El levantamiento zapatista desató la revolución de las palabras. De acuerdo con Gabriel Zaid, se trató de la primera revuelta posmoderna: el EZLN no luchaba con armas convencionales, sino a través de proclamas, gestos, imágenes, consignas y discursos. Su fuerza no derivaba de una estrategia militar, sino de la puesta en escena de una rebelión, de la capacidad de representarse a sí misma. Por su parte, Octavio Paz, quien, como Zaid, se oponía a la lucha armada, señaló que el triunfo de Marcos era un triunfo del lenguaje y juzgó que su escudero, el escarabajo Durito, era una “invención memorable”.
La anquilosada arena política mexicana no estaba lista para una transformación tan radical del lenguaje. Los comunicados del EZLN combinaron la mitología maya con el realismo mágico, la teoría del Estado con la novela policiaca, el sentido rebelde de la Biblia con la antropología del “México profundo”, las propuestas científicas con los cómics. Esta retórica heterodoxa desconcertó a un país de Partido Único y oposición minoritaria.
El levantamiento del 1 de enero de 1994 fue planeado con calculada dramaturgia para coincidir con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Uno de sus recursos transgresores fue el sentido del humor: “Perdonen las molestias, pero estamos haciendo una rebelión”, dijeron a quienes miraban con perplejidad la sublevación en San Cristóbal de las Casas. En los meses siguientes, los textos del subcomandante Marcos brindaron lecciones de ironía. Sin embargo, la izquierda tradicional no estaba preparada para ese desenfado.
En agosto de 1994, el EZLN convocó a 6 mil miembros de la sociedad civil para celebrar un encuentro en un claro de la selva tojolabal bautizado como “Aguascalientes” en honor de la ciudad que reunió a los ejércitos populares de Villa y Zapata en 1914. Antes de llegar a la cita, los asistentes nos congregamos en San Cristóbal de las Casas y cedimos a un irrenunciable hábito de la militancia: la celebración de asambleas. Al diseñar el orden del día, alguien propuso que se prohibieran las bromas. Asombrosamente, la moción fue aprobada. Durante seis meses los neozapatistas habían puesto en práctica la condición rebelde de la risa, pero los simpatizantes de esa causa conservaban los protocolos de una cultura política anterior, solemne y ya rebasada. Costó trabajo que los sectores progresistas sincronizaran su reloj con el inusual momento zapatista.
El “Aguascalientes” de agosto alcanzó un rango histórico. Después de una travesía en autobús de veintiocho horas llegamos a la zona tojolabal. El lugar de reunión estaba cerca de un pueblo de nombre promisorio: La Realidad. En la antesala de lo que aspira a ser verdadero, escuchamos las propuestas zapatistas para rediseñar el país.
Durante su discurso, Marcos hizo comparaciones náuticas y aludió al barco de Fitzcarraldo que atraviesa la selva. El cielo pareció simpatizar con sus palabras y se desplomó en una tormenta. La lona que nos protegía se vino abajo y rodamos entre ríos de lodo. Al día siguiente, en la conferencia que remató el encuentro, un periodista preguntó cuál había sido el punto más débil del “Aguascalientes” chiapaneco. “La lona”, respondió el estratega de un ejército que encuentra municiones en la risa.
De acuerdo con Giorgio Agamben, una de las paradojas del pensamiento es que resulta contemporáneo en la medida en que se opone a las ideas dominantes de la época. En la cuenta larga de la historia, el siglo XVIII es definido por la Ilustración; sin embargo, esas ideas no determinaban el presente; se volvieron contemporáneas en la medida en que condensaron la época al trascenderla. Lo mismo se puede decir del pensamiento zapatista, fraguado en treinta años de reflexiones.
