Treinta y tres escalones
Leer pdf¿Cuándo descubrimos el primer síntoma de acrofobia? En el caso del detective John Ferguson, de la célebre Vértigo (1958) de Hitchcock, en el momento en que persigue a un hombre por las azoteas. O eso nos cuenta, cuando despierta del sueño en que siente y sentimos vértigo. El nombre de su padecimiento lo describe Midge Wood (Barbara Bel Geddes), la amiga “fea” (o fea junto a Kim Novak) a quien nunca voltea a ver el personaje interpretado por James Stewart. Midge comenta haber leído que es una fobia sin cura (la psicología de mediados de siglo XX podía ser fatalista). En mi caso, creo que fue hasta los veintinueve que descubrí que “sentía miedo” de las alturas. Vivía en la Unidad Habitacional Lomas de Plateros, en la alcaldía Álvaro Obregón y, a veces, de regreso de “la civilización” (o rumbo a ella) cruzaba un puente peatonal que está frente a un Walmart y pasa por debajo del segundo piso de Periférico. Poco a poco empecé a preferir hacer un rodeo para no usarlo y, cuando lo hacía, me aseguraba de que me acompañara Édgar, con quien vivía entonces. La compañía me distraía del vértigo, porque el miedo a las alturas, como muchas fobias, se experimenta en una soledad tan concentrada que parece una experiencia mística.
Pero antes de eso, no me ocurría. Por ejemplo, los juegos mecánicos de las ferias de “pueblo urbano” me fascinaban. En el sexenio de Calderón solía ir a Azcapotzalco para el Grito de Independencia con una botella de agua rellenada con vodka y un poco de jugo de naranja. Me subía a las tacitas locas en las que un chico (siempre es un chico moreno con peinado de supersayayín) multiplica el vértigo bailando entre los asientos y haciéndolos girar, sin ton ni son, en la dirección opuesta del mecanismo, que te devuelve a toda velocidad a su propio vértigo. (De hecho, esos chicos fueron una temporada mi animus; pensaba, ociosamente, de pronto: “en mi próxima reencarnación quiero ser uno de ellos”.) Bajaba muerta de risa sólo para subirme al martillo o a la canoa. Luego, en mi casa o en algún sillón prestado tras la pachanga, dormía un sueño semejante al que tenemos cuando pasamos todo el día en el mar. Nunca vomité y nadie reportó jamás que me quejara o pidiera paz y sosiego; si acaso me caía tras bajar de un aparato, me sacudía el polvo y pa’lante (la graciosa juventud). Aquel vértigo no venía revestido de pánico y ansiedad. ¿Será que este cariz amenazante llegó con el hipotiroidismo? ¿O cuando empecé a tomar antidepresivos? Lo que sí es un hecho es que para cuando evitaba sobrevolar los rumbos de Mixcoac estaba por cumplir treinta años; es decir, me adentraba en eso que ahora, con pudor buenaondista, nos negamos a llamar vida adulta, pero donde algunos, y a regañadientes, comenzamos a comprender lo frágil que es la existencia. Un descuido y te caes de la terraza de la vida ordenada; el hallazgo, entonces, de mi acrofobia me encontró jugando a la casita con otra persona por primera vez en mi vida.
Fotografía de la autora.
Sobra decir que no fui al doctor. No sólo porque no soy muy adepta a los consultorios médicos, sino porque mi problema tenía soluciones simples: subir a pie por el lado del mercado de Mixcoac o tomar un pesero en la esquina de Revolución. Por otro lado, tampoco se trataba de una sensación que experimentara de forma crónica o a la menor provocación. Podía subirme a una escalera de tijera a buscar trastos en la cocina y me asomaba desde la ventana del cuarto piso en que vivía para ver las rosas de los jardines de la unidad habitacional. No se trataba, pues, de vértigo clínico, ese trastorno del equilibrio que provoca, en quienes lo padecen, alucinaciones del movimiento, es decir, mareos que pueden hacer sus vidas insoportables. En estos trágicos casos, el motivo puede ser alguna lesión o desperfecto en el laberinto (oído interno) o en el nervio vestibular; la gente que padece esto también presenta pérdida de audición, zumbidos y presión en el oído. Hay que tomar medicina en estos casos. Otra forma de vértigo clínico es producto de alteraciones en los mecanismos neurológicos del sistema vestibular; estos pacientes sufren visión doble, alteraciones en la marcha y cefaleas intensas. Da náuseas sólo de leer, pero también hay medicina para ello. Algún día no la hubo. Louis-Ferdinand Céline, quien además de ser un magnífico escritor medio nazi era médico, se autodiagnosticó la enfermedad de Ménière. Escribió al respecto: “Padezco, por un estallido de obús y conmoción del oído y cerebro, una de las más duras invalideces que existen (vértigo de Ménière), mi vida es una tortura desde hace más de treinta años, por culpa de la guerra. Aun así, llevé a cabo, pese a un estado físico de tortura permanente y sin ayuda alguna, puesto que procedo de una familia muy pobre, una carrera médica honorable y una carrera literaria excepcionalmente brillante”.1 Su estado era tal que a veces tenía que caminar sosteniéndose de las paredes y por las noches despertaba con vértigos y zumbidos de oídos.
