La noche
En la Teogonía de Hesíodo, Nyx (la Noche) se manifiesta como hija del Caos y madre, por medios propios, de una prole temible con integrantes tales como el Destino Fatal, la Muerte, el Dormir y el Soñar, el Sarcasmo y el Lamento, las diosas del destino y de la venganza, la Vejez y la Discordia; también engendra, emparejada con su hermano el Érebo, dios abstracto de oscuridad total, al éter y a la luz del día. La noche cae de manera inevitable, como por gravedad, se torna emblema de vejez, destino del vigor que mengua. Dentro de ella las tinieblas engendran dudas, malos pensamientos; se liberan miedos que se habían mantenido ocultos del sol. Del fondo de la noche, sin embargo, surge la luz: la esperanza se impone como anhelo de claridad. En La noche y los hijos de la noche, la difunta Clémence Ramnoux, de filiación nietzscheana, insiste sobre el erotismo al que invita la noche, momento de recogimiento, lecho y encuentro amoroso; en su portentoso ensayo, la admirada maestra es capaz de distinguir colores en el interior de la opacidad nocturna. Además de la negrura, se halla el rojo de la muerte violenta que nubla y apaga; por ejemplo, la mirada del guerrero, como cuando Homero menciona a la negra Ker de algún héroe fatalmente herido. En el plano sutil, se rebela el dorado, la noche del arrebato amoroso de un dios con otra diosa o con una mortal, o incluso con algún varón mortal como Anquises, a quien Afrodita, ataviada en oro, saca del sueño luego de seducirlo y hacer el amor con él.
Filósofa afín a la metafísica de Heidegger, Ramnoux explora el tema de la noche desde las diferentes tradiciones cosmológicas de la antigüedad helénica, no hace referencia a Jung ni al proceso alquímico, sólo sugiere el tema de las noches de color; la maestra prefiere estudiar el significado de diadas, triadas y triples triadas de la noche y sus descendientes. El tema es demasiado amplio; me hago responsable, por lo tanto, del abuso de apropiarme estos colores para caminar por la noche.
La noche negra
La melancolía se asocia con la oscuridad, Mélaina negra, epíteto propio de la diosa Noche. Este mal provoca falta de ánimo, soledad, temor o atracción hacia la muerte, insomnio o adormecimiento constante. Hipnos y Tánatos —el Sueño y la Muerte—, hijos de Nyx venerados como gemelos sagrados, de quienes Pausanias —geógrafo griego— describe una imagen que descubrió en un templo: una diosa con dos bebés en brazos, uno blanco y otro oscuro; la noche nutre a estos hermanos, polos inseparables de la experiencia humana. Y aunque los dioses son inmortales, ellos mismos no pueden escapar del influjo de la noche que los doma, les impone el sueño y los predispone al amor en el lecho conyugal, como le ocurre al Zeus homérico con su esposa, la diosa Hera. Dioses y hombres tienen en común el acto de dormir, capacidad asociada al descanso y a la actividad erótica y, aunque los dioses no sueñan, se valen del sueño para enviar mensajes; Hipnos —según comenta Pausanias— es la divinidad favorita de las Musas, hijas de Zeus y Mnemósine (la memoria). Si el sueño, hijo de la noche, libera miedos y pulsiones reprimidas en forma de pesadillas, también es fuente de inspiración, creatividad y visiones proféticas.
