Demasiada realidad
T.S. Eliot escribió, con famosa lucidez, que “el ser humano no puede soportar demasiada realidad”. Y aunque quizá no haya forma de evadirnos por completo de sus tentáculos y sus tenazas incansables —la realidad como ese monstruo sin tregua dispuesto a contravenir nuestros deseos—, cada tanto necesitamos romper de manera tajante con ella, rasgar la tela de la rutina, poner de cabeza nuestras jerarquías, situarnos al resguardo de su luz insidiosa. De modo que procuramos entregarnos a la fiesta, al culto de la disipación y la ebriedad, con la ilusión de que, siquiera por unas horas, flotaremos al margen del deber, a espaldas de las preocupaciones y las exigencias cotidianas. Como no hay un atajo universalmente válido para escapar hacia una infra o suprarrealidad, encontrar la llave de las puertas de la percepción es una de las tareas más intransferibles y personales que quepa imaginar (en su elogio de la embriaguez, Baudelaire enlista, al lado del vino y la poesía, a ¡la virtud! como una vía de acceso…). Pero ya sea en forma de coctel sofisticado o de danza frenética, de intoxicación frívola o de trance religioso, toda esa variedad de llaves suele apuntar a lo mismo: al desarreglo de los sentidos, a la suspensión de esa fase mental que privilegia lo práctico y la supervivencia, a desafiar la cordura y la sensatez. Y a pesar de que a la mañana siguiente nos reciba una cruda mortal en representación de la crudeza de la realidad (un recordatorio implacable de que no es tan fácil escapar de sus tentáculos), y en medio de la temblorina juremos y perjuremos que nunca más nos revolcaremos al fondo de una botella ni nos adentraremos en el laberinto del humo de una pipa, la losa a la que aludía Eliot no tardará en presionarnos nuevamente el pecho, en especial los viernes por la tarde, cuando el cuerpo lo sabe y empieza a revolverse intranquilo en la silla de la responsabilidad.
Soltarse el pelo
Muchas celebraciones de la Antigüedad clásica tenían como propósito que el orden social se invirtiera drásticamente y que, al menos durante esa pausa generalizada, todos pudieran desprenderse de las normas establecidas e incluso burlarse de ellas sin contemplaciones: los esclavos mandaban sobre los amos, las mujeres se soltaban el pelo y eran presas de la ebriedad y del delirio, e incluso se coronaban animales de carga como nuevos y acaso más juiciosos gobernantes. Es verdad que esos días de desenfreno y rapto llegaban inevitablemente a su fin, que la tela de lo real no tardaba en recomponerse para instaurar una normalidad en muchos casos asfixiante o tiránica, pero por una semana opresores y oprimidos se habían desentendido por igual de la carga de sus papeles habituales, de la fijeza de sus máscaras. Esa fuerza arrebatadora y a la vez temida, que disolvía los acuerdos imperantes en aras del frenesí, que descoyuntaba la identidad personal y enfrentaba a cada quien con otra versión de sí mismo —cuando no con sus límites—, suponía una dislocación y un alivio, una tentación y una prueba de fuego, y no es casual que la figura mítica de Dioniso, dios de la vendimia y la ebriedad, haya estado siempre asociada a la extranjería (en el panteón griego fue un dios tardío y proveniente de otra comarca, como si su aparición disruptiva hubiera que explicarla en función de un origen radicalmente otro, ajeno, incluso de ultratumba…).
