El día que me propusieron escribir una reseña de cine noté que ha pasado mucho tiempo desde que vi una película que me cimbrara el alma. Seguí reflexionando sobre la última vez que tuve una verdadera experiencia cinematográfica (como cuando descubrí las películas de chinos voladores de la mano de Ang Lee en 2001, o cuando vomité en el cine viendo Irreversible de Gaspar Noé en 2003), lo que me hizo preguntarme qué define una experiencia cinematográfica y cuál es la diferencia entre esto y simplemente ver una película como entretenimiento. Luego, mis pensamientos derivaron hacia la condición del cine en los últimos años, particularmente en México. La mente es así a veces, un laberinto incierto. Reflejo de eso es este escrito, que más que contener certezas, está plagado de preguntas. Recuerdo una entrevista con un decano programador del Festival de Cannes acerca de cómo el hartazgo y la decepción lo habían hecho renunciar a un trabajo que antes lo apasionaba. El hombre describía cómo su labor se había convertido en una verdadera tortura desde que se dio el crecimiento desenfrenado de las producciones cinematográficas. El gozo de descubrir películas sorprendentes había sido reemplazado por la tediosa tarea de ver malas películas en cantidades abrumadoras. Mala cinematografía, pero abundante; triste consuelo. Hoy en día, el cine es consumido y producido casi con la misma actitud que la comida rápida. En el último Festival de Cannes tan sólo en la sección Cinéfondation, dedicada a largometrajes realizados por estudiantes, fueron recibidas 2,600 películas. Y en el periodo de 2016 a 2020 serán estrenadas 40 películas de superhéroes. ¿Cuántas de ellas memorables? Es innegable que en los últimos años, con los nuevos formatos, la producción de películas ha crecido de manera drástica, por lo que, si hay muchísimas malas películas, por simple aritmética, las buenas también deberían ser numerosas. ¿O no? En una entrevista realizada en 1991 sobre el rodaje de Apocalipsis ahora, Francis Ford Coppola planteó que, con la proliferación de equipos accesibles, como las cámaras de 8 mm, surgirían inevitablemente más cineastas: “una gordita de Ohio podría ser el nuevo Mozart y hacer una película hermosa con la camarita de su papá. Y al fin el profesionalismo del cine se destruirá por siempre… y [el cine] se convertirá en una forma de arte”. La cinematografía ya no sería el privilegio de una burbuja elitista, sino una herramienta a la mano de cualquiera. Como un lienzo y un pincel. Esto es seguramente deseable y bienvenido. Cualquier cosa que esté al alcance de la mayoría y fuera de las garras exclusivas de una élite se agradece. Sin embargo, tiene otras consecuencias. Poder realizar una película sin que esto se traduzca en costos altísimos o en enormes deudas o siquiera en la necesidad de una ganancia (o incluso recuperar lo invertido) representa innegablemente una muy refrescante libertad con la que todo creador podría verse beneficiado. El cine independiente o experimental se multiplica, y con él, el número de personas que pueden dar rienda suelta a una creatividad que no debe rendir cuentas a mecenas ni seguir lineamientos estrechos dictados por necesidades monetarias. Sin embargo, eso trae consigo una cierta autocomplacencia; pareciera que la facilidad de hacer cine implicara también una relajación en cuanto al nivel de calidad. Tal vez el tener acceso libre a plataformas y tecnologías hace a los cineastas más laxos, menos rigurosos consigo mismos. Todo artista, creador o cineasta debería ser totalmente libre de ejercer su visión; sin embargo, eso no lo exime de un trabajo de preparación riguroso. Y muchos cineastas están muy lejos del rigor. Se siente un desconocimiento del lenguaje cinematográfico, una indolencia o casi desgano en la manera de filmar. Dentro de este boom del cine y de las óperas primas, existe indudable talento y películas sorprendentes, pero hay también la sospecha de un cine cómodo, aletargado, falto de inventiva, que repite un modelo por económico y exitoso. Premios, becas y apoyos son cada vez más numerosos, otorgados por medio de fundaciones, festivales, subsidios gubernamentales, estímulos fiscales o métodos más informales como las plataformas de autofinanciamiento. Existen sitios como Kickstarter o Indiegogo que cualquier persona que tenga el sueño de