Para entenderlo conviene revisar El principio esperanza (1954), de Ernst Bloch, concebido durante la niebla y la noche que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Bloch frecuentó las ideas de Max Weber en la Universidad de Heidelberg, abrevó en el marxismo y se interesó en los utopistas, las lecciones derivadas del teatro de Bertolt Brecht y la teoría del arte de Theodor W. Adorno. Esa fecunda mezcla ofreció primeros auxilios intelectuales en un momento desesperanzado, la “hora cero” en la que Adorno juzgaba inconcebible volver a escribir poesía en lengua alemana. Nuestro tiempo no es muy diferente. La vida agoniza en el planeta ante la pasividad colectiva y las noticias del apocalipsis no impiden que aumenten los usuarios de TikTok. En la confusión mediática que padecemos es más fácil aceptar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Cuando todo conspira contra el cambio nada importa tanto como el cambio. En 1949 la esperanza carecía de derechos y Bloch la convirtió en principio y directriz.
La segunda mitad del siglo XX presenció numerosos impulsos cargados de futuro. La ciencia ficción desplazó el acabamiento a un porvenir venturosamente lejano; el “eurocomunismo” proclamó la posibilidad de un socialismo democrático; la contracultura anunció la llegada de la era de Acuario y los paraísos artificiales de la psicodelia; la guerrilla latinoamericana postuló una nueva lucha poscolonial; la teología de la liberación pidió volver a una Iglesia de los pobres; Frantz Fanon y Martin Luther King pusieron los derechos civiles y la igualdad racial en la agenda de la modernidad; los movimientos estudiantiles develaron el carácter meramente formal de las democracias constitucionales; el feminismo hizo oír su voz en aras de la igualdad de género, y nuevas formaciones políticas apelaron a ideologías heterogéneas (en este país, el Partido Mexicano de los Trabajadores propuso una izquierda ajena al santoral marxista-leninista y sustituyó la hoz y el martillo por un machete y un nopal). Durante tres o cuatro décadas, el cambio pareció en oferta, a tal grado que se incorporó a la publicidad. En ese ambiente rupturista, una tienda de calzado ofrecía “los zapatos más popis a los precios más hippies”.
De modo explicable, los discursos esperanzados surgían de una realidad agotada. Los gobiernos dictatoriales de América Latina, el México de Partido Único, el “socialismo realmente existente” y la guerra de Vietnam hacían que el futuro se cargara de fuerza promisoria. Cambiar significaba mejorar.
Para los años noventa, los ánimos renovadores no habían caído en bancarrota, pero eran sometidos a un duro baño de realidad: los movimientos guerrilleros se alejaron de sus principios; el “amor libre” desembocó en la pandemia del SIDA; el retorno a la naturaleza de los ecologistas se encontró con un planeta devastado; las “puertas de la percepción” de la psicodelia quedaron en manos del narcotráfico; las religiones alternativas produjeron cultos fanáticos; la socialdemocracia fue un mero paliativo a la explotación capitalista.
En 1989, con la caída del Muro de Berlín, se habló del “fin de las ideologías”. Proponer algo nuevo parecía, más que un atrevimiento, una irresponsabilidad equivalente a desarrollar la física para llegar a la fisión nuclear. Si los años sesenta dieron la bienvenida a todas las ideas, los noventa las pusieron en cuarentena. Dos respuestas diametralmente opuestas parecían determinar el fin de un siglo carente de alternativas: el reformismo y el terrorismo. El primero optaba por el pragmatismo y la realpolitik para paliar fracturas sociales y evitar los riesgos de una auténtica transformación; el segundo no aceptaba otro proselitismo que el espanto. El EZLN surgió cuando el mundo se debatía entre los ajustes graduales del conformismo y la desesperada llamada del terror, es decir, cuando muy pocos se atrevían a proponer futuros.
Ernst Bloch se interesó en los “afectos de la espera”, las emociones que no se cumplen de inmediato y posponen su realización, ya se trate de afectos negativos, como el miedo o la angustia, o positivos, como el anhelo o la ilusión. Si Bloch superó la anomia de la posguerra con El principio esperanza, los nuevos zapatistas superaron la apatía vigente con El sistema esperanza, como lo llama Luis Alberto González Arenas en un libro aún inédito.
