Hace cinco años fui diagnosticada como paciente migrañosa crónica. Tomó tiempo y varios estudios llegar a esa conclusión. Dentro de la etiología para determinar el padecimiento, mis síntomas eran confusos: alucinaciones visuales, fantosmias, parosmias, fotofobias, escotomas centelleantes, depresión, náusea, vómito, vértigo, fonofobia, acúfenos, diarrea, cefaleas, ataques de ansiedad, pruritos, sarpullidos, constantes escalofríos, entumecimiento de pies y manos, obnubilación, afasia transitoria, presión y dolor craneal. Ocurrieron sin descanso todos los días, durante al menos los primeros cien. Por eso, cuando un joven doctor vietnamita, luego de nuestra conversación gestionada en un tercer idioma, y tras revisarme los reflejos y el pulso y repasar e interpretar mi cuerpo abstraído en un historial codificado y de imagenología, dijo migraña, lloré con una alegría inédita y él no supo qué hacer con ese desbordamiento mío. Antes de su diagnóstico, las principales sospechas médicas eran un tumor o un coágulo en el cerebro. Pero no, era migraña, y agregó que la causa parecía estar vinculada a un estrés excesivo. Me recetó un medicamento controlado y, para evitar el aura prodrómica, sugirió tranquilizarme, respirar, meditar, caminar, buscar ayuda psicológica y/o psiquiátrica. “Trata de no involucrarte tanto”, me dijo, y yo solo asentí.
La única causa posible para este estrés sobredimensionado era el proceso inmigratorio que atravesaba y en el que, para entonces, llevaba inmersa cuatro años. En mi vida diaria, sin embargo, eludía conscientemente hablar o pensar en eso. No permitía que me afectara porque tras habitar esta región por más de una década, entendí que mi situación era privilegiada comparada con la de otras personas cuyas vidas e historias de migración había tenido oportunidad de conocer o atestiguar. Pese a todas las complejidades burocráticas y existenciales que sorteaba, yo contaba con una red de apoyo, amigos, una pareja, una casa. No obstante, en mi inconsciente, los sueños eran todos pesadillas, la mayoría febriles, y su horror no era concreto sino conceptual. Soñaba con la frontera. Extrañamente, no era esa barda por mí conocida o experimentada con frecuencia, sino una liminalidad vuelta idea —límite y forma oníricos—: un fragmento de pintura descascarada, una puerta, una ventana, lluvia, el horizonte, la espuma, algún desnivel en el piso, la luz y la oscuridad, perímetros, texturas que no podía atravesar, traspasar o transgredir porque sus presencias me inmovilizaban. En muchas de estas pesadillas endoliminales no había acción. Ocurrían en la incertidumbre y la espera, y su atmósfera común era siempre una mezcla de angustia, miedo, desesperación y tristeza. Tras ser diagnosticada, me aboqué a leer e indagar más sobre mi padecimiento, para enterarme de “la tendencia de todas las clases de migraña a presentarse durante el sueño, y su relación putativa con los estados oníricos y las pesadillas”1 y que, pese a ser una enfermedad prevalente, falta mucha investigación médica comparada con otros males. Aunque su sintomatología puede desencadenar eventos mórbidos, en sí misma no es una causa directa de muerte. La migraña afecta mayormente a las mujeres y por la diversidad de sus síntomas mimetizadores de otros trastornos y la ambigüedad de sus causas, muchas veces es soslayada o mal diagnosticada.
Mi proceso de inmigración era sencillo y al mismo tiempo no. Mi solicitud de residencia era como pareja de hecho de una ciudadana estadounidense con quien vivía en Tijuana y llevaba ocho años de relación. El motivo oficial era mudarnos juntas por cuestiones de trabajo, aunque había razones subyacentes relacionadas a la inseguridad y la violencia. En mi cuadra abandonaron los cuerpos de dos mujeres en distintos lugares y fechas. A una la asesinaron in situ con una piedra que los asesinos dejaron y nadie nunca recogió. También fui testiga de un secuestro con tortura ocurrido afuera de mi casa: no llamé a las autoridades porque los secuestradores portaban uniformes de la policía. No quise escribir eso en mi solicitud pues hubiera derivado en otro tipo de caso migratorio. Además, no había amenazas directas en mi contra; el peligro al que yo estaba expuesta era el mismo que viven las personas en Tijuana a diario. Fueron algunos meses de papeleo antes de recibir una cita. En ese entonces, el matrimonio y las uniones LGBTQ+ acababan de legalizarse a nivel federal en los Estados Unidos pero todo era aún bastante ambiguo y había cierta reticencia y oposición. Aunque residía en Tijuana, me tocó llevar a cabo el proceso en Ciudad Juárez. Los filtros y exámenes finalizaron con una entrevista consular.
