Un sábado de abril nos juntamos en casa de Francisco Goldman (Boston, Massachusetts, 1954) a charlar sobre el oficio de escribir:
Háblanos de tus primeras novelas.
Mis primeras dos novelas reflejan la ambición de un joven escritor. Salí de la universidad con la idea de que la única fuente literaria válida era la literatura misma. En esos años la novela en boga despreciaba las experiencias de vida. Sólo se hablaba de new fiction, tendencia conformada por escritores como Donald Barthelme, John Barth, Thomas Pynchon; ojo, muchos de ellos son excelentes escritores. La idea que teníamos los estudiantes de “escritura creativa” era que la new fiction defendía una novela muy intelectual y fantasiosa, además de rechazar el realismo. Borges era visto como un dios. También García Márquez, a quien se admiraba como un genio de la imaginación, un Borges popular. A nadie le pasaba por la cabeza que Cien años de soledad no era mera imaginación, que tenía sus raíces en la dura realidad política y en la lucha individual del autor por cómo representar en su novela esas experiencias. Incluso se tenía la absurda noción de que inspirarse en la realidad, ver la novela como una manera de entender lo vivido, era chafa. Además, América Latina era “literatura”, ésa era la lección que supuestamente daban Borges, Gabo y Cortázar. La realidad de esos países no tenía importancia, no era cool. Retratarla era muy old fashioned, muy a lo Hemingway o Mailer, viejitos que veíamos como pasados de moda. Por otro lado, en un país donde siempre te etiquetan por tu identidad étnica, ¿quién era yo? Hijo de una madre migrante católica guatemalteca y de un papá migrante judío de Rusia y ateo. Parecía que la solución perfecta a mis problemas de identidad era escribir sobre un mundo abstracto y despegado de la realidad. Por ello debía ingresar a un programa de Creative Writing y aprender a ser un escritor académico, conformista con las modas de entonces, totalmente antirrealista. Quería escribir como Italo Calvino, escritor que todavía adoro, que publicaba cuentos narrados por elementos químicos. Al terminar mis estudios me fui a vivir a Nueva York y me interesé por autores que nadie mencionó durante mi formación académica: Saul Bellow, Toni Morrison, James Baldwin, John Cheever y V. S. Naipaul. Nadie me habló jamás de Speedboat de Renata Adler, que se convirtió para mí en una novela ejemplar por lo que pretendía alcanzar. Es muy experimental y a la vez tremendamente íntima y apegada a la realidad. La narra una periodista con sentido del humor, burlona, política, que además viaja y tiene amantes. Todo contado con un estilo radiante. Cabe apuntar que el periodismo era visto en las esferas académico-literarias como la profesión más antiliteraria que uno podía tener. Sabía que mi futuro caminaba hacia América Latina. La vida en Nueva York era muy cara y me la pasaba trabajando para poder sobrevivir. Apenas tenía tiempo de escribir cuentos. Además, como cualquier joven escritor, volteaba a ver a mis nuevos héroes, y notaba que todos estuvieron muy cerca de la guerra: V. S. Naipaul, García Márquez, Günter Grass, incluso Renata Adler. Y como lo que yo quería era combinar fantasía, técnicas literarias atrevidas y experiencias fuertes, decidí irme a vivir a un chalet que mi tío tenía en el lago Atitlán, cerca de la ciudad de Guatemala. Cuando llegué, mi tío me dijo: “¿estás loco, no sabes que estamos en guerra?”