En memoria de Lourdes Franco Bagnouls
Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949) fue poeta, narrador, crítico, traductor, editor y notable personaje involucrado en las grandes aventuras literarias que se vivieron en los años veinte y treinta del siglo XX. Fue, esencialmente, director de la revista Contemporáneos desde el número 9 (febrero de 1929) hasta su final, en 1931. Si esta revista tan importante —que dio a conocer a figuras como Apollinaire, Joyce o Breton en México— se caracterizó por la universalidad de sus ideas y colaboradores, en buena parte fue gracias a él; como escribió en sus páginas: “Nosotros en nuestra revista queremos escribir la palabra México con una pluma fuente de tinte universal, escribir con caracteres universales la palabra México”. Si la generación del Ateneo de la Juventud se enfrentó al positivismo, a Contemporáneos le tocó luchar contra el nacionalismo y las embestidas patrioteras.
La poesía de Ortiz de Montellano, inaugurada con la aparición de Avidez (1921), está marcada por el último coletazo del modernismo y alcanza su gran momento en los libros Sueños (1933), Muerte de cielo azul (1937) y, el póstumo, Hipnos (1952). Estas obras exploran, de forma inusual, los tránsitos entre lo onírico y la voluptuosidad de la muerte. Son hermanas, de alguna forma, y se comunican con otras de propuesta similar, como Muerte sin fin (Gorostiza) o Nostalgia de la muerte (Villaurrutia); comparten estilos, imágenes, juegos verbales, una revolución estética en común, variaciones de las mismas ideas. Resulta extraña y fascinante esta obsesión por la muerte, sobre todo si pensamos que muchos de estos poetas murieron a temprana edad: Owen a los 48 años, Cuesta a los 39, Villaurrutia a los 47 y Ortiz de Montellano a los 50.
Este último es el miembro de la generación de los contemporáneos menos recordado y atendido por la crítica. Cuando se le menciona, suele ser en enumeraciones o pies de página. Leo sus poemas “Primero sueño” y “Segundo sueño” —este último rescatado en la antología Poesía en movimiento (1966)— y encuentro una hondura tremenda, un intenso viaje hacia las fibras de la condición humana, guiado por unos versos creados tras experimentar atroces anestesias al borde de la muerte. Cosa similar ocurre en prosas como “La máquina humana” o “Cinco horas sin corazón”, relatos precursores de una veta literaria muy popular en nuestros días: el cuento fantástico, y continuadores de una estela iniciada por Amado Nervo, a quien dedicó una biografía novelizada titulada Figura, amor y muerte de Amado Nervo (1943). ¿Por qué dejó de leerse a Ortiz de Montellano? ¿Por qué terminó opacado? ¿Cierto carácter difícil, discreto, una actitud rencorosa? ¿La diáspora del grupo? ¿Una personalidad ensimismada, como recuerda José Moreno Villa al hablar de su “voz muy queda cuando dialoga, voz que parece venir de muy lejos”? ¿La incomprensión?
