Los gobiernos de la Marea Rosa heredaron —e intensificaron— un modelo de acumulación basado en la extracción y exportación de recursos naturales, lo que permitió importantes políticas en favor de la inclusión socioeconómica y el empoderamiento político de las masas, al tiempo que socavó la posibilidad de transformaciones más radicales. Por su parte, las derechas nacionales y el capital transnacional también impusieron serias limitaciones a la gobernanza de las izquierdas. Este contexto pudiera referirse a la izquierda de cualquier parte del mundo. Sin embargo, en América Latina y en el Sur Global en general, estas dificultades son mayores debido a las condiciones de dependencia y profunda desigualdad de los países.
Los movimientos antiextractivistas también enfrentaron desafíos. Por un lado, demostraron su capacidad para paralizar o interrumpir proyectos petroleros y mineros a escala local. Y por otro, las comunidades directamente afectadas y los activistas ambientalistas aliados tuvieron dificultades para articular coaliciones populares a escala nacional capaces de estructurar y promulgar alternativas al modelo extractivo.
En un mundo que arde y está atravesado por la desigualdad, comprender los logros y los fallos de estas dos orientaciones de izquierda respecto a la extracción es más importante que nunca.
Los recursos de hidrocarburos y minerales proporcionan ingresos esenciales a la izquierda en el poder para financiar el gasto social y las infraestructuras públicas. En una sociedad profundamente desigual, estas políticas benefician directamente a la mayoría de la población y consolidan el apoyo electoral a la izquierda política. En América Latina a esto se suma la resonancia ideológica del nacionalismo de los recursos: si un país posee abundantes recursos naturales, los beneficios deben fluir hacia la población en el sentido más amplio, no solo hacia los ricos y las empresas extranjeras.
A pesar de las importantes innovaciones introducidas en el modelo contractual de las concesiones petroleras y mineras, que aumentaron la participación del Estado, el alcance de las nacionalizaciones clásicas mediante expropiación masiva ha sido bastante limitado. Predominan más bien las expropiaciones forzosas, las participaciones mayoritarias y las empresas mixtas. Así pues, las empresas extranjeras conservan una influencia significativa sobre el proceso extractivo, los territorios en los que este se desarrolla y los propios organismos estatales encargados de su regulación. Por lo tanto, quizá sea en los sectores extractivos donde observamos algunas de las continuidades más claras entre las reformas neoliberales y las declaradamente posneoliberales. Si en la variante del desarrollismo de mediados de siglo XX el objetivo era la industrialización rápida, que reduciría progresivamente el porcentaje de la economía dedicada a la extracción mientras se ascendía en la escala de sofisticación económica, el “neodesarrollismo” de la Marea Rosa hizo las paces con los mercados laborales dominados por el sector servicios y dio prioridad a la extracción sobre la manufactura. Por su parte, en lugar de coordinarse para proteger los precios, aplicar normas de redistribución de ingresos o adoptar conjuntamente normativas laborales y medioambientales, los países exportadores han competido por la inversión. De este modo, han traicionado las promesas de integración regional y reforzado mutuamente su estatus periférico.
Además de ser un desafío para la consolidación de la soberanía, la dependencia de las rentas de los recursos naturales planteaba disyuntivas de cara al objetivo central de la izquierda: la igualdad. En tiempos de bonanza, las rentas de los recursos permiten beneficios materiales para los menos favorecidos precisamente porque no requieren una redistribución de la riqueza, y mucho menos una expropiación. Haciéndose eco del pacto socialdemócrata de posguerra de las principales potencias capitalistas, y posibilitado a su vez por la abundante energía barata, el crecimiento impulsado por la exportación de materias primas es un juego de suma positiva: los gobiernos pueden aumentar los ingresos de los pobres sin reducir la riqueza de los ricos, asegurándose así el apoyo político de los primeros y la tranquilidad de los segundos. Además, el modelo de “Estado compensador” ayuda a mitigar el conflicto social en torno a la extracción: para un gobierno de izquierdas elegido de forma democrática no es políticamente viable responder a la resistencia antiextractivista solo con represión. De ahí las innovaciones contractuales y las reformas legislativas que canalizan los ingresos procedentes de los recursos hacia las comunidades directamente afectadas.