El subcomandante Marcos (ahora capitán insurgente) se ha referido con acierto a la “haraganería del pensamiento” que lleva a reiterar ideas preconcebidas. Es común que los analistas políticos contemporáneos consideren iluso pensar en una comunidad todavía inexistente. La pulsión utópica suele ser vista como un exceso de romanticismo, lo cual contraviene la esencia misma de la filosofía, que, de Platón a Giorgio Agamben, pasando por Charles Fourier y Simone Weil, ha imaginado nuevas formas de convivencia. Más que una evasión o un vano ejercicio de la fantasía, la utopía permite otorgarle un sentido social a la espera.
El neozapatismo surgió como una apuesta intelectual desconcertante. Treinta años después, su discurso sigue produciendo ideas heterodoxas. Para comprender este paradigma en continua evolución, González Arenas ha estudiado la metodología neozapatista, uno de cuyos principales recursos consiste en “pensar hacia atrás” para entender, retrospectivamente, cómo llegar al futuro.
Una frase del Viejo Antonio, personaje legendario que aparece en los escritos de Marcos, apoya esta idea: “Mucho cuesta esto de alcanzar el principio para llegar al final”. Una cadena causal conecta el pasado con el porvenir y puede ser recorrida de adelante hacia atrás. En su heteróclito bazar de referencias, Marcos acude a Sherlock Holmes y a la Biblia para entender que ciertas narrativas se entienden mejor del desenlace hacia el principio. Del mismo modo en que un detective descifra un crimen regresando a las causas, el pensamiento retrospectivo permite vaticinar el futuro; quien anticipa el desenlace puede actuar en consecuencia: suponer el diluvio impulsa a construir un arca.
La estrategia cognitiva de “pensar hacia atrás” otorga valor instrumental a la utopía. El sitio al que se desea llegar determina la manera de pensarlo. Los zapatistas encomian este ejercicio, pero también previenen de sus excesos; al describirse como “profesionales de la esperanza”, señalan que el anhelo es una técnica. Esperar algo que nunca llegará conduce a la “tortura de la esperanza”, como la llamó Villiers de L’Isle-Adam en un cuento de terror. Dos tareas resultan decisivas: reconocer los límites de la ilusión y otorgarle utilidad social al deseo.
El EZLN asumió la desmesura de luchar contra el sistema capitalista, lo cual equivale a luchar contra la realidad imperante. Pasar de un modo de producción a otro es casi tan dilatado como pasar de una era geológica a otra. Si esa fuera su única consigna, el zapatismo podría hacer un inventario de sus frustraciones. Pero su propuesta va más allá de una dialéctica del “todo o nada”. En lo que el orden imperante se desploma, promueven cambios minuciosos. Ante el muro de lo real, abren “grietas”, fisuras para acceder a otras formas de convivencia. González Arenas lo explica de este modo:
Es como una de esas fracturas que mantienen la porosidad de las rocas dentro de un lecho marino y que son necesarias para almacenar hidrocarburos, es decir, combustible. Esa fractura es esperanza, un combustible para que el mundo siga bebiendo posibilidad.
La resistencia zapatista opera en un entorno amenazado por el ejército, los paramilitares y la negligencia oficial. El gobierno no honró los Acuerdos de San Andrés firmados con el EZLN en 1996. Cuatro años después, Vicente Fox ganó las elecciones y prometió resolver el tema de Chiapas en quince minutos. En plena alternancia democrática, los zapatistas salieron de su territorio y llegaron al Congreso para solicitar que los Acuerdos se convirtieran en ley. A pesar del enorme respaldo popular que los acompañó, todos los partidos políticos se negaron a darle estatuto legal a los Acuerdos aprobados por los negociadores del presidente Ernesto Zedillo. Ante la imposibilidad de alterar las reglas de participación en el país, el EZLN se refugió en su territorio y se dedicó al paciente heroísmo de renovar la vida diaria.