Es verdad lo que dice Guillermo Sheridan: “las cartas entre escritores aportan una perspectiva singular para acceder al espíritu de los escritores y, por lo mismo, para fortalecer el carácter de una literatura”. Las cartas de Ortiz de Montellano reunidas en Epistolario (1999), editadas y anotadas por Lourdes Franco Bagnouls —su mejor lectora—, son un curioso testimonio para comprenderlo y acercarse a su obra; están repletas de interesantes escenas, anécdotas, chismes, tristezas, alegrías, asombros. Comienzan en 1919, tras la muerte de Amado Nervo en Montevideo. El cadáver debe volver a su tierra natal por el puerto de Veracruz. Montellano, con sólo veinte años, escribe a la Secretaría de Relaciones Exteriores explicando que ha formado una comisión integrada por él mismo, Jaime Torres Bodet y José Gorostiza, que representará las ceremonias y actos para “recibir dignamente el cuerpo del altísimo poeta”. También queda constancia, en esos diálogos cruzados, de las invitaciones a Mariano Azuela, Porfirio Barba Jacob o Pablo Neruda para colaborar en Contemporáneos. ¿Cómo eran esos años, los intercambios entre escritores y sus cotidianidades? En una carta sin fecha, Ermilo Abreu Gómez comparte esta estampa:
Bernardo: ¿Te acuerdas de las noches que pasábamos charla que charla en la buhardilla número 19, de la calle de Independencia, donde tenías el despacho de la revista Contemporáneos? Allí tú, echado en una especie de diván, y yo, en cuclillas, en un rincón, solíamos oír los relatos mayas de Alfredo Barrera Vásquez. Recibíamos, de tarde en tarde, la visita de Xavier Villaurrutia, de Samuel Ramos y de Julio Castellanos […]. Terminadas las tareas, pero no las pláticas, solos —tú y yo— bajábamos las escaleras, salíamos a la calle y nos metíamos en un café de chinos a merendar lo de siempre: chocolate y tamales de a cinco. En dos o tres ocasiones nos acompañaron don Mariano Azuela y don Victoriano Salado Álvarez. En nuestras reuniones leíamos cosas generalmente distintas. Tú siempre fuiste más joven que yo. Yo releía mis clásicos, no sólo por preferencia, sino por hábito. Ya estaba hecho a ellos. El gusto se hace, se estructura, acaba por aprisionarnos y también, ¿por qué no?, por libertarnos dentro de su esfera […]. Tú leías cosas nuevas: Proust, Gide, Valéry. Me obligabas a leerlas y a gustarlas. Te obedecía con reticencias. Ni tú ni yo estábamos de acuerdo: ni tú con lo mío ni yo con lo tuyo. Reñíamos, pero acabábamos por darnos un abrazo y recomenzábamos nuestra tarea: discutir, reñir y sonreír. ¡Qué días aquellos, mi querido Bernardo! ¿Te acuerdas de aquel señor que vivía en un cuarto contiguo al despacho y que llevaba años construyendo un dirigible para ir a la luna?
En el Epistolario, queda registro del cuidado que tuvo Ortiz de Montellano para que Muerte sin fin fuera publicado por la editorial de Rafael Loera y Chávez, ya que, en ese año —1939—, José Gorostiza trabajaba en la Legación de México en Roma. A diferencia de sus amigos, Bernardo nunca ejerció un puesto de alto rango como servidor público ni tampoco viajó a Europa. Abundan, en otro apartado, las cartas con Jaime Torres Bodet. En una misiva de 1938, le cuenta a su mejor amigo, quien vive por entonces en Bruselas, cómo fue el recibimiento en México de Alfonso Reyes por la comunidad de escritores. Esta escena modifica mis idealizaciones sobre aquellas reuniones entre tan destacadas personalidades:
A mi alrededor la comida fue igual a las de hace algunos años cuando, todos más jóvenes, nos reuníamos en otros agasajos. La misma ola de afeminamiento e ingenio en los chistes, epigramas y risas. La misma ductilidad de inteligencia y cultura sin hondo sentido de la vida, en agradable desgaste mariposeo a mi alrededor. Y una tragedia: la del doctor González Martínez y la de su hijo Enrique. Rara, extraña adolescencia de 60 años ésta del ilustre poeta. Y Enrique, más viejo ahora que su padre, más sereno, más triste también, conllevando con él la misma tragedia. ¿Qué tragedia? No lo sé. A la hora de los brindis habló, con frases de cortesía, Pellicer. Luego el doctor y Enrique leyeron poemas inéditos. Habló entonces Alfonso Reyes. Dio las gracias y descubrió un lado de su alma —me pareció sincero por ese lado—, la de “ganar amigos”, a lo que se refirió en sus palabras. La nota de ingenio fue de Jorge Cuesta con un epigrama sobre Ifigenia y el regreso de Reyes. La nota artística la dio Villaurrutia. En la despedida volví a notar la cautela de Alfonso Reyes (¿O fue mi propia cautela? ¿O fue la de los dos?). Al salir sentí un aire libre, amplio, fecundamente azul, que penetraba inconsciente hasta mi conciencia.