. Por supuesto no pude vivir en el lago, me quedé en su casa, en la ciudad de Guatemala. Mandé unos cuentos a la revista Esquire y, aunque parecía imposible, me compraron dos. Y no sólo los publicaron, me pidieron crónicas periodísticas. Así que comencé a escribir crónicas mientras trataba de entender cómo iba a convertir aquella experiencia en ficción. Centroamérica no era pura literatura, era pura realidad: cruel, violenta, amarga y tremendamente dolorosa. Me quedaba grande, me ahogaba de indignación y no podía escribir ficción sobre el asunto. Esos años fueron mi verdadera universidad. La larga noche de los pollos blancos se trata de lo que viví esos años. La empecé en Guatemala. En mi mente era una mezcla entre dos formas: todas las voces de un pueblo que narran una realidad fantástica, como en Rulfo y Gabo, y la novela migrante judíoamericana de la cual Bellow es mi favorito, narrada por un yo íntimo. Mucha gente no entendió la novela: ¿cómo podía escribir sobre Latinoamérica sin recurrir al realismo mágico? Afortunadamente también había gente que sí entendió que me burlaba de toda esa novela politizada facilona, e incluso del propio realismo mágico. El título es una burla, es tan ridículo —suelta una carcajada—. Recuerdo que un reseñista del New York Times escribió: “pobrecito, intentó encontrar un título de realismo mágico, pero no lo logró”. Esa obra ganó premios y me dio carrera literaria. Pude escribir la novela porque un editor, que había leído mis cuentos en Esquire, me dio un adelanto. Con ese dinero me fui a Madrid. Al intentar escribir, sólo tenía una imagen en la cabeza, era de aquellos años que pasé en Guatemala: una noche mi tío hizo un cocktail y la hija de uno de sus amigos, que estudiaba medicina, me dijo que tenían clase de medicina forense una vez a la semana: “Frank, tienes que ver cómo llegan los cuerpos, en qué estado están, y cómo los apilan como leña”. Por más que fuera una locura, acepté que me vistiera de médico, así es la juventud, y fuimos. Cuando entramos a la morgue vi por primera vez esa realidad. Fue un choque terrible. Yo vivía en una casa de clase media alta, los periódicos se autocensuraban, no se decía nada. Vivía la realidad política del país como una narrativa hecha de chismes, de mentiras, de miedos, de propaganda, de la absurda retórica anticomunista de los gringos, que repetían los líderes guatemaltecos. Era un idioma barroco y loco. Y de pronto eso. Jamás olvidaré el cadáver de aquel hombre: le habían quemado el brazo con cigarrillos, cortado los genitales y también la garganta para sacarle la lengua a través del corte. De aquella experiencia uno puede decir muchas cosas. Me he descubierto diciendo falsedades en entrevistas, para darle sentido a aquello: “en ese momento me hice periodista, porque me pregunté ¿quién hizo esto?”. Bueno —duda Frank—, quizá. Pero en realidad I was just fucking freaked out. Cuando salimos de ahí, y esto es lo importante de toda esa historia, fuimos a un café muy chic. Pedimos un quiche como si no hubiera pasado nada; aunque, si recuerdo bien, comimos en un silencio profundo. Ésa es la novela, la coexistencia banal con el horror. Y comienza con la imagen de la morgue. Sabía que si iba a escribir una novela sobre esa realidad tan horrible, necesitaba luz, y tenía en mente la frase de William Faulkner sobre uno de sus personajes: “Caddy was my heart´s darling”. Decidí que Flor iba a ser mi heart’s darling. Así, sucediera lo que sucediera en la realidad que se cuenta en la novela, ella siempre iba a estar ahí. Además, quería que la novela fuera narrada por dos cuates, como hacen Faulkner en Absalom, Absalom! Günter Grass en Años de perro y Vargas Llosa en Conversación en La Catedral. En Madrid intenté escribir mi novela todos los días. Sin embargo, después de siete meses, me fui sin una sola página escrita. Eso sí, la estructura de la novela se armó en mi subconsciente. Volví a Guatemala y un buen día me senté y dije: “esta historia que ya tienes armada en la cabeza, aunque sea loca y barroca, si de veras hubiera sucedido y tuvieras que contársela a tu mejor amigo, lo podrías hacer”. Al entender aquello me senté a escribir, comencé con la imagen de la morgue y ya no me detuve más. Para mí, el arte de la novela es encontrar la estructura, el ritmo y descubrir cómo te quieres mover en el tiempo. Mientras mejor bailes en el tiempo, mejor es tu novela.
Cambiemos de género, Frank, hablemos de El arte del asesinato político, tu novela sin ficción.