En Ciudad Juárez, el entramado de migración es una maquinaria muy distinta a la de Tijuana. El complejo consular está rodeado de clínicas privadas, de una variedad de hoteles para distintos presupuestos, diminutas oficinas de abogados de inmigración, papelerías, renta de computadoras, impresiones, fotocopias, traducciones apostilladas, estudios fotográficos, cadenas de comida rápida, una farmacia, una tienda de conveniencia. Es un distrito, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, un exclave. La cita consular requiere exámenes médicos que solo pueden realizarse en una clínica oficial, aprobada por el consulado estadounidense, es decir, en alguna de las privadas de alrededor que brindan servicios de salud por outsourcing. Las clínicas se eligen dependiendo del proceso de visado porque ofrecen distintos paquetes de servicios que pueden tomar de uno a dos días. Antes de ingresar, un guardia confirma que los papeles estén en orden y revisa la identidad de la persona. Como en los aeropuertos, el detector de metales revisa el cuerpo que luego ingresa a través de una puerta de torniquete. Hay que registrarse con la enfermera de recepción que vuelve a escrutar los papeles y entrega un brazalete de plástico con un código QR que será escaneado al entrar o salir de las pruebas. Las personas ingresan y se sientan en una incómoda sala de espera. Nos dividen en hombres y mujeres. Las mujeres nos dirigimos a una sala con cubículos separados por cortinas. Ahí recibimos una bata desechable y una bolsa de plástico para poner nuestra ropa. Tenemos que desnudarnos por completo. Salimos con segundos de diferencia, reconociéndonos en esta nueva indumentaria, extrañas apenadas por tener que compartir este momento íntimo. Todas nos sujetamos la abertura de la parte de atrás de las batas que no cierran enteramente. Caminamos en fila, una enfermera nos apunta con un termómetro de pistola y otra escanea el brazalete. Una por una subimos a la báscula que, además del peso, mide la altura, y de nuevo se escanea el brazalete. La presión arterial, el brazalete. Medición de glucosa, brazalete. Latidos del corazón, brazalete. Oxigenación en la sangre, brazalete. Nos separan por tipo de visa en grupos más pequeños. Conmigo van ocho. Esperamos a que nos escaneen los pulmones en un cuarto con rayos equis. Brazalete. Extracción de sangre, muestra de orina, examen de papanicolaou, prueba de VIH, brazalete. Revisión del cuerpo desnudo, lunares, marcas de nacimiento, cicatrices: brazalete. En mi caso, la mujer saca una tableta y toma fotos de mis tatuajes; me pregunta por el origen y significado de cada uno. Me sacan del grupo. Me llevan a donde está un hombre que insiste en preguntarme detalladamente por un tatuaje en particular. Le explico que es de un artista brasileño. Ignoro si mi explicación es insuficiente o es parte del protocolo, porque me llevan con una psicóloga que me hace una prueba de Rorschach. El tatuaje se vuelve un problema que queda en mi registro: no lo sé en el momento en que inspeccionan mi cuerpo, pero dos días después, durante mi entrevista consular, la oficial me pide que me descubra el brazo derecho y le muestre el tatuaje del “cadáver de sirena”. El brazalete es importante porque no se nos informan los resultados de los exámenes ni lo que está ocurriendo con nuestros cuerpos; todo queda codificado en los registros, con el pitido del escáner. No nos dicen ni nuestra temperatura, no sabemos lo que buscan en nuestros cuerpos, ni sabremos si tenemos afecciones. Esa información solo le será dada al gobierno estadounidense dentro de un sobre inviolable, como de papel moneda. A ciertas horas, afuera del consulado, la gente sale brincando de alegría o llorando. Este es un espacio fértil para la cosecha de paroxismos. Durante mi entrevista, en otra ventanilla, una mujer que llevaba un niño pequeño en brazos colapsó y tuvo un ataque de llanto: les habían negado la visa. Inmediatamente fueron levantados por unos oficiales y escoltados hacia la salida. Cuando me dieron la visa no pude celebrarlo; no sabía cómo celebrar ser aceptada bajo los términos de un sistema opresor e inhumano. En otras circunstancias, me habría encantado rechazarla —tener esa posibilidad—, pero mi situación en ese momento era precaria e insostenible y no tenía muchas opciones.
Hace dieciséis años me mudé a Tijuana y desde entonces ya soñaba con la frontera, pero sucedía de manera ocasional y la frontera era solo una parte del paisaje, una ubicación, una marca y nunca protagonizaba ni interfería en el contenido del sueño; estaba ahí como una intransigencia que no me molestaba. Fue hasta que llegué a San Diego que estos sueños se volvieron pesadillas de endoliminalidad. Cuando me diagnosticaron como migrañosa por estrés, fui yo quien especuló con la posibilidad de que ese origen estuviera en un proceso migratorio eludido por mí conscientemente y proyectado en pesadillas que me ocurrían cada noche; eran la culpa y el miedo, la vergüenza y la incertidumbre del desplazamiento, el fracaso de tener que irse, los símbolos que le di a esa que soy en sueños. Mientras me investigaba a través de esta nueva forma, descubrí el término zugunruhe, que es la ansiedad nocturna que presentan ciertos animales durante sus épocas de migración, y ello legitimó con certeza poética mis hipótesis sobre la noche y el cuerpo que entrena su imposibilidad. En la actualidad, el aura migrañosa se manifiesta esporádicamente, sobre todo alrededor de mi periodo menstrual, pero sus síntomas ya no me imposibilitan. Me enseñé a identificarla, a distinguir entre alucinaciones, escotomas centelleantes y espejismos, aunque estos, igual que el sueño y la pesadilla, son fenómenos ampliados, epifenómenos condenados, dentro de su verdad percibida por el cuerpo, a ser mentiras cuando cruzan la frontera hacia una realidad que no puede corroborarlos. La migraña, deduje en ese entonces, eran los pródromos de mi desplazamiento, la traducción y somatización que mi cuerpo hacía de algo metabolizado en el inconsciente, porque en mis pesadillas yo no podía atravesar la frontera, era la frontera la que me atravesaba el cuerpo entre el sueño y la vigilia.
Imagen de portada: Henri de Toulouse-Lautrec, El diván, Rolande, 1894. Musée Toulouse-Lautrec
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Oliver Sacks, Migraña, Anagrama, 2006. ↩