En 1940 la revista Taller, continuación generacional de Contemporáneos, publicó una antología de poemas de T.S. Eliot que fue decisiva para que éste se diera a conocer entre los países de habla hispana. Incluyó traducciones de Bernardo Ortiz de Montellano, Rodolfo Usigli, Juan Ramón Jiménez, Ángel Flores, León Felipe y Octavio G. Barreda. Fue una edición limpia y elegante, con el sencillo título de Poemas. Ortiz de Montellano, además, agregó una nota introductoria en la que se presenta al gran poeta en lengua inglesa con el siguiente íncipit: “Representativo de la cultura y de las inquietudes de nuestra época, T.S. Eliot encarna un límite y una certidumbre para las interrogaciones del espíritu que busca su expresión en la poesía”.
Octavio Paz, joven responsable en ese tiempo de la revista, recuerda ese capítulo en una conversación con el crítico Emir Rodríguez Monegal: “Empecé a leer a Eliot, primero en español, luego en inglés. En aquella época hacíamos en México, unos amigos y yo, una revista […]. En uno de los últimos números, el poeta mexicano Ortiz de Montellano hizo una excelente antología de las traducciones que se habían hecho hasta ese momento. Había algunas excelentes, la de Rodolfo Usigli de ‘El canto de amor de J. Alfred Prufrock’ y también la traducción del mismo Ortiz de Montellano. Así que ahí empezó todo”.
Queda constancia en Epistolario de una poco conocida y breve carta, formal y diplomática, de Eliot mismo, al respecto de la traducción de Ortiz de Montellano de “Miércoles de ceniza”.
15 de noviembre de 1946
Estimado Señor,
Gracias por enviarme tres copias de su hermosa traducción de Ash Wednesday. La introducción me parece buena, aunque admito que no conozco su idioma como para poder juzgar la precisión de la traducción o la perfección de estilo, pero leí con mucha satisfacción su introducción que me pareció, si puedo decirlo, muy perceptiva. Una pequeña observación. Como usted añadió algunas notas explicativas, sería interesante, si se publica una segunda edición, señalar que la primera línea de la primera sección está traducida de un conocido poema de Guido Cavalcanti.
Atentamente T.S. Eliot
T.S. Eliot conversó solamente con dos escritores mexicanos: Rodolfo Usigli y Bernardo Ortiz de Montellano. Con el primero mantuvo encuentros a lo largo de varios años, que Usigli relata en un magnífico ensayo titulado “T. S. Eliot: testigo y voz de un mundo hueco”, recogido en Conversaciones y encuentros (1974). Con el segundo, sólo mantuvo noticias de esta traducción y el ejemplar debió de haber pasado por sus manos. Impresiona, hojeando las cartas de Eliot —que van hasta hoy en el volumen 9 (1939-1941)—, el poco interés del autor de La tierra baldía por la literatura en español. Tampoco aparece mención alguna de los traductores a nuestro idioma.