Es curioso que el vértigo más encarnado esté tan lejos del vértigo metafórico de la literatura. Por años, el vértigo que conocí fue el que aparecía en poemas y novelas. Alejandra Pizarnik escribe el poema “Buscar” y abajo: “No es un verbo, sino un vértigo” . Chéjov, en “Relato de un desconocido”, hace decir a su protagonista: “A lo largo de mi existencia he sufrido mucho; tanto que, al recordarlo, me da vértigo”.2 Y en el prodigioso laberinto de sus Diarios, Anaïs Nin describe así a June Miller: “La hermosa June, que me habló por tres horas; a veces sabia y, en otras ocasiones, vacía y aburrida. Su ansiosa persona, ansiosa en todo lo concerniente a Henry, sólo confía en los momentos de vértigo, éxtasis, guerra o fiebre”.3 Cito apenas algunos resultados que me saltan en el Kindle al buscar “vértigo”. Y luego recuerdo al menos tres momentos de un solo poemario donde usé el término. La literatura, pues, ha vertido en esa palabra todo un remolino de sensaciones, algunas más vaporosas y otras más ígneas, que la acercan a la incontinencia emocional y la alejan de Céline caminando al borde del vómito adherido a las paredes de un presidio.
No, lo mío (como lo de otros más) es “sólo” una angustia tremenda que va creciendo con cada escalón que subo de un puente peatonal, porque la velocidad de los autos debajo tiende a agudizar el sentimiento de caída inminente a tal grado que entiendes por qué el héroe caído en desgracia de Hitchcock fue incapaz de rescatar a su amada cuando ésta parece subir al campanario con intenciones suicidas. Pero para aceptar el poder de la acrofobia (para sentirlo en plenitud) tuve que viajar ochocientos kilómetros y seis años después de Plateros.
Póster de la película Vértigo de Alfred Hitchcock [original de Saul Bass, versión restaurada por Adam Cuerden], 1958, Wikimedia Commons, dominio público.
En 2018 me invitaron a presentar mi primer libro de cuentos en una feria del libro en Saltillo, Coahuila. El centro cultural donde se llevaban a cabo los eventos quedaba en la carretera 57, en eso que los chilangos solemos llamar, sin asomo de ironía y sin consciencia del espacio, “en medio de la nada”. Del otro lado de la autopista se halla el verde pueblo de Arteaga y, al borde de la vía rápida, un hotel en el que no estaba hospedada (el mío estaba del lado del centro cultural) pero donde, según Google Maps, se encontraba el cajero automático más cercano. Necesitaba dinero vintage porque en el restaurante de mi lado de la carretera no aceptaban tarjeta. Sólo tenía que cruzar un puente peatonal que se alzaba unos seis metros y se extendía otros quince sobre la carretera por donde bajaban raudos los autos hacia Saltillo. Lo peor del caso es que vi a un perro dirigirse a sus importantes asuntos caninos en Arteaga caminando sobre esa construcción arquitectónica y, claro, en mi orgullo antropocentrista, me dije: “Si el perro puede, ¿por qué yo no?”. Comencé a subir. Llegué al fin de la escalera, un poco ansiosa pero también hambrienta, y comencé a avanzar sobre el puente peatonal. Ya sobre el tramo encima de la lateral me estaba mordiendo (por dentro, como acostumbro) la bemba que Dios me dio. Y luego empecé a caminar sobre el tembloroso, aireado y estrecho caminito que se extendía sobre la autopista. Di unos diez pasos, cada uno con el pulso más feroz, las manos más húmedas y a punto de cerrar los ojos. ¿Pero cómo iba a caminar once o doce metros más con los ojos cerrados? ¿Y si me tropezaba y me descubría en el suelo, mirando entre los barrotes del puente la carretera abismal? Me quedé parada y pasé un trago de saliva que me supo a sangre; además, me dolía intensamente la cabeza (síntoma reservado entonces para mí sólo para las crudas más terribles). Regresé sobre mis pasos mirando el piso y bajé la escalera aferrada al barandal. Afortunadamente, ésta no es una fábula eslava. En este relato existen los retornos (pedestres y figurados), así que me dirigí “hacia arriba” hasta donde vi, a la distancia, que los autos daban vuelta a la izquierda, pues en ese punto la carretera corría elevada de y hacia las montañas, de modo que los automovilistas y las personas y los canes con acrofobia podíamos pasar por abajo. Me tardé más de una hora en llegar al cajero. Luego comí y en la segunda cerveza lo pensé: “Bueno, al parecer las tacitas voladoras con vodka son, de veras, parte del pasado”.