Durante la década y media que duró la Marea Rosa los gobiernos progresistas no monopolizaron las políticas de izquierda. En colaboración y conflicto con estas administraciones estaba la izquierda en resistencia: los movimientos sociales emplearon medios extraelectorales de movilización y protesta, y presionaron a los partidos políticos y a los cargos electos para que llevaran a cabo las transformaciones radicales prometidas. La relación entre los funcionarios del Estado y los activistas de los movimientos sociales varió según los contextos nacionales y evolucionó con el tiempo, pues el Estado no es una entidad monolítica, sino más bien un terreno abigarrado, lleno de disputas internas, relaciones de poder asimétricas y espacios institucionales más o menos abiertos a la presión de los activistas (o, por el contrario, a las alianzas con las élites económicas). A pesar de esta diversidad y de los matices específicos de cada lugar, en todos los casos los gobiernos de la Marea Rosa no cumplieron plenamente con las demandas populares ni cooptaron, desmovilizaron o reprimieron totalmente a los movimientos sociales. Los agravios no atendidos, combinados con una permanente capacidad en ascenso, hicieron de los conflictos intraizquierdistas un rasgo habitual de la izquierda en el poder.
Los movimientos antiextractivistas pueden presumir de logros impresionantes: han paralizado proyectos extractivos concretos y han ampliado y reconfigurado el debate sobre la extracción de recursos, obligando a los agentes estatales y a las empresas a responder a un nuevo conjunto de quejas y demandas. Sin embargo, hasta la fecha, los activistas antiextractivistas no han cristalizado un movimiento comparable en magnitud y fuerza a la coalición antineoliberal de los sectores populares que, en primer lugar, llevó al poder a los gobiernos de izquierda. Para entender este conjunto de logros y límites merece la pena reflexionar sobre tres tipos distintos de dilemas del radicalismo de recursos de la izquierda en resistencia: en primer lugar, los dilemas del extractivismo como crítica; en segundo lugar, los dilemas del postextractivismo como visión positiva; y en tercer lugar, los dilemas del antiextractivismo como estrategia política.
El extractivismo es el eje central de un discurso crítico que recombina corrientes preexistentes del pensamiento latinoamericano con discursos más recientes en torno al medioambiente y el indigenismo. En sí mismo, el término constituye una crítica a la formación social llamada extractivismo, en la que se integra la izquierda tradicional, que ve tanto en el capitalismo como en el socialismo de Estado un desprecio injustificado por la armonía socio-natural.
Esta crítica es heredera de la teoría de la dependencia, y refuerza la apreciación que esta tiene de las economías organizadas en torno a la exportación de productos primarios. Comparte con esta escuela de pensamiento una narrativa que se origina con la violencia del encuentro colonial y rastrea sus efectos duraderos en patrones neocoloniales de “saqueo, acumulación, concentración y devastación”.1 Al igual que sus progenitores, el marco del extractivismo atiende a los desniveles territoriales constitutivos del capitalismo global y, más concretamente, a la estructura fractal de núcleos y periferias que se reproduce implacablemente a través de la frontera extractiva en constante expansión.
En este sentido, tanto el renovado nacionalismo de los recursos como el antiextractivismo de los gobiernos de la Marea Rosa se inspiraron en el repertorio de la teoría de la dependencia. El primero consideraba que el subdesarrollo tenía sus raíces en la ausencia histórica de soberanía nacional y, como corolario, veía la extracción dirigida por el Estado como una vía hacia el desarrollo equitativo; mientras que el segundo se centraba en las patologías de la “superexplotación” de los recursos naturales para la exportación.2
El discurso crítico contra el extractivismo también se aparta de la tradición de izquierdas. De hecho, los teóricos de la dependencia estaban muy divididos entre las vías nacionalistas-desarrollistas y las revolucionarias hacia el desarrollo. Los primeros esperaban una alianza entre el Estado y el capital nacional, mientras que los segundos aspiraban a derrocar a la vez la dependencia y el capital. En cambio, el discurso contra el extractivismo no solo rechaza el “desarrollo” como objetivo, sino que considera que el modelo extractivo está profundamente arraigado en la estructura social, la ideología e incluso la subjetividad, lo que pone en peligro la posibilidad misma de una transformación revolucionaria.