El Epistolario relata con minucioso detalle —y atentas notas, línea por línea, de Lourdes Franco Bagnouls— cómo Ortiz de Montellano fue desarrollando su versión de “Miércoles de ceniza”, prueba del empeño que le dedicó y la repercusión que tuvo entre sus lectores. En esas páginas, podemos ser testigos del nutrido diálogo con el poeta y traductor estadounidense Dudley Fitts para lograr la forma final del largo poema. Es con Fitts con quien “tallerea” la traducción. Observar a través de esas cartas las metáforas discutidas, los puntos de vista sobre el sentido de los versos, los cambios y sugerencias, resulta en toda una clase de traducción literaria. Discuten sobre dificultades fundamentales, cómo traducir, por ejemplo, las palabras larkspure o goldenrod hasta el grado —cosa inimaginable para nuestros tiempos— de que Montellano le dice a su colega: “Como en México no pude encontrar la flor para identificarla la pedí a un amigo norteamericano de Kansas que ha ofrecido enviármela”. Tal versión de “Miércoles de ceniza” se publicó primero en la revista Sur, en 1939 —este fue el ejemplar que recibió Eliot—; luego en el suplemento de la revista Taller, en 1940; y, por último, en la revista Espiga, en 1946. Al concluirla y antes de publicarla, Ortiz de Montellano le envió una copia a Torres Bodet, compartiéndole una síntesis de lo que considera la profundidad de esos versos:
Te envío, adjunto, el poema de Eliot que, como verás, representa —a pesar de la belleza intrínseca que pierde en la traducción puesto que está construido con las más puras fuentes de la palabra inglesa— una ley de vida hallada por la razón y no nada más la expresión de un sentimiento religioso. Es un poema que a mí me ha penetrado hondamente hasta el punto de poder traducirlo con mi no muy extenso conocimiento del inglés. Sobre todo, es la voz de un poeta que busca la palabra, el verbo, para la poesía y la vida, y que como poeta espera, de acuerdo con las palabras de Dante, su redención por la mujer (como todos los hombres), o por la iglesia (como algunos hombres). Es claro que para muchos éste es un poema doctrinario y fascista, pero visto con cuidado se comprende que no es más que un poema humano, demasiado humano, para aquellos que no tienen la gracia todavía de sentirse dioses. Profundo, bello, humano, ¿no es bastante? […]. A veces he estado por no publicarlo, completamente insatisfecho y seguro de la imposibilidad de traducir la poesía, el aliento de la palabra original, las bellas, insustituibles formas de decir con el genio propio de cada idioma. Pero la versión es correcta, lo más exacto posible, y quizás pueda ser útil a algún otro como lo fue para mí en sus hondas razones vitales.
Bernardo Ortiz de Montellano murió en 1949, en el elotiano y cruel mes de abril. Fue una muerte desgarradora y triste, tras una operación de emergencia, que le narra Thelma M. Lamb —su viuda– a Torres Bodet, en las últimas hojas del Epistolario:
Yo tenía mucho miedo de la operación. Usted se acordará de aquel día que Bernardo y yo fuimos a su oficina para hablar sobre eso. Usted me preguntó si yo quería que Bernardo se operara. No podía decir que sí. Tampoco podía decir que no. Era tan tremenda la decisión que no quería hacerlo yo. Sin embargo, las molestias de Bernardo aumentaban y dos semanas antes de operarse, la vista le fallaba a grandes pasos. No quería que yo me apartara de él ni un centímetro porque ya no veía para caminar. No podía leer ni escribir. Yo le leía los periódicos y las cartas. Su carta de usted fue una de las últimas en llegar. Yo me acuerdo que se puso impaciente conmigo porque no entendí bien la línea referente al “Sueño”. Me quitó la carta y a fuerza de voluntad la leyó él mismo […]. No le contaré de la angustia de las cuatro horas que duró la operación, ni de los tres días trágicos que siguieron, cuando Bernardo, cortado de todo medio de comunicarse con el mundo menos por los mensajes que por presión de la mano —mi mano— me mandaba, luchaba entre la vida y la muerte. Es tan doloroso el recuerdo que yo quisiera, si fuera posible, dejar de pensar en él y recordar un poco más las épocas felices de nuestra vida.
Hay dos deudas pendientes con el autor de Muerte de cielo azul. Ante todo, la de leerlo y releerlo. Y, en segundo lugar, comprender su dimensión de capitán en mares turbulentos de una de las revistas más importantes del siglo pasado. Termino con estas palabras escritas por Genaro Estrada a Alfonso Reyes:
Contemporáneos lo pago yo. Pero todos tienen derecho. Lo hace Ortiz de Montellano; pero todos quieren dirigirlo. Enriquito llega de Europa y propone un triunvirato: Enriquito, Goros y BOM. El grupo gideano se altera porque O. M. es el director. Villaurrutia, Lazo amenazan con retirar su ‘ayuda’ si no se hace lo que ellos digan. Enriquito amenaza también con retirarse. No se sabe a dónde. BOM: aguanta. Jaime recorta la colaboración. Se revuelven los niños.
Imagen de portada: T. S. Eliot, Ash Wednesday, 1a. edición, Faber & Faber, Londres, 1930.