Como Weber, Bloch se interesó en la distinción entre sociedad (Gesellschaft) y comunidad (Gemeinschaft); entre el conjunto de reglas que rigen a los individuos (predominio del “yo”) y la acción participativa donde cada problema afecta al colectivo (predominio del “nosotros”). Las asambleas zapatistas privilegian las prácticas comunitarias; no buscan el triunfo por mayoría de las democracias representativas, sino el consenso, el convencimiento general en que se funda la democracia directa, donde las decisiones son supervisadas por quienes las toman.
Entre las muchas grietas abiertas por el zapatismo destacan los avances en salud y educación, así como una convivencia con perspectiva de género. De manera elocuente, la comandanta Esther dijo ante el Congreso de la Unión en 2001, después de la Marcha del Color de la Tierra que llevó a los zapatistas de Chiapas a la capital: “Mi nombre es Esther, pero eso no importa ahora. Soy zapatista, pero eso tampoco importa en este momento. Soy indígena y soy mujer, y eso es lo único que importa ahora”.
Estas ideas se han perfeccionado en el incesante diálogo con la sociedad civil y con activistas de numerosos países. Los recientes viajes a Europa del barco La Montaña, con siete zapatistas a bordo, así como el “escuadrón aéreo 421”,1 integrado por 150 militantes, permitieron reforzar las redes de resistencia de quienes se oponen, en muy diferentes territorios, a los proyectos extractivistas y desarrollistas que devastan el planeta.
El lenguaje político se renovó con consignas como “mandar obedeciendo”. Al respecto, vale la pena mencionar la distinción propuesta por Marcos entre el revolucionario y el rebelde social. El primero aspira a transformar la realidad desde arriba, diseña una estrategia y busca imponer su liderazgo; en cambio, el rebelde social opera con energías que llegan de abajo, a ras de tierra: es el último eslabón de una cadena. Se puede decir que Marcos comenzó su trayectoria como revolucionario y en el contacto con las comunidades chiapanecas se transformó en rebelde social, hasta cambiar de identidad y asumir la de Galeano, en honor al maestro zapatista asesinado el 2 de mayo de 2014. Este viraje supuso, también, una renuncia a cualquier culto a la personalidad.
Al cubrirse el rostro con pasamontañas, los zapatistas ocultaron su cara para tener cara. Invisibilizados durante siglos, los indígenas llamaron la atención. Paul Valéry señaló que necesitamos ser dichos para existir. Suprimir el rostro no fue un gesto excluyente, sino una paradójica identificación con el otro: bajo la máscara puede estar cualquiera.
Los zapatistas tienen su cantera esencial en la memoria que imagina el porvenir. ¿Cuánto falta para el cambio? “El presente del futuro es la espera”, observó san Agustín. En términos zapatistas, la espera es una dimensión activa que abre grietas. El 1 de enero de 1994 no solo recordaron los rezagos ancestrales de México, sino que invitaron a usar el tiempo de otro modo. Walter Benjamin entendió que lo que llamamos “progreso” es un vendaval que todo lo arrasa. Si el desarrollismo, la aceleración tecnológica y la concentración del capital conducen al desbarrancadero, los zapatistas aplican el freno de emergencia en el vagón de la modernidad.
“¿Hasta cuándo seguiremos caminando?”, pregunta el Viejo Antonio en uno de los cuentos que confió al subcomandante Marcos, y prosigue: “Eso es muy fácil de saber —dijeron los dioses que nacieron el mundo—. Cuando su mirar pueda mirar su espalda”. Luego aclara que nadie llega a alcanzar su propia espalda; lo importante es seguir en el camino: “La lucha es como un círculo. Se puede empezar en cualquier punto, pero no termina nunca”.
El futuro está al principio, es decir, en los principios.
Imagen de portada: Dibujo zapatista
Según Enlace Zapatista: “Siete personas, siete zapatistas, forman la fracción marítima de la delegación que visitará Europa. Cuatro son mujeres, dos son varones y unoa es otroa. 4, 2, 1”. [N. de los E.] ↩