El día que velamos a mi padre, mis hermanos y yo nos carcajeamos frente a su ataúd. Estábamos en un gran salón blanco donde los tonos chillantes de algunas flores contrastaban con el negro riguroso de la vestimenta de los ahí reunidos. Al centro de la habitación, un sacerdote contratado de último minuto por insistencia de mis tías potosinas aclaró la garganta para empezar a despedir a un hombre al que no había conocido en vida. Era medio día, mi padre había muerto la noche anterior. Hacia el final de la misa funeraria, tras decir algunas frases sobre el fugaz tránsito humano por este mundo de penurias, el sacerdote remató: “Nuestro querido Fausto está ya en el Cielo, rodeado de once mil vírgenes”. Recién terminó de pronunciar la palabra vírgenes cuando mi hermana, apretando la sonrisa para que nadie la notara, nos dijo en voz bajita: “Si ya llegó mi papá no creo que les quede ni media virgen”. Ante las miradas reprobatorias de mis tías y el desconcierto generalizado de los asistentes, uno tras otro nos echamos a reír. Aunque aquel arrebato de hilaridad nos dio un poco de vergüenza en su momento, por algún motivo quedó grabado en mi memoria como un instante feliz, una especie de tregua al horror de esos días de jeringas y sábanas blancas, una válvula de presión que nos permitió soltar el aire caliente que llevábamos dentro. Las carcajadas en los funerales no las inventamos nosotros, por supuesto, ni somos los primeros en advertir que los momentos más tensos son a veces los que invitan a la risa con mayor potencia. La escritora, actriz y dramaturga Yasmina Reza lleva desde los años ochenta retratando maravillosamente esos episodios de tensión incómoda, alcanzando quizá el momento cumbre en 1995 con Arte (Josep Maria Flotats [trad.], Anagrama, Barcelona) una de sus obras más celebradas, en la que un hombre llamado Sergio se gasta una cifra de dinero desorbitada en un cuadro que se vuelve testigo mudo del derrumbe de su relación con dos de sus amigos más cercanos. Sergio es también el nombre de su novela más reciente, Serge, en la que la autora francesa nos invita a observar desde la primera fila a los hermanos Popper, tres judíos franceses de origen húngaro a los que el fallecimiento de la matriarca familiar embarca en una visita al campo de exterminio de Auschwitz. Ahí, entre turistas sacándose selfies y guías haciendo un esfuerzo por narrar lo inenarrable, salen a relucir los delicados hilos —que no por ello menos fuertes— que sostienen y dan forma a su relación. A los lectores, la autora nos brinda un par de puntos de vista. Por un lado vemos todo a través de Jean, el hermano de en medio, atrapado entre Serge, un hermano mayor desconsiderado, controlador y obsesionado con la numerología, y Nana, una hermana menor casada con un insulso señor español con el cual ha formado una familia cuyo altruismo forzado es irritante y, al mismo tiempo, conmovedor. Su relato, un tanto fracturado, salta en el tiempo entre lo que acaba de suceder o está sucediendo y los episodios del pasado que ponen el presente en perspectiva, como ese en el que su padre, sentado en el WC, ponía a sus hijos varones a estudiar las partidas de ajedrez que en el futuro marcarían el pedregoso territorio de su relación. Al otro lado del espectro de esta memoria tan íntima está la memoria histórica, esa bolsa llena de prejuicios, rencores y expectativas que los padres les entregan a sus hijos sin pensarlo demasiado. ¿Es posible recordar cosas que no vivimos, pero que se quedaron tan marcadas en nuestra historia familiar que, si nos descuidamos, pueden llegar a definir nuestra identidad? ¿Cuáles son los mandatos que dichos episodios imponen y qué papel juega el silencio en nuestra manera de afrontar esos grandes temas? Confiesa Jean:
En términos afectivos no he sabido comportarme en estos lugares de nombres cósmicos, Auschwitz y Birkenau. He oscilado entre la frialdad y la búsqueda de la emoción, que no es más que un certificado de buena conducta.
Su sobrina Josephine, en cambio, obsesionada con el extermino de los judíos, le grita a su padre, con entusiasmo, “¡Es el peor lugar del mundo, papá!” frente a la Judenrampe por la que llegaron quinientos mil deportados a Auschwitz. Puede ser que las fronteras entre memoria e imaginación sean más tenues de lo que creemos y puede ser también que nuestra vida interior esté poblada de un mayor número de fantasmas de lo que nos gusta admitir. “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”, escribió el dramaturgo quebequense-libanés Wadji Mouawad. Y eso aplica para todos. Si bien Serge es una novela hecha y derecha, la vena teatral de la autora sale a relucir en los diálogos ágiles y el humor filoso que la caracterizan. Según ha declarado la misma Reza en un par de entrevistas recientes, la frivolidad no está reñida con la profundidad, y lo políticamente correcto no necesariamente implica un ejercicio de reflexión previo que lo dote de valor. Es quizá por eso que la tragedia y el humor atraviesan esta historia con igual vigor, como cuando las mujeres de la familia ven a su padre llegar moribundo tras su cirugía de cáncer de colon y solo atinan a decir: “¡Pues no tiene tan mala cara!” Estas relaciones familiares supuestamente disfuncionales son el epicentro de la novela, en particular las que se establecen entre los hermanos. Es por ello que, aunque el libro retrata al ecosistema Popper en toda su hermosa imperfección (“ese tinglado hecho a la buena de Dios que es nuestra familia”, en palabras de Margot, la hija de Nana), no es casualidad que lleve por título el nombre del hermano mayor: incluso las páginas que la autora dedica a otros personajes parecen tener este vínculo en la mira para complejizarlo o dotarlo de textura. Una de las escenas más entrañables del libro ocurre una de las noches de la catastrófica visita a Auschwitz. Tras un día agotador, la familia se reúne a cenar en el elegante restaurante Porto Bello, donde Josephine saca su celular para tomar una fotografía de los tres hermanos: su padre y sus dos tíos. Tiempo después, ante el recuerdo de la foto en la pantalla, Jean dice: “parecemos contentos y viejos”. Y acaso la dicha de envejecer con los hermanos, esos otros que nos resultan tan ajenos y a la vez tan propios, es la más genuina posible. Lo mejor a lo que podemos aspirar.
Imagen de portada: Auschwitz, 2018