Gugleo: ¿la acrofobia se acentúa con la edad? Pero el internet insiste en decirme que debí desarrollar esta angustia desde los diez años y que la supere con terapia cognitivo-conductual. (Obviamente internet no sabe que tampoco me gusta la terapia.) Sólo me da una pista: si a mi familiar de línea directa, ése del que heredé la bemba y los episodios depresivos, también se le arruga cuando sube a la azotea, es más probable que a mí me ocurra. En algunos puntos me dice otras sutilezas interesantes: aunque siempre se le ha considerado un complejo psicológico derivado de traumas de la infancia, también se estudia ahora el que pueda estar relacionado con el sentido interno de las ondas de equilibrio. Esto porque se ha observado que también lo sufren algunos animales, pero no el perro heroico que yo observé aquella vez. Yo insisto en que, en cuanto dejé de sentir el vértigo metafórico, al doblar la curva de la edad adulta, apareció la acrofobia. Al menos es una idea literaria: que la pasión emocional, arrebatada e intensa de “la primera juventud” haya dejado un fósil en mi sistema nervioso central; un trilobite que amenaza con ponerme en ridículo y que tengo que esconder de vez en cuando en los andenes. Porque, además, es caprichoso: a veces apenas muestra el rabo y en otras ocasiones hasta el “hoyo” entre el metrobús y la plataforma me da terror. Lo bueno es que no soy parte de un taller literario con modalidades peripatéticas.
Bethan Huws, Ysgol, 2013. Fotografía de Fabian Kurz. © Bethan Huws y Fundación Skulpturenpark Köln, 2025.
Conforme escribía este texto realicé ejercicios parecidos a los que hacía el detective Ferguson al principio de la joya de Hitchcock: subir a la azotea de mi casa, mirando hacia arriba y hacia abajo conforme avanzaba por los escalones. Dejé el experimento de la mirada pronto y me puse a observar, como de costumbre, un punto en el barandal para no malviajarme con los huecos de los escalones de hierro. (Ya si se trata de ridiculizarse, he de contar que una noche que quería ver un eclipse lunar rojo subí a gatas los últimos escalones sólo para descubrir, cuando me senté en el último escalón, que un grupo de gente me miraba estupefacta desde otra azotea.) Cruzar medio puente en Insurgentes e Imán desde el metrobús es fácil: el puente tiene altas protecciones (a prueba de suicidas y psicópatas) y siempre lo hago por la tarde-noche, cuando me urge llegar a mi añorada casita. Así que pensé que debía buscar algo que rivalizara con el demente cruce peatonal de Arteaga. Elegí el puente cercano a la ENAH para cruzar hacia el lado norte de Periférico. El punto resulta especialmente vertiginoso porque la cinta asfáltica del lado norte está un poco más elevada y a esa altura describe una curva, por lo que parece que la avenida se comba y se cierne con toda su velocidad sobre Cuicuilco. Además, en domingo los coches van muy de prisa en ambos sentidos y sobre tu cabeza se escurren como flechas los autos en el segundo piso; si tienes suerte, como yo, incluso hay un helicóptero que insiste en dar vueltas arriba (del Estadio Azteca, por el clásico, no encima de tu pobre acrofobia, pero da igual). Comencé a subir el puente, contando los escalones: uno, dos, tres, cuatro. Iba muy confiada en el diez. Once, doce, trece: la mirada traicionera se desvió hacia la cinta asfáltica. En el dieciséis ya era clara la taquicardia. Diecisiete, me agarré fuerte del barandal. Dieciocho, las manos sudando. Diecinueve, el temblor de piernas. Y desde ahí conté los otros once escalones con el índice izquierdo y la mirada. Luego me di la media vuelta más cautelosa y ridícula posible, bajé con más prisa que pena, y dejé la terapia casera de habituación para otro momento. Al fin y al cabo, siempre existirán los atajos.
Imagen de portada: Bethan Huws, Ysgol, 2013. Fotografía de Fabian Kurz. © Bethan Huws y Fundación Skulpturenpark Köln, 2025.
Louis-Ferdinand Céline, Cartas de la cárcel, trad. Carlos Manzano, Lumen, colección Contemporánea, 2002, versión electrónica. ↩
Antón Chéjov, Cuentos imprescindibles, trad. Augusto Vidal, Ricard San Vicente, José Laín Entralgo y Juan Luis Abollado, Penguin clásicos, 2016, versión electrónica. ↩
The Diary of Anaïs Nin, 1931-1934, introducción de Gunther Stuhlmann, Mariner Books Classics, 1969, versión electrónica. ↩