Quisiera rastrear la primera vez que una mujer le dijo “hermana” a otra como una forma distinta de decir “compañera de lucha”. Se me antoja que haya ocurrido en una manifestación por los derechos civiles. Escucho sus risas en un oleaje de complicidad, veo sus manos rodeando los hombros de la otra, la luna blanca de sus uñas en el terciopelo negro de su piel. Nunca había considerado la “orfandad” engendrada por la muerte de una hermana. Perderla debe ser lo único peor a nunca haber tenido una. La soledad se amarga por el despojo y se reseca con el duelo. Hay una mujer llamada Liliana Rivera Garza que fue víctima directa de feminicidio el 16 de julio de 1990, cuando tenía veinte años, a manos de su expareja. Ángel González Ramos no ha pagado por el asesinato que cometió. Escribo su nombre porque no seré cómplice de las sombras que aún hoy lo esconden. Que se repita quién es y qué hizo hasta que un dedo lo señale por la calle, hasta que alguien le arranque de tajo su tranquilidad impune. Hay una hermana llamada Cristina Rivera Garza que esperó treinta años para contar en su libro más reciente la historia de Liliana. No fue una espera calculada. El silencio se le impuso por el dolor y la culpa. La vergüenza, incluso: “Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al mínimo detalle, como odiarse a sí mismo”. Durante los primeros años tras la muerte de Liliana, fue imposible interrumpir una secuencia infinita de remordimientos por haber omitido los detalles, por no descubrir el acecho antes de que fuera fatal, por ser una víctima indirecta. La culpa es de los avatares más crueles del control. Una busca recuperar la sensación de que se es fuerte y de que el destino no es asunto de dioses malhumorados por medio de la vigilancia y el castigo. En realidad, lo que hacía falta se hizo obvio hasta que despuntó en el horizonte: faltaban las palabras para nombrar que, cuando un hombre mata a una mujer por ser quien es, se llama feminicidio. Se llama crimen de odio. Se llama patriarcado. No es casualidad que este libro se haya publicado en la primavera del 2021, cinco años después de la primera marcha feminista del 24 de abril, que reunió en las calles a miles de mujeres en dieciséis distintas ciudades mexicanas. Apenas la noche anterior se había viralizado en el territorio nacional el hashtag #MiPrimerAcoso y las redes sociales se inundaron de testimonios de violencia machista, perpetrada la mayoría de las veces por algún conocido de la víctima. El otro detonante, explícito en el libro, fue la lucha de Araceli Osorio, madre de Lesvy Berlín, quien murió estrangulada por su novio con un cable de caseta telefónica dentro de Ciudad Universitaria, el campus central de la UNAM. En 2019 su agresor, Jorge Luis González, recibió una sentencia de 45 años de cárcel por feminicidio agravado. El invencible verano de Liliana toma su nombre de una línea de Albert Camus que Liliana misma le recetó a una amiga que sufría un mal de amores: “En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano”. La cita proviene de “Retorno a Tipasa”, un ensayo de 1951 sobre una ciudad costera de Argel en donde Camus encontró la paz de volver al terruño en su propio cuerpo. Las ruinas de Tipasa habían sido una guarida ante las catástrofes y la guerra, una forma de recuperar el remanso de la juventud. Durante su paseo del primer día de sol en temporada de tormentas, el hombre de cuarenta años ya descubre que su verdadero refugio ante la desgracia es su pecho. Son sus manos. Es su lengua. Lo que él da en llamar “su invencible verano”. La entrada del 26 de mayo de 1990 del diario de Liliana registra un hallazgo similar:
Ayer sucedió. Y hoy parece haber desaparecido. La euforia pasó. No hay desencanto, todavía soy feliz. Todavía. Ahí estás, a pesar de todo… Te encontré. Tú eres el conocimiento, tú eres, ¿eres?, el amor y la pasión y el deseo al conocimiento. Tú eres. Tú. Liliana.
En esa nota dirigida a sí poco antes de su muerte, reconoce que se tiene a ella misma. El gesto no le pasa desapercibido a Cristina y subraya el cambio que esta nueva actitud implicaba hacia la desgastada relación entre la joven y Ángel, para quien debió augurar una separación definitiva también. Tanto así que un par de meses más tarde arremetería contra Liliana de manera brutal. Para entender mejor esta dinámica, Rivera Garza remite a la lectora a Sin marcas visibles de Rachel Louise Snyder. En ese libro, la periodista ordena una serie de alertas que pueden identificarse en una “Prueba de Diagnóstico de Peligro”. Como en la abrumadora mayoría de feminicidios, a la manipulación emocional (las amenazas de suicidarse), a la invasión simbólica de sus espacios (la escandalosa motocicleta que Ángel usaba para ir por Liliana a la universidad), a los celos y el acoso, se sumó la decisión definitiva de dejarlo. En los meses siguientes a la separación —que Snyder reconoce como los más peligrosos en una relación abusiva—, Ángel aprovechó la lejanía temporal de la familia y las amistades más cercanas para matar a Liliana. En este punto el crimen deja de parecer un hecho aislado y revela su naturaleza estructural, sistemática. Este libro de ensayo y ficción, como los dos que lo anteceden en la obra de Rivera Garza,[^1] hace de su principio de composición una materia de trabajo. La narración comienza con la crónica de un peregrinar por oficinas de gobierno para rescatar del olvido burocrático el expediente de los hechos, pero muy pronto abandona ese tono para convertirse en una puesta en escena del acto de producir un archivo. El primer elemento son las cartas que Liliana intercambiaba con sus amigas, alguna prima y sus amores. En una época en la que no había celulares ni internet las cartas eran la fórmula para borrar las distancias, hacerse presente en la materialidad de la letra manuscrita y los dobleces del papel.
