Te lo llevaste y me parece bien. En cualquier caso, mi casa es fresca y honda y hace mucho venció la garantía. Era demasiado para mí sola. No pude con su ruido. Ahora lo imagino en tu nueva cocina, impasible y constante. A diferencia de mí, te acompaña todavía con su silencio espumoso de enorme concha que acapara el oleaje del mar, uno de invierno. Seguirá abasteciendo la oscuridad con su monólogo. Todavía intenta alargar la vida útil de las cosas, detener, humildemente, el tiempo. Con su luz de inframundo alumbra el insomnio de tu hambre. Me pregunto si a veces su rumor te despierta. Si lo escuchas enhebrando sus sílabas de hielo. Una vez me dijiste que incluso en alimentos congelados no se detiene la descomposición, solo se alenta. Aquí tengo la garantía. La fecha exacta. La hora y el minuto de la compra. Fue lo primero que compramos juntos para la casa. Pienso en todo lo que quisimos mantener fuera del tiempo. De nuestra visita al centro de conservación del lobo gris recuerdo esa pickup cargada de venados muertos. ¿Te acuerdas? La descubrimos por el olor. Ahí estaban apilados uno sobre otro y no era claro dónde terminaba o empezaba un cuerpo, eran una sola masa de pezuñas, cornamentas, pelaje ensangrentado y, sobre todo, moscas. Tal era el hambre de los lobos. Indiscreta y eterna, de límites desdibujados. Es eso. El hambre que se renueva. El mundo que insiste. Sus bacterias. Mientras tanto nuestro refrigerador en tu cocina deshebra el aire con su quejido luctuoso sigue cantándole a las cosas que guarda adentro: quédate, quédate así, no cambies nunca.
De El reino de lo no lineal, FCE, CDMX, 2020. Se reproduce con el permiso de la autora.
Imagen de portada: Viñeta de Kitzia Sámano