Esa melancolía, humor negro del que —según una cita del Pseudo Aristóteles en sus Problemata— todos los grandes hombres habrían participado, equivale a un viaje al fondo de la noche, ahí donde la diosa negra se encuentra con su hermano el Érebo; frontera entre el Hades (reino de la muerte) o puerta hacia la luz. Tal descenso hacia la propia oscuridad significa el periplo imprescindible para recuperar el entusiasmo luminoso del proceso creativo. ¿Cuántas grandes obras no son resultado de tal paso por el laberinto de la noche más oscura? Ejemplo quizá obvio, Las noches, esos diálogos, bellos y enfermizos de Alfred de Musset con su musa. Para Jung —referencia inevitable en estos temas— ese viaje del día hacia la noche, la caída en el estado melancólico, depresión profunda, equivale a la primera fase de la Gran Obra en la tradición alquímica, nigredo o melanosis, forma de encuentro con la Sombra que recupera los contenidos reprimidos, no conscientes, de la psique para que posteriormente la conciencia se fortalezca y disponga de ellos creativamente. Las etapas del trabajo de la nigredo, opus nigrum, paseo por la oscuridad —tales como fermentación, putrefacción, calcinación, coagulación—, evocan a todos esos vástagos de la noche que la cosmogonía de Hesíodo menciona: problemas con Hipnos, terror de Tánatos, sensación de envejecimiento, parálisis, sarcasmo y discordia consigo mismo. Saturno (cuyo glifo representa el plomo en alquimia) se impone como la estrella indiscutible de la melancolía, el sol negro de Nerval o la célebre litografía de Durero, Melancolía I.
La noche roja
El concepto sugiere un oxímoron, pero en la tradición humoralista —desde Hipócrates hasta Galeno y durante toda la Edad Media— puede significar mezcla de bilis negra con bilis amarilla o con humor rojo, que no sería otra cosa que la sangre. Marte (dios de la guerra, hierro en alquimia) se asocia al temperamento colérico cuando domina la bilis amarilla. El bazo, productor de bilis negra, y la vesícula biliar forman una argamasa peligrosa que desata violencia. Basados en la lógica de la psicología y alquimia de Jung —o más atrás, en el enciclopédico tratado de Robert Burton (Anatomía de la melancolía, 1621), el maestro que confesaba escribir sobre la melancolía para escapar de ella—, si la densidad del humor negro hunde y reprime demasiado la cólera —el dios Saturno, digo yo, sometiendo al dios de la guerra—, la melancolía llevaría al suicidio, forma de violencia que el individuo dirige hacia sí mismo. Algunos estudios sugieren que el riesgo de suicidio aumenta por la noche. Si la ira se vierte hacia afuera, la explosión es fatal para otros, pues la noche incuba delitos y crímenes sangrientos. Hesíodo ofrece más claves en su genealogía nocturna: Eris (diosa de la discordia, hija de la Noche) engendró a su vez a Horcos, la maldición que cae sobre los perjuros, o los falsos juramentos; la noche engendra pleito, ¿o será que los deseos reprimidos se liberan y ya no es posible respetar esas leyes de buena conducta que ordenan los dioses? En la tradición judeocristiana, Caín mata a Abel y derrama su sangre sobre la tierra porque lo envidia. El libro no especifica si el crimen ocurre durante la noche, pero Caín se esconde de Dios: imagen nocturna, oscuridad y ocultamiento. Los hermanos parecen destinados a una dinámica de confrontación, tensión entre Hipnos y Tánatos o entre Cástor y Pólux —gemelos inseparables que, por cierto, inventaron el boxeo—, que sufren el destino de alternarse cada día; uno en el inframundo, reino de la muerte, y otro en el cielo estrellado. Aunque sujetos a un ritmo circadiano, simultáneamente mortales e inmortales, nunca escapan ya de la noche, sino que la abarcan por completo. Tema de esta noche roja es ese humor que fluye por venas y arterias, y que derraman los vástagos de la diosa; la sangre que, bien distribuida, da jovialidad. Además del corazón, el hígado es su fuente en la tradición humoralista y es el órgano asociado a Júpiter: dios que rige, liga leyes y mantiene los principios saludables de la tribu, comenzando por la familia. Pero contra la Noche, ni Zeus (Júpiter) se atreve a contestar, por eso contradicciones y rivalidades se escapan por la noche y durante el sueño. Resulta difícil reprimir discordias y pulsiones incestuosas que los juramentos y los pactos sagrados mantienen bajo control. Cuando se traicionan éstos, se asoma Horcos para perseguir al transgresor, imagen mítica de la culpa que equivaldría a la que azota a Caín.