Hoy, que casi hemos perdido el sentido de la ritualidad, nos cuesta abandonarnos a los brazos enloquecedores de la embriaguez. A pesar de la fama de relajientos que nos hayamos ganado, y por más que día y noche estemos haciendo honores a Baco con una copa en la mano, la fiesta suele ser apenas un pestañeo, una zona de excepción, sí, pero demasiado efímera y con frecuencia tiesa, que no pocas veces concebimos como una extensión de la oficina o cumple con el cometido específico de cerrar un trato: es decir, para dar continuidad, en un ambiente apenas más favorable y relajado, a la rancia rutina de siempre, al culto triunfante del dinero, a las prerrogativas de la vigilia y el cálculo. La abundancia de alcohol y demás precipitados tóxicos en las celebraciones de todas las épocas es un signo inequívoco de lo mucho que nos cuesta relajarnos. Aunque no soportemos demasiada realidad, también se nos dificulta enormemente, quizá porque nos inspira vértigo, dejarla en suspenso, abjurar del perfil más obstinado de nosotros mismos. Despegarse del suelo que pisamos a diario puede ser vivificante y necesario, pero también atemorizador. Y tal es el apego que sentimos por la normalidad —sin importar cuán insostenible sea—, tal el confort que dimana del hilo que cada día retoma nuestro cerebro, que ya desde tiempos inmemoriales se han debido reglamentar, incluso como parte fundamental de la vida política, periodos de celebración obligatorios, interrupciones marcadas en rojo en el calendario, a manera de auténticas grietas en la lisura de la vida. Con la moral de la utilidad y la obediencia haciéndose pasar como el único horizonte de lo real, hoy el peligro no está en que la fiesta se alargue interminablemente, sino más bien en que ya no haya siquiera un resquicio para la interrupción y la fractura, para el desvarío y el culto de la madrugada…
La fiesta tiesa
El baile, el vino y la música tienen el poder de transportarnos lejos de nosotros mismos y de nuestros pensamientos más enmohecidos. Algo tan aparentemente sencillo como zangolotear el cuerpo y dejar que se mueva a un ritmo que no es el de la prisa ni el del checador de tarjeta puede obrar el milagro de hacer saltar por los aires la máscara que nos ajustamos y que ha terminado por confundirse con nuestro rostro. Pero, ¡qué difícil parece dejarse ir! ¡Cuántas veces no nos encontramos en plena fiesta con cuerpos entumecidos y mentalidades estancadas a pesar (o a causa) de haber ingerido una cubeta de alcohol! ¡Y cuántas veces no hemos sido nosotros mismos esos invitados que tienen la gracia de Citripio y la animación de una pared de cal! La fiesta, sin necesidad de alcanzar los altos vuelos de las saturnales, tiene el potencial del desbarajuste, y aun en su naturaleza transitoria aloja la pólvora suficiente como para poner de cabeza el edificio inamovible de la realidad. ¿Cómo es entonces que desaprovechamos la ocasión y nos convertimos en miserables aguafiestas? ¿Por qué encendemos el piloto automático cuando ha llegado la hora de liberar la energía vital contenida, cuando se diría que la noche empieza a poblarse de ménades y sátiros que, ¡ay!, un par de horas más tarde han optado por la continuación maquinal de sí mismos, y se desenvuelven como auténticos objetores de conciencia de la idea misma de celebración? ¿Cómo es que en los lánguidos rituales contemporáneos no nos consentimos otro desarreglo más profundo, otra comunión sagrada que la de repetir la coreografía de “La Macarena” o del “Payaso de rodeo”? La tiesura que se apodera de la fiesta habla de lo distantes que estamos del viejo culto de la noche y sus misterios, y de lo poco que estamos dispuestos a cerrarle la puerta al sol y a todo lo que representa. Para ponernos a salvo de la losa de la realidad y deschongarnos como es debido, con lujo de desparpajo y desinhibición, y estar en condiciones de situarnos en los acantilados de nosotros mismos, es necesario respetar aquella vieja máxima según la cual “lo que pasa en la fiesta se queda en la fiesta”. Si hoy ese acuerdo milenario está amenazado y en riesgo de desaparecer, se debe quizás a que el sol —la vigilia y vigilancia que representa— ya nunca se oculta del todo, sino que permanece en forma de reflectores y flashes de celulares o de focos pelones que, como se sabe, congregan nubes de ojos y parvadas de arqueamientos de cejas, y atraen en abundancia a esa variedad de bichos que, desde la cima de su sobriedad, están siempre listos a guardar enconos y a aquilatar desmanes, sin mencionar su propensión a dispersarlos pérfidamente con sus élitros…
Eleusis pausterizado
