien por muchos años fue vocero del movimiento y portador de esa imagen: Marcos fue una invención, un “holograma” o una “botarga”, para atraer las miradas racistas tanto del Estado-nación como de gran parte de la sociedad civil.
La figura del subcomandante permitía establecer puentes de comunicación con posiciones contrarias. Por un lado, se creaban las condiciones necesarias ante el poder del Estado con una figura diferente a la de los indios, quienes históricamente no habían sido vistos como interlocutores, y por el otro, se satisfacían las expectativas de ciertas izquierdas que aún ven en la figura de los líderes revolucionarios, los caudillos, los cultos unipersonales y las vanguardias referentes a seguir para los procesos emancipatorios.
Desde 2003, el propio Marcos planteó el problema de la mirada, el poder y las imágenes:
Una forma de referirse al movimiento zapatista tiene que ver con el mirar. En alguna ocasión hemos señalado que la dignidad se puede definir en relación al mirar al otro, al ser mirados por el otro, y al mirarnos a nosotros mismos (sic). El Poder, ese cíclope que ha globalizado la miseria y la desesperación, tiene su modo de mirar. Él se mira como uno, único y eterno, y mira al otro con ese apetito antropófago que ha caracterizado al poderoso a lo largo de la historia y que ahora, en la época del neoliberalismo, ha alcanzado niveles bestiales nunca antes vistos. El Poder solo admite una mirada si esta es sumisa y le profesa admiración. Cualquier otra mirada es para él un desafío.
A la par de esa imagen especular, las comunidades autónomas crearían otras con funciones totalmente distintas. Se trata de las imágenes fractales, que aluden no a un individuo, sino a la diversidad. Recordemos que al interior del EZLN conviven pueblos como el tsotsil, tseltal, tojolabal, mam y chol, todos de raíz maya, pero con sus particularidades, que nos enseñan que es posible convivir como pueblos desde la pluralidad con base en el respeto.
El punto de partida de este segundo tipo de imágenes quizá sea la icónica fotografía, tomada el 12 de octubre de 1992 por Antonio Turok, del derribamiento de la estatua de Diego de Mazariegos, “fundador” colonial de San Cristóbal de las Casas. Otras más son la de Pedro Valtierra que muestra a las mujeres de X’oyep, en Chenalhó, sacando el 3 de enero de 1998 al Ejército federal de sus territorios; o las de trazos coloridos, como las pinturas de Beatriz Aurora o los murales de Gustavo Chávez Pavón, que imbrican los imaginarios de los mayas rebeldes con los de la sociedad civil para llenar de símbolos las paredes del territorio recuperado, incluyendo a la famosa virgen de las Barricadas. Otras, más recientes, son las imágenes intergalácticas de Rigo 23, quien logra materializar zapatistas en naves espaciales, o los documentales hechos por los Tercios Compas —medios de comunicación zapatistas— como antídotos contra el pensamiento único.
A diferencia de las imágenes espejo diseñadas para el poder de arriba, las fractales se apegan al sustrato comunitario y tienen como propósito generar otro tipo de reflejos, siempre múltiples y diferentes. Algo muy parecido a lo que sucede con los fractales y los caleidoscopios, en los que con infinita complejidad caben los cuadrados, pero también los triángulos, círculos y hexágonos de colores intensos y texturas variadas que se logran entrelazar de forma, si no armónica, por lo menos coordinada.
Con el paso del tiempo, en ese ir y venir entre lo especular y lo fractal, los pueblos zapatistas han logrado hacer valer sus trece demandas y cubrir sus necesidades con base en la autodeterminación, incluso cuando hay sectores de la propia izquierda que mantienen esa sed de espectacularización, mientras los procesos más importantes se construyen en las imágenes que están fuera de los reflectores, en lo cotidiano. Pese a los contratiempos, han creado sus propios sistemas de gobierno, conseguido soberanía alimentaria, educación y salud, además de haber construido su infraestructura y su propia organización territorial.
La potencia de estas imágenes, tanto las especulares como las fractales, ha servido para atraer la mirada de la gente y difundir la palabra de los pueblos que resisten. No obstante, en ocasiones los ojos no pasan de la superficie y eso provoca que no se profundice en la exploración de las complejidades que representan. Hace falta que esas imágenes calen más hondo y generen nuevos reflejos. En 1996, consciente de esta paradoja, el subcomandante Marcos advertía: “Pruebe usted a preguntar. Cuestione las imágenes. Tómelas de la mano y no se deje vencer por el dulce alejamiento que le ofrecen; deseche la comodidad de la distancia o la suave indiferencia que le da el concentrarse en la calidad del encuadre, el manejo de los claroscuros, la feliz composición. Obligue a estas imágenes a traerlo al sureste mexicano, a la historia, a la lucha, a este tomar posición, a sumarse a un bando ”. El valor de las imágenes radica más allá de su superficie, porque condensan la memoria de los pueblos, narran su historia, engloban anhelos y demandas de justicia. Un ejemplo son las pinturas zapatistas que dan muestra de las asambleas de mujeres, retratan a las infancias jugando en las escuelas autónomas, dan cuenta de los trabajos colectivos y el cultivo de la milpa y el café o cuentan su cosmovisión a partir de los relatos de El viejo Antonio.
A veces parecería que es más fuerte el colonialismo interno 1 del que hablaba González Casanova o que el mestizaje, como instrumento de control y borramiento de las diferencias, hizo su trabajo para que “el esclavo adoptara las herramientas del amo” y se reprodujera el racismo. Porque una cosa son los reflectores públicos que alimentan la antropofagia mediática y esa sed de espectacularidad en los movimientos armados, que en el fondo no rompen con las vanguardias políticas, y otra, la guerra que se vive cotidianamente contra gran parte de la humanidad que el sistema considera como los desechables.
A treinta años del levantamiento armado indígena, ese que maravilló al mundo con imágenes de mayas contemporáneos diciendo “aquí estamos”, parece que hay nuevos retos. La historia se repite, y el bucle del desprecio, la invisibilización y hasta la burla son constantes. De acuerdo con informes recientes del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas 2, en los últimos años ha habido más de cien ataques armados documentados contra las comunidades autónomas a manos de grupos de corte paramilitar.
¿Por qué seguir hablando de racismo en México hoy? Porque quienes están siendo despojados son los mismos de siempre y, por desgracia, a cuarenta años de la fundación del EZLN, tres décadas del alzamiento armado y veinte años de la creación de sus Caracoles como territorios autónomos, las comunidades viven bajo asedio. En su momento cumplieron un papel fundamental para despertar la conciencia colectiva y voltear la mirada hacia las injusticias, pero ahora… ¿serán suficientes las imágenes para parar la guerra contra los pueblos?
Hoy esos mismos pueblos continúan apostando por la vida para celebrarla frente a la ignominia. Convocan a sus territorios. Se espera que haya miradas atentas para recrear nuevas imágenes que devengan en utopías concretas y sigan haciendo frente a la muerte como lo ha hecho el zapatismo por décadas.
Pablo González Casanova, “Colonialismo interno (una redefinición)”, en Conceptos y fenómenos fundamentales de nuestro tiempo, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México, 2003. ↩
Chiapas, un desastre. Entre la violencia criminal y la complicidad del Estado. Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, Chiapas, México, 2023. ↩