La noche dorada
Así como la noche engendra terrores y libera pulsiones reprimidas, también invita al cobijo y a la intimidad —al encuentro con Afrodita— o predispone a recibir mensajes que inspiran los dioses a través de Hipnos y todo su linaje de sueños. Es trivial hablar del consejo que aportan la noche y el sueño para resolver problemas, del mañana que será otro día. Algo ocurre durante la noche que modifica la perspectiva de las cosas, a veces de la vida misma. El territorio nocturno es un lugar lleno de actividad: la naturaleza fermenta, los flujos se encuentran y la vida germina. Se supone que al templo de Asclepios (dios de la medicina) en Epidauro, acudían peregrinos enfermos en busca de curas; los sacerdotes los ponían a dormir y, según los sueños que los devotos tenían, prescribían remedios y, a menudo, tratamientos contra la melancolía. Las serpientes sagradas de Asclepios circulaban libremente por el Asclepeion, el recinto donde dormían los peregrinos. El emblema de la medicina (la vara de Asclepios) se confunde con el caduceo de Hermes; en todo caso, la imagen de la serpiente —símbolo de transformación, vida y muerte— que la vara de Mercurio atrapa es afín a la doble serpiente, que insistiría sobre la repetición y el devenir constante de los ciclos. Clémence Ramnoux se fija en dos de los muchos apelativos que recibía el hijo de Zeus: Subterráneo (Hermes Chthonios) y Nocturno (Hermes Nycteos). Uno representa la fuerza germinativa de la tierra que da frutos, el otro ofrece la visión de caminar por la noche hasta alcanzar un destino. Es famosa la imagen pintada en una vasija griega —crátera del pintor Eufronio— de Hermes dirigiendo a Hipnos y a Tánatos que transportan el cuerpo de Sarpedón (hijo de Zeus) para ser enterrado en su país natal . El psicólogo junguiano James Hillman afirma que los sueños, a partir de la infancia, ilustran el camino hacia la muerte; tesis quizá demasiado radical pero que apoya, consciente o inconscientemente, el vínculo inquebrantable de estos gemelos, hijos de la noche. Una gran psicoanalista, Françoise Dolto, revela en una entrevista que dar de alta a un paciente significaba verlo salir contento a enfrentar, eventualmente, su propia muerte; moderna imagen de la pintura del artista Eufronio. ¿Será ésta, en el fondo, la verdadera cura terapéutica: reconciliarnos con la muerte? Pero hay más. Frente a la angustia que provoca la negra noche, el Hermes noctámbulo se hace guía de la psique hacia el reino de las sombras —el Hades y el Tártaro—, pero, asociado a otros arquetipos, a otros dioses, el psicopompo Hermes enseña cómo atravesar la noche, vencer la muerte y encontrar la luz; imagen de la vida eterna. En ese proceso se basan las diferentes tradiciones iniciáticas, tales como los misterios de Eleusis, de Orfeo o de Dionisos, que se practicaban de noche con antorchas para iluminar el camino: los guías (mistagogos) conducían al misto (al iniciado) hacia la epopteia, la experiencia luminosa.
En la tradición cristiana, san Juan de la Cruz en su “Noche oscura del alma” se revela a la vez misto y guía del viaje a través de la oscuridad hacia la luz. La obra de este poeta puede leerse como mapa del camino hacia el día. La belleza de la obra de los místicos es que trasciende el dogma y la religiosidad de las instituciones; con creencias o sin ellas, cualquiera puede identificarse con la melancolía profunda que vive san Juan y con la experiencia del sosiego que alcanza, puro regocijo con la luz.