hacer cine puede utilizar. Inclusive cineastas consagrados como Alejandro Jodorowsky han echado mano de esto para llevar a cabo sus ideas. ¿Pero cuántos de estos proyectos tienen trascendencia? El cine está hecho para una audiencia, y si el autor no logra resonancia dentro del público, se podría decir que la obra fracasó en su cometido. Una vez más, nos enfrentamos a una paradoja común acerca del valor de una obra en sí y su peso en oro. O en entradas. O en reconocimiento. ¿El éxito hace que una obra sea implícitamente buena? Batman v Superman: Dawn of Justice_ generó 873 millones de dólares. ¿Eso la hace una buena película? Hell, no. Pero, si la taquilla o los premios no son avales de una buena película, ¿entonces qué lo es? ¿Es un público —en su mayoría abúlico— el mejor juez de una obra? El cine mexicano tiene un despunte gracias a que se le han abierto las puertas en diversos festivales de todo el mundo. Sin embargo, esto no equivale a decir que en México se ve más cine nacional o que en las carteleras del país hay más películas nacionales. Simplemente, se hace más cine, lo que —dicho sea de paso— es de aplaudirse. No deja de ser curioso que hacer más cine no implique ver más cine, como ocurre en Chile, Argentina o República Dominicana, donde la gente sí ve el cine que produce su propio país. No es solamente el público en general el que no ve el cine que se produce. Hay infinidad de películas que se pasean por festivales, pero que nunca ven la luz del día (o la oscuridad de la sala) y que muy difícilmente alcanzan un estreno comercial. Existen no pocas películas nominadas al Ariel (máximo galardón de la cinematografía nacional) que nadie ha visto. O ningún otro cineasta ha visto. O llegando al extremo: ni siquiera el equipo que participó en el rodaje. No olvidemos que el destino de una película no termina en la fase de edición o de posproducción, sino en el de distribución. De los múltiples procesos que abarca la creación de una película, esta etapa es el talón de Aquiles del cine, el cuello de botella en donde todo se empantana, el paso decisivo que falta para que la industria cinematográfica se retroalimente y pueda llamarse industria. El quehacer cinematográfico es pesado, excesivo y generalmente caótico. Por los breves tiempos de rodaje y preparación (time is money), que son cada vez más cortos, se exige un trabajo particularmente intenso y condensado. No hay dinero, ergo, no hay tiempo, pero las exigencias no cambian: algo que se filmaría normalmente en tres días, se filma en uno. Un día de rodaje de doce horas se convierte en una jornada de dieciocho. Tres comidas diarias se convierten en un snack. Los sueldos se reducen y hay empresas productoras que sistemáticamente no pagan. Pero las quejas no generan conciencia. Con tanta gente queriendo entrar al juego, todo el mundo es reemplazable y a veces el respeto entre colaboradores es mínimo. Desde el minuto de concebir la idea para una película, escribir el guion, conseguir el financiamiento, reunir al equipo de trabajo, filmar, editar, posproducir, hacer promoción, hasta estrenar la película en cuestión, pueden pasar años. O puede quedarse en cualquiera de estos pasos sin jamás llegar a su destino. Y las que llegan, incluso con bombo y platillo, esperan convertirse en la ansiada experiencia cinematográfica, pero terminan siendo el tibio plato de acompañamiento que se ve a medias en una pantalla casera mientras nos distraemos con el celular. Hace poco, en relación con el estreno de la película Dunkirk, resonó en los medios un comentario de Christopher Nolan en el que afirma que “lo que ha definido siempre una película es que se vea en un cine”. A Alfonso Cuarón la visión de Nolan le pareció “miope y reaccionaria”. Difícil pensar que su película Gravity sea apreciada de igual manera en la oscuridad de una sala de cine que en una laptop o una tablet. Tal vez la vivencia cinematográfica tiene que ver no sólo con el contenido de una película sino con el ritual que la acompaña y que nos permite crear el ambiente propicio para generar esta experiencia. No lo sé, una vez más, solamente pregunto. ¿La conclusión? Probablemente no la haya. Definitivamente no una sola. Pero para los que nos interesa el futuro del cine, tal vez valga la pena seguir preguntando.
Imagen de portada: Fotograma de Gravity de Alfonso Cuarón.