Dada esta descripción, es difícil explicar la aparición, circulación e impacto político del discurso crítico contra el extractivismo. Los analistas tienden a no conciliar la aceptación de su estatus hegemónico con su discusión sobre la contención del modelo extractivo de desarrollo. En segundo lugar, y quizá más importante, está la dificultad implícita de articular una visión postextractivista y una estrategia antiextractivista. Si el extractivismo es un sistema total e ideológicamente cerrado, con una serie de mecanismos internos que garantizan su reproducción y expansión, parecería que excluye la posibilidad de un cambio, a menos que se produzca un choque exógeno. De ahí el problema de imaginar cómo podría construirse una sociedad postextractiva partiendo de la sociedad extractiva que existe actualmente.
En relación con esto, están los retos del antiextractivismo como estrategia política. ¿Quién es el sujeto colectivo imaginado que liderará este proceso transformador? ¿Cómo está constituido, y por qué medios podría desmantelar el extractivismo y montar una sociedad postextractivista en su lugar? Que la transición para abandonar el modelo extractivo plantee retos que pudieran ser asociados a cualquier proceso político prolongado en el tiempo sugiere otro dilema: el de articular una visión positiva para un nuevo tipo de sociedad. Sumak kawsay (“buen vivir”) pretende ofrecer precisamente eso.
En el amplio debate activista y académico sobre modelos alternativos de desarrollo, el buen vivir es un discurso adyacente al del postextractivismo. Imagina una sociedad basada en el principio de la armonía entre los individuos, las comunidades y la naturaleza, regida por relaciones sociales asentadas en la reciprocidad y la solidaridad, y que da prioridad a “la reproducción de la vida, no del capital”. Aunque a menudo enmarcado en términos de “cosmovisiones” y medios de vida indígenas, el buen vivir es un discurso que surge en el cambio de milenio, orientado hacia el futuro y concebido como parte de las utopías andinas y amazónicas. Pero la ambigüedad del concepto desestabiliza su propia visión utópica. Esto se debe, en parte, a la versatilidad de la palabra quechua kawsay, un vocablo que data de principios del Perú colonial, cuyos significados han “variado desde connotaciones básicas de existencia y subsistencia hasta valoraciones de salud y bienestar”.3 Además, refleja los proyectos políticos distintos, e incluso opuestos, a los que se ha vinculado el concepto. El buen vivir, que existe en la “frontera cultural” entre el indigenismo y la sociedad capitalista, se hace eco tanto de los discursos dominantes como de los más radicales en torno a la sostenibilidad medioambiental y los derechos indígenas, aunque los críticos del extractivismo en la región lo usan en un registro utópico.
El reto de la escala territorial está estrechamente vinculado con el tercer conjunto de desafíos a los que se enfrenta la izquierda en resistencia: los relacionados con la estrategia política. La estrategia de los movimientos sociales tiene múltiples dimensiones, pero aquí me enfoco en el sujeto colectivo de la resistencia, entendido como protagonista y resultado emergente de los procesos de movilización social. El antiextractivismo se centra en la comunidad directamente afectada. Dichas comunidades, situadas en las zonas inmediatas de extracción, son a la vez el sujeto colectivo y el lugar geográfico de la protesta contra el desarrollo petrolero y minero. La territorialización local de la resistencia es una fuerza y un límite. Por un lado, la movilización comunitaria puede obstruir un punto de estrangulamiento crucial en la economía política de la extracción y, al frenar o paralizar proyectos específicos, configurar los contornos globales de la frontera extractiva. Por otro lado, a esta forma de movilización se le hace especialmente difícil reunir una coalición más amplia del sector popular con capacidad para tomar el poder político y transformar el modelo de acumulación.