Cada misiva iba decorada con bordes de colores, diamantina, calcomanías, entre las que predominaba la figura de Kitty, tintas distintas, letras muchas veces ensayadas, y hasta flores o hierbas secas. Más que una carta, una pequeña muestra de arte postal.
Para reproducir los escritos de Liliana seleccionados en esta edición se usa una tipografía diseñada por Raúl Espino Madrigal, uno de quienes testimonia sobre su vínculo con ella en la sección que agrupa las voces de sus amigos universitarios y un par de primos. Rivera Garza documenta las experiencias que esas personas compartieron con su hermana sin dejar de regresarle la voz a ella, que tenía el hábito de escribir todo el tiempo. Cristina ordena y sistematiza los papeles de su hermana, echa mano de su memoria de aquellos años cuando es necesario. Su formación de historiadora cobra un sentido vital en la tarea de reordenar el universo de Liliana.
Utilicé el mismo método: color de tinta, tipo de trazo, tema que trataban. También añadí las cartas, así como las notas sueltas o recados que recibió durante ese periodo. Lo transcribí todo, intentando conformar un cronograma más o menos legible. Intentando habitar cada uno de sus trazos. […] Lo que emergió fue un mapa, o más precisamente: un plano.
La reconstrucción permite entender a profundidad los mecanismos sociales que silenciaron las agresiones que su hermana menor sufrió durante varios años. Conforme el libro avanza y ya conocemos bien a su personaje principal, la sensibilidad actual —construida sutilmente a lo largo de las páginas— ilumina las banderas rojas conforme se presentan: la infidelidad, los celos, el carácter “secreto” del noviazgo, la negativa a convivir con los de amigos de ella, las visitas inesperadas a su casa, el abandono ante un embarazo no planeado. En la parte dedicada a narrar el crimen, se reproducen también las notas periodísticas de la época, que si bien no revictimizan a Liliana tampoco hacen una lectura muy profunda de la escena. La mayor habilidad del libro es argumentar cómo puede evitarse la escalada mortal de la violencia feminicida, sin culpar jamás a las víctimas de ser responsables de su experiencia. El sentido de la disertación es identificar cómo se puede romper el pacto de complicidad con ese tipo de misoginia. Primero, hay que saber nombrar lo que está pasando: desconfiar, por ejemplo, de discursos rancios como el del “verdadero” amor, que debe estar atravesado de sufrimientos y obstáculos que prueban su autenticidad. Luego, se debe honrar la memoria de las mujeres asesinadas. Por último, hay que compartir la palabra, discutir a voz en cuello qué es permisible en una relación amorosa, dónde están sus límites y cuáles son las condiciones mínimas para sostenerla. Entre más avanzaba yo en la lectura, peor se sentía la angustia en mi pecho. No podía evitar encontrar las semejanzas de la relación con Ángel y mis propios noviazgos. Reconocí más de una vez esa actitud predatoria disfrazada de amor, que aprendí a imitar y a codificar en clave romántica en tantas canciones, libros y películas. Liliana decía que no quería tener novio porque no quería perder su libertad ni ser la posesión de nadie. ¿Cuántas veces he dicho yo esas mismas palabras? Lo único que me diferencia de ella es que yo he corrido con suerte y he vivido para contarla. Como manual de usuaria, El invencible verano de Liliana puede salvar la vida de muchas mujeres. No sólo porque ayuda a identificar punto por punto acciones violentas dirigidas hacia la meta de eliminar (al menos) una parte de nosotras, sino también porque muestra cómo es amar a una mujer por medio de la escucha y la mirada atenta, cómo navegar un mundo interior ajeno sin colonizarlo ni someterlo. Más allá de las partes que hablan con franqueza del inmenso amor entre las hermanas, el libro es en sí mismo un acto de amor para Liliana. Una expansión de la hermandad compartida entre mujeres, que también se llama feminismo.
Imagen de portada: Cristina Rivera Garza y su hermana Liliana, mayo de 1990. Archivo de la autora. “Ese día mi familia me llevaba al aeropuerto porque me iba de regreso a Houston. Liliana y yo nos pusimos a hacer caras con mi papá, quien nos tomaba las fotos. Fue el último día que la vi con vida.”