Escribí la primera parte como artículo para The New Yorker. La gente que confió en mí estaba poniendo su vida en mis manos. Sabía que, si cometía un error, una indiscreción, podía hasta provocar la muerte de alguien. Fue un caso que transformó el sistema de justicia de Guatemala, con consecuencias que aún estamos viviendo hoy. Nadie esperaba que un grupito de jóvenes abogados, activistas e investigadores pudiera enfrentarse a la máquina de muerte y corrupción que es el Estado y el ejército de Guatemala. Después de publicar la primera parte, me sentí tan comprometido con esos cuates, empezando por los jóvenes investigadores, que no pude dejarlo. También fue una gran aventura, la gente no toma suficientemente en cuenta la atracción de la aventura. Se piensa que cosas así sólo se hacen por razones nobles. Por supuesto que hay algo de eso, pero también fue la gran aventura de mi vida. Nos hicimos como hermanos, corríamos riesgos juntos (ellos más que yo, porque yo podía irme). Además, sentía que, si no contaba ese caso tan importante, nadie lo haría. Nadie estuvo ahí durante todo el proceso, nadie conocía a todos los jugadores, ni tenía su confianza. Ese libro cambió mi estilo de escritura, es un puente a todo lo que vino después. En mis primeras novelas llevé mis ideas literarias a sus últimas consecuencias. En cambio, en El arte del asesinato político busqué la manera de elaborar un estilo casi transparente, donde no me interpusiera entre el lector y lo narrado. Entendí que la gran diferencia entre un buen fiscal y uno mentiroso, que no vale nada, es muy similar a la diferencia entre un gran narrador y uno mediocre. Los mediocres, ya fiscales o narradores, son muy tendenciosos, buscan una forma de aislar ciertos hechos para que representen cosas que en realidad no representan; usan la difamación, los chismes. Un gran fiscal trabaja con paciencia y confía en los detalles: hechos concretos, detalles, hechos concretos, detalles. Es como construir un camino ladrillo por ladrillo, como Tólstoi o Flaubert.
Dices que esa novela se volvió un puente con la narrativa que vino, ¿en qué sentido?
Di su nombre es un libro sobre Aura (su querida esposa que murió en la playa, en un trágico accidente), aunque aparezco como personaje. Quería pintarla de la manera más viva e íntima que se pudiera lograr con palabras; que no se sintiera que yo estaba ahí. Me imaginaba una prosa transparente. La inspiración, de cierta manera, fueron las obras de Vermeer. Nadie crea un espacio más íntimo en la pintura que él. Y lo hace a través de la luz que pinta: tan transparente que puedes sentir cómo toca la nuca del personaje. Yo quería que mi prosa hiciera eso con Aura, y acudí a la que aprendí a manejar en El arte del asesinato político. Escribir Di su nombre fue una experiencia que transformó mi vida. No la escribí para levantar el duelo, al contrario, lo empeoró. Era lo opuesto a dejarla ir. Además, tuve que indagar en lo más profundo de mi ser. Pero para mí era necesario y, además, sentía que a Aura le debía ese intento de retratarla.
Y luego vino Circuito Interior.
Cuando terminé Di su nombre, en 2010, vinieron los años más difíciles, fue como perder su compañía otra vez. Toqué fondo de varias maneras. Y llegó un punto en el que decidí dar un giro de timón, me dije: yo quiero vivir, no quiero estar solo, ser un viudo para siempre, adoro la vida. Lo que me permitió abrazarla de nuevo fue la Ciudad de México, aquí me dieron un apoyo humano increíble. Aquí perdí a mi esposa, que me daba vínculos muy fuertes con esta tierra. Y conocí a Jovi. Fue un milagro, éramos una pareja muy inesperada que apostó por hacer algo bello y lo logramos, soy un hombre feliz. En Circuito Interior sientes todas esas cosas, es una secuela de Di su nombre, no es una novela, es un memoir de la salida del duelo. En esos años también cambió mi relación con la Ciudad de México, como digo en el libro, para mí era un espacio neutral entre Estados Unidos y Centroamérica, yo ni leía los periódicos, trabajaba en mi novela y estaba con mis cuates. Ésa era mi actitud, pero no escribir sobre México, eso lo hice a partir de Di su nombre.
Cuéntanos de tus influencias como escritor.
Hoy en día no leo como solía leer cuando era más joven, tratando de formarme como escritor a través de la lectura, buscando “influencias”. Estoy contento con lo que he encontrado, algo que se siente mío y que voy a explorar en varios libros más. Siento que en Dostoyevski, Tólstoi, Chéjov, Bulgákov, Melville y Conrad hay algo que me nutre especialmente, algo fundamental. Con esto no quiero dar la impresión de que no leo a contemporáneos. Estoy maravillado por el talento y la originalidad de muchos escritores más jóvenes que yo, en inglés y en español. Zambra, por ejemplo. De EUA pienso en Rivka Galchen, Rachel Kushner, Junot Díaz y Kiran Desai. La inglesa Rachel Cusk es una escritora increíble. No voy a mencionar mexicanos por miedo a olvidarme de algún nombre. Nunca dejo de leer a maestros personales como Grace Paley, Ondaatje, Amis, Bellow, Nabokov, Baldwin, Bolaño y otros.
Aquella tarde seguimos charlando, pero aquello ya no tiene espacio aquí. Frank acaba de terminar una novela y es posible que en 2019 esté en librerías, ya no depende de él.
Imagen de portada: Francisco Goldman. Foto: Mélanie Morand