La oposición militante a los proyectos petroleros y mineros es más probable en los casos de proyectos nuevos (especialmente en zonas sin una historia previa de extracción) que amenazan los medios de vida económicos preexistentes, perturban el consumo colectivo o entran en conflicto con las prácticas culturales basadas en el territorio. El tipo de proyecto, la escala y la propiedad también importan: en el sector minero, las minas a cielo abierto a gran escala y de propiedad extranjera son especialmente polémicas. Además, las normas jurídicas y la organización política de las comunidades determinan la forma que adopta la resistencia. La importancia de la “comunidad directamente afectada” se debe en parte a la disponibilidad de instrumentos jurídicos nacionales e internacionales como la consulta y el recurso de amparo, cuyo objetivo es proteger los derechos humanos frente a su violación por parte de Estados o empresas. Estos instrumentos reconocen a la comunidad como sujeto de derechos particulares y ofrecen una vía institucional para impugnar los proyectos, ya sean consultas locales, participación social en las evaluaciones de impacto ambiental o tribunales nacionales y regionales. Sin embargo, las comunidades que ya están organizadas políticamente (por ejemplo, a través de asociaciones vecinales, comités de agua, organizaciones indígenas) y aliadas con movimientos a otras escalas están mejor equipadas para desplegar esos instrumentos en la batalla política contra empresas y Estados.
En estas condiciones específicas, las comunidades locales son un poderoso lugar geográfico, y protagonista colectivo de la protesta. Dada su proximidad espacial a un nodo clave del proceso extractivo, tienen capacidad para paralizar y desbaratar proyectos. Pero cuando las comunidades construyen alianzas más amplias, las protestas pueden influir potencialmente en las políticas más allá del ámbito local. Sin embargo, una estrategia antiextractiva centrada en las comunidades directamente afectadas es también, por su propia naturaleza, limitada: la fuerza legal y moral de sus quejas y demandas se basa en reivindicaciones de proximidad espacial y, a menudo, en derechos particulares vinculados a esa proximidad (y/o a la condición étnica). Aunque esta estrategia ha demostrado su eficacia a la hora de impugnar proyectos concretos, se ve contenida por la territorialidad fragmentada y desigual de la extracción. Además, en ausencia de alianzas sólidas y solidaridad organizada, el aislamiento territorial de las comunidades directamente afectadas puede dejarlas vulnerables a la represión estatal.
Para pasar de una posición defensiva de resistencia a una posición ofensiva de hegemonía política, el antiextractivismo necesitaría unir fuerzas con una coalición más amplia de sectores populares rurales y urbanos que incluya no solo a quienes no se ven inmediatamente perjudicados por la extracción, sino también a quienes se benefician de los programas sociales y las infraestructuras públicas que actualmente se financian con las rentas de los recursos.
La articulación de los directamente afectados como protagonistas no es ni natural ni inevitable, sino producto de la creación de escalas políticas. Y como corolario, las identidades y los intereses pueden cambiar de escala. De hecho, el “cambio de escala” es un componente central del éxito de los movimientos sociales. A través de las alianzas y la solidaridad, los movimientos pueden ensanchar su capacidad de movilización más allá de quienes son más inmediata o gravemente afectados por una determinada forma de opresión y, mediante la vinculación de quejas y demandas coincidentes, ampliar su identidad e intereses colectivos.
Thea Riofrancos, Resource Radicals. From Petro-Nationalism to Post Extractivism in Ecuador, Duke University Press, Durham, 2020, pp. 164-183. El libro fue resultado de una investigación sobre la década de la administración de Rafael Correa (2007-2017) en Ecuador. Esta es una selección del capítulo de conclusiones; en el original se encuentra una explicación más detallada de los argumentos y una larga bibliografía especializada.
Imagen de portada: Zona minera, 2017. Unsplash