Hay derroche en la imagen de portada, véanla. Hay desparpajo y ánimo jolgorioso en los colores, las posturas y los extravíos del orden que sugiere la pintura del holandés Pat Andrea, que telonea las 250 páginas de la novela Derroche. Hay placer, sátira y agudeza en la escritura. Y hay, como en todos los libros de María Sonia Cristoff, un fuera de lugar que va poblando el universo narrado. Un extrañamiento progresivo. Vita, mujer de vitalidad a toda prueba, hija de militantes anarquistas que en su momento consideraron que el trabajo podría concientizar y cambiar el mundo, está a punto de morir en medio de La Pampa y escribe una carta a su sobrina nieta, de nombre Lucrecia, que trabaja jornada más que completa en el área de comunicaciones de una universidad en la capital. Una carta que Lucre deberá leer cuando Vita ya sea cenizas. En algún momento, en la infancia o adolescencia de la sobrina, el nexo fluyó y hubo complicidad. Pero sus modelos de vida se volvieron cada vez más discordantes. La adicción al trabajo, al rendimiento, al exitismo, a la hiperproductividad, ese lucro que en cierta forma pena a Lucre, contrastan con la mirada radical de Vita y el espíritu corrosivo que la acompaña hasta el Más Allá.
Tal como el título de la novela, los nombres acá tampoco serán gratuitos. Una de las voces clave será la de un jabalí llamado Bardo, que integrará la banda Más Chancho Serás Vos. Pero me desvío, me voy por las ramas —que es lo que hace la novela, con pericia arbórea, todo el tiempo—. Decía que, en la carta, Vita comunica a Lucrecia que le ha dejado un dinero enterrado en el jardín y la muchacha deberá rastrearlo, interrumpir su “meteórica existencia” en la capital para ir a buscar el tesoro. Pero antes tendrá que adivinar un código secreto que apela a esa antigua complicidad entre ambas y leer los archivos que Vita ha dejado para ella. La sobrina lee, un poco riéndose de las extravagancias de la mujer, y viaja más por curiosidad que por otra cosa. Pero algo empieza a correrse de lugar, a estallar en silencio. Y ahí empieza también, en una retahíla tan fluida como inesperada, el festín de registros, subgéneros y voces del libro. Una estructura que es avance y repliegue: un viaje alucinado, cuyo destino ignoramos.
A partir del desmembramiento de sus partes, la novela se vuelve un artefacto audazmente híbrido, en el que los componentes ficcionales y no ficcionales se entrecruzan. Y ese carácter cuestionador de los moldes convencionales se vuelca al interior del texto cuando, en la voz de los personajes, despuntan miradas punzantes sobre la relación del artista (o del sujeto que, queriéndolo o no, deviene artista) con sus materiales y, de paso, con el mercado. Así ocurre, por ejemplo, cuando Bardo narra su ingreso a la banda musical:
Ellos estaban ensayando una tarde en el taller del padre de Teo, unos acordes por ahí, unas líneas de bajo por allá, algo que intentaban que fuera nuevo pero que se escuchaba en cambio como muy conocido, muy transitado, muy armadito, una de esas tardes en las que en el fondo todos pensaban que estaban ya por claudicar después de tantos ensayos que giraban sobre lo mismo, que les cosechaban aplausos en sus conciertos de fin de semana pero que no aportaban nada, no producían ninguna emoción, ningún quiebre estético, ningún riesgo, ningún salto, ninguna transformación, ningún futuro, estaban en esa mezcla de abulia y condescendencia cuando irrumpí yo en el taller, salvaje, desorbitado y locuaz.
En este universo salvaje, desorbitado y locuaz, Derroche transita del epistolario fabuloso a la dramaturgia anarquista; del repaso autobiográfico de la infancia a las conversaciones telefónicas con sus devaneos y pausas; de los destellos de noticias con un halo absurdo al relato de un Más Allá fantasmagórico; de la transcripción de audios siempre urgentes al telegrama de renuncia; del microperfil a la crónica de viajes de temple ácrata; de la copia de mails al cancionero insurrecto. Un collage atravesado por el cuestionamiento, en distintos niveles, del estado de las cosas. Así, la alerta frente al “extractivismo vital” que desplegará una de las voces ya avanzado el relato no será, en ningún caso, una bajada de línea sino más bien una lanceta jubilosa. Lo vemos, por ejemplo, en la letra de la canción “Extractivismos”, compuesta a partir del artículo “¿Del poscapitalismo al postrabajo?”, de Joan Subirats. Dice: “¿Sabías que con tus likes/ Y tus búsquedas de a ratos/ Trabajás sin un ¡ay!/ Para la minería de datos?/ No me gusta/ No me gusta/ No te gusta/ No te gusta”.
O también en una estrofa de Errantes, inspirada en Escritos para desocupados, de Vivian Abenshushan: “El principio de esclavitud/ Planea sobre la multitud/ ¿Qué sería lo contrario/ De un trabajo rutinario?/ Devengamos errantes/ Células electrizantes”.
María Sonia Cristoff se interna en un malestar que adopta formas de resistencia inusuales. Otro modo, más delirante y festivo si se quiere, de tratar ese Mal de época (2019) que anidaba en su novela anterior. Pero también ese saberse fuera de lugar, esa “resaca existencial” de la narradora y sus compañeros interespecies en el libro Desubicados (2006). O ese desajuste de la protagonista de Inclúyanme afuera (2014) que, ante la saturación del mundo actual, elige silenciarse durante un año. Derroche recoge lo anterior y lo desmadra a partir de las lógicas del trabajo que asoman como aspiradoras del deseo, ilusiones de estabilidad, aplanadoras del desvío. El trabajo, el dinero, las vidas invivibles, el extractivismo, la depredación: todo se hilvana. Y como contraparte a lo anterior, las posibles formas de pensar utopías contemporáneas. Mundos sostenidos en el apoyo mutuo y no en la competencia sanguinaria.
Pero lo hermoso acá, en estas páginas, es que no se trata del abordaje de un tema, sino de una puesta en escritura: de una práctica que permea la estructura completa del libro. ¿Cómo operar disruptivamente al interior de un texto? Quizás la pregunta abre otras preguntas que son derivas encadenadas: cómo ser insurrectos no en la consigna sino en la sintaxis, en la acumulación de retazos, en el modo de insertar otras formas de escritura dentro del molde “novela”, en la autoría difusa, en la trama mutante, en la ausencia de jerarquías manifiesta en las voces, en la huida de un conflicto central, único y todopoderoso, en el desprenderse del imperativo ciego de la verosimilitud, en el discreto encanto de la digresión, en lo impredecible, en fin, en un cierto “porque sí” que expande las lecturas y se sostiene, ya verán, en una escritura vivísima y una prosa exquisita.
Random House, Buenos Aires, 2022.
Imagen de portada: Karin Luts, Charla vespertina, 1957-1978