Pero la potencia colectiva de la celebración, tanto como la voluntad orgiástica, alguna vez sagrada, para explorar las fronteras de la noche y las posibilidades soterradas del cuerpo, representan sólo una parte de los viejos cultos a Dioniso, que en cualquiera de sus acepciones incorporaban algún elemento mistérico o vivencial, un horizonte de autoconocimiento y autotransformación por caminos no racionales, generalmente inducidos por alguna sustancia tóxica. No se trata simplemente de señalar qué tan lejos estamos de las experiencias eleusinas o de la ingesta de psicotrópicos como vía de introspección y autoanálisis, sino de reparar en la pérdida cultural que supone reducir las drogas a mero carburante, como si no representaran más que un aditivo para durar y no caer presas del sueño, para continuar el ágape hasta que el cuerpo aguante, sin que en la experiencia haya cabida para el desdoblamiento del yo, para el desfase de la propias inercias y certidumbres (a diferencia de lo que prometía el soma de la Antigüedad, muy probablemente alguna variedad de hongo alucinógeno); desdoblamiento y desfase que valen como escalas de doble filo en el camino de la comprensión y metamorfosis de uno mismo. El temor institucionalizado a las sustancias psicoactivas (hongos, LSD, peyote, por listar sólo algunas), y el auge de los estimulantes como droga ideal del capitalismo tardío (cocaína, crack, anfetaminas; sustancias que prolongan la vigilia y el rendimiento, justo como si la noche fuera una continuación de la jornada laboral), refleja en su aparente aporía el triunfo de aquel proceso de instrumentalización cuestionado por Nietzsche desde El nacimiento de la tragedia, en que el impulso de dominación de la naturaleza a través de la razón y la técnica ha corrido en paralelo a un proceso de represión de las energías vitales y en detrimento de la naturaleza interna, de las demandas cada vez más refrenadas del cuerpo; un cuerpo que, en consecuencia, está en continua tensión y propenso a la enfermedad antes que a la plenitud, a la medicación antes que a la autoexploración psiconáutica. La hipertrofia de la dimensión solar y analítica del ser humano, en cuanto promotora del dinamismo de las fuerzas productivas, por un lado, y el acallamiento y descuido de la dimensión nocturna y sintética, por otro, son las caras de una moneda equívoca en que el impulso dionisiaco ha sido asimilado y pasteurizado, muchas décadas después de Nietzsche, de modo que no se oponga al culto imperante de la rentabilidad. La prohibición de las drogas como negocio último, como manantial sin precedente de plusvalía, comporta el achatamiento de la experiencia intoxicada a fin de que se mantenga en el plano de la superficialidad y la euforia bobalicona, del embotamiento cerebral y las ansias de olvido, y sin que represente nunca una amenaza seria contra el statu quo (más allá de algunas bajas “colaterales” en las filas de los más temerarios o los más desesperados: muertes por sobredosis o viajes infortunados sin retorno). Con la coartada contemporánea de que las sustancias embriagantes representan sobre todo un problema de salud, también se enmascara el temor ancestral, ya articulado en distintas prohibiciones de la Antigüedad (por ejemplo en la persecución de las fiestas bacanales romanas), de que cambien de signo y se conviertan en agentes de una transformación peligrosa, tanto a nivel personal como social, en lugar de amables facilitadores del paréntesis del desenfreno. Las bacanales, para seguir con el ejemplo, al ser una celebración de locura ritual reservada a las mujeres, constituían un sacudimiento y una afrenta a los pilares del patriarcado. Si, mediante el control institucional, se busca exorcizar el fantasma de una liberación que vaya más allá de la francachela noctámbula, la transformación de la droga en mercancía última, en la mercancía total, por su parte, da el giro definitivo para afianzar, en nombre de la salud pública, el sistema económico de la vigilancia y la vigilia.
El culto a la embriaguez
El llamado recurrente de Dioniso, que alguna vez irrumpió bajo la forma de un cortejo arrollador de ménades que se aproximaba bailando entre música de flautas y cascabeles y prometía la desmesura y la hinchazón de la vida, el éxtasis colectivo y esa clase de felicidad que está vedada al sol, tal vez perviva en la actualidad en los llamados botellones masivos en España, en las vacaciones del Spring Break en Cancún (donde Dioniso anda en traje de baño), en los festivales de rock de varios días, en los carnavales de Río y Barranquilla, en la costumbre rusa del zapoi, en los raves y en las fiestas simultáneas de los sábados por la noche desperdigadas sobre el planeta. Es un llamado que regresa, poderoso y embriagador, intoxicante ya desde que se insinúa a lo lejos, y que nunca dejará de tentarnos mientras los poderes de la noche se agiten todavía en nuestro interior, mientras intuyamos, así sea oscuramente, que la vida práctica no basta, que hay algo más allá, en el reverso de nosotros mismos; mientras no nos engañemos con respecto a si somos capaces de soportar demasiada realidad. William Blake escribió que el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría. Pero al adelgazarse la dimensión subversiva de la embriaguez, al banalizarse el horizonte transformador de la experiencia drogada, el palacio se ha ido quedando cada vez más desierto, mientras las autopistas del exceso no dejan de conducir a rascacielos de estulticia y autodestrucción.
Imagen de portada: Jacob van Loo, Escena con bacantes, 1653