El régimen nocturno
En su tratado Las estructuras antropológicas del imaginario, Gilbert Durand construye un sistema para organizar la estructura y la dinámica de símbolos, esquemas semánticos y arquetipos universales. Discípulo de Gaston Bachelard y muy influido por la obra de Jung, este filósofo totalizador aspira a crear una gramática universal que defina la morfología y sintaxis (por decirlo a la antigüita) de imágenes y arquetipos universales. La ambición de Durand resulta fascinante y digna de Pantagruel, ya que Jean Piaget, Kant, Lévi-Strauss y muchos más contribuyen en el diseño arquitectónico de su edificio teórico. A veces irritante por su formalismo estructuralista, este estudio serio y riguroso resulta imprescindible para quien se interese en mitologías, símbolos y tradiciones esotéricas. Durand se revela como amante de la geometría y propone un sistema para clasificar y comprender mejor el dinamismo del imaginario colectivo universal, ya sea sincrónico o diacrónico; dicho sistema consta de dos regímenes: uno diurno, asociado a la verticalidad, la luz y la elevación, y otro nocturno, que implica descenso, profundidad y oscuridad. Antropológicamente, la dominante postural de lo diurno —como define el filósofo— exige materias luminosas, técnicas de separación, armas como flechas y espadas. El régimen nocturno, en cambio, se liga al descenso digestivo y exige materiales asociados a las profundidades, el agua, la tierra cavernosa; sus utensilios son contenedores, copas, cofres; beber, deglutir y tragar son actividades fuente de este imaginario.1 Durand coincide con Ramnoux sobre la fuerza afrodisíaca de la noche cuando incluye en el régimen nocturno los movimientos rítmicos, principalmente el de la sexualidad, y gestos como la frotación, asociados de manera imaginaria a la producción del fuego, a los ciclos de las estaciones; de ahí, por ejemplo, la rueda. El régimen nocturno posee dos dominantes principales: la digestiva y la sexual. A la primera dominante pertenece el complejo de Jonás (Bachelard): la necesidad de resguardarse, refugiarse en la intimidad de la casa o el ensimismamiento al que la noche invita al melancólico y que propicia el acceso a fuerzas creativas y luminosas. Puede deducirse que la segunda dominante —el calor del frotamiento, la experiencia genital compartida en la intimidad— es literalmente productora de frutos, fuente de vida y luz. El polo temible de tal régimen es cuando la deglución se transforma en caída o cuando la experiencia genital de frotamiento condena a la soledad. La necesidad de establecer su método impide que Durand indague más a fondo sobre la dinámica de cruzamientos y nudos; tejidos inevitables de las dominantes de la noche que generan uno de los símbolos que ilustran mejor la ambivalencia de la noche: el laberinto. Mera oscuridad, metáfora del caos que experimenta un ser humano, si se halla perdido en la duda y la angustia; pero si comprende que el laberinto es también orden, diseño arquitectónico de simetría cuando se mira en conjunto, entonces esa cruz (signo de fijeza) gira, el nudo se desata y el círculo se revela. Varias de las tradiciones iniciáticas implicaban el paso en la oscuridad a través del laberinto y la salida a la luz. El laberinto es rueda y mandala. El tema es inagotable. Podemos, por lo pronto, concluir con lo que considero el mejor hallazgo del libro de Durand: la dinámica diferente del color en cada régimen. Bajo la luz del día los colores se reducen, predominan el azul y el dorado; mientras que por la noche toda la riqueza del prisma se hace posible. Hasta aquí el apunte de Gilbert Durand. Si esto es así, el arcoíris —digo yo— sería una ventana hacia la noche. ¿Pero cómo es eso de que la negra noche se asocie a toda la gama de colores? Primero, porque el cielo estrellado —ese otro extremo del abismo nocturno— despliega y concentra los brillos de los astros; segundo, porque la entraña de la noche —también asociada a la oscuridad de la tierra, caverna y tumba— esconde y revela las gemas, piedras preciosas y metales. El imaginario del alquimista —descendiente directo de los forjadores y joyeros (Mircea Eliade, Herreros y alquimistas)— asume que en la oscuridad de su propia noche la tierra transforma el plomo y el carbón en oro y piedras preciosas. La obsesión del alquimista era apresurar el trabajo de la oscuridad para encontrar el oro, símbolo solar de lo incorruptible, de la luz propia para vencer al sueño y a la muerte. Jung recupera las imágenes del proceso alquímico para aclarar el sentido de la melancolía profunda del artista, o de cualquier individuo aquejado por el miedo a perderse en la noche de su propia noche.
Imagen de portada: Edward von Steinle, La naturaleza de los colores y su apariencia a las cuatro horas del día, 1863. Städel Museum
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Me atrevo a mencionar de paso el estudio de Luis Barjau Tezcatlipoca. Elementos de una teología nahua publicado por la UNAM, territorio aún virgen para explorar el tema de la noche en la cultura prehispánica. ↩