dossier Viajes SEP.2024

Sobre ir a trabajar en bicicleta

Pablo Duarte

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Podrá no tener tesis ni argumentos bien definidos, pero lo que sí le ofrece este texto es una frase. Menos que un rezo, pero más que una exclamación. Algo parecido a una invocación, pero con un filito enardecido. Digamos, más bien, que se trata de una jaculatoria en negativo. No es para uso generalizado; tiene un propósito y un contexto muy específico: el momento en el que uno se da cuenta de que va a llegar tarde al trabajo. Ese instante en el que las aguas de la angustia rompen a hervir y nos anegan, ahí es cuando se requiere esta sentencia. Para ese momento, lector o lectora, le ofrezco un enunciado encantatorio. No puedo confirmar que logrará abrir el proceloso mar del tráfico ni que hará que las líneas del transporte colectivo encuentren el ritmo justo para que usted llegue a tiempo. Lo que sí puedo atestiguar y refrendar es que produce una satisfacción relajada, el placer casi lúbrico de las groserías certeras y oportunas. Ésta, no está de más informarlo, es una maldición para todas las edades:


¡Maldita tu memoria, Willard LeGrand Bundy, que nadie se acuerde de ti!


​ Pruébelo la próxima vez que esté cerca del límite del tiempo que tiene para no ser considerado faltista. Verá lo saludable, lo refrescante. No ayuda a quitar el retardo, ni cuenta como justificante laboral, sin embargo, desahoga. Y además, es verdad que nadie recuerda al aborrecible Bundy.


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Tampoco nadie se acuerda de quién inventó la bicicleta. Parece siempre haber estado entre nosotros, como la rueda, como la tuerca, como el martillo. Artefactos que se han transformado y hecho eficientes y a los que no se les busca la autoría original. La bicicleta tiene historia, genealogía, patentes a nombre de personas distintas y, en múltiples ubicaciones, toda una enciclopedia de parientes y variantes. Algunas son muy fáciles de imaginar: ahí está la famosa Penny Farthing, esa de la llanta delantera gigante y la trasera pequeñita, llamada así en honor a dos tipos de monedas de tamaños igualmente discordantes. Antes de semejante vehículo escultural y peligroso, un barón alemán, Karl Freiherr von Drais, juntó llantas, asiento y manubrio, pero aún no concibió pedales ni cadena: la propulsión la ponían los pies que estaban libres para hacer una especie de carrera patizamba. Algo parecido a las bicicletas que ahora usan los más pequeños. En 1817 la llamó Laufmaschine. En francés, era velocipède o draisienne y en inglés se le conoció como hobby-horse o dandy horse. Todo lo que añadiera velocidad al paso, en una era de industrialización acelerada, era bienvenido. Y poco a poco, pero sin freno, el invento fue mutando como lo hace la tecnología, al compás de cada época y con las herramientas disponibles. Llegó un momento en que la bicicleta quebró la barrera de la excentricidad para volverse algo más. Así lo relata Robert Penn en La bici lo es todo, un libro harto entusiasta sobre el vehículo en cuestión: “Se calcula que en 1890 había 150 000 ciclistas en Estados Unidos y una bicicleta costaba aproximadamente la mitad del salario anual de un peón de fábrica. En 1895 su coste equivalía al salario de varias semanas y cada año las filas ciclistas aumentaban en un millón”.

Jean Metzinger, En el velódromo, 1912. Guggenheim Collection, dominio público.

​ Muy interesante todo hasta aquí, pero, sin duda la perciben ustedes también, hay una sensación que palabras más, palabras menos dice: ¿y esto qué tiene que ver con el tema que nos convoca? Resulta que la bicicleta, y su capacidad para acercar lo lejano, fue uno de los instrumentos de transformación de la modernidad. Porque permitió, entre muchas cosas simbólicas y sugerentes, cambios concretos como que las mujeres ampliaran su radio de independencia. A finales del siglo XIX, la activista y pensadora Susan B. Anthony le dijo en una entrevista a Nellie Bly, otra autora progresista y feminista, que “el uso de la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. Y esa liberación le llegó también a las grandes multitudes trabajadoras, como lo comentó Penn: “A finales de la década [de 1890], para millones de personas la bicicleta se había convertido en un modo práctico de transporte personal: la montura del pueblo. Por primera vez en la historia, la clase trabajadora se volvió móvil y, dado que podía desplazarse, se vaciaron las viviendas abarrotadas, se expandieron las áreas del extrarradio y la geografía de las ciudades cambió”.


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“¿Dónde tomó forma por primera vez la máquina en la civilización moderna?”, se pregunta Lewis Mumford en Técnica y civilización. La respuesta larga está contenida en una serie de libros, casi podría decirse que en su obra entera. Sin embargo, la respuesta corta aparece unos párrafos después de que el autor formule la pregunta: en el monasterio y el orden que estos sitios impusieron al tiempo. El sociólogo e historiador estadounidense consideraba al reloj como el artefacto que eliminó de la cotidianidad el azar y el imprevisto —tanto como fue posible—, para instaurar un régimen de repetición y previsibilidad: “el reloj mecánico […] apareció hasta que las ciudades del siglo XIII exigieron una rutina metódica, el hábito del orden mismo y de la regulación formal de la sucesión del tiempo se había convertido en una segunda naturaleza en el monasterio”. De la reglamentación del monasterio a las restricciones de la fábrica no hay mucha distancia. Quizá el único cambio está en el uniforme y las deidades que se veneran. En ambos espacios, sin embargo, el reloj es credo e imperativo. La importancia de las instituciones religiosas menguó y las fábricas, maquilas, talleres, burós, bufetes, oficinas, plantas de ensamblaje, edificios corporativos y demás establecimientos laborales han tomado precedencia. En ellos el reloj continúa siendo líder supremo. Y en la hagiografía laica en la que están entronizados los personajes que han contribuido a fundar la iglesia del trabajo moderno está ni más ni menos que Willard LeGrand Bundy. Y, como testimonio de sus milagros, su invento más famoso y duradero: el reloj checador.


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En el mismo libro, Mumford también menciona a Bertrand Russell. Dice que el filósofo inglés

“[ha] observado que cada mejora en la locomo­ción ha incrementado el área sobre la que cada persona se ve impulsada a moverse; de manera que una persona que hace un siglo tuviera que emplear media hora para ir a trabajar, aún tiene que emplear media hora para llegar a su destino, porque el artefacto que le permitía ahorrar tiempo si hubiera permanecido en su situación original, ahora —llevándole a una zona residencial más lejana— anula de hecho el beneficio”.

​ Esto que parece contraintuitivo es un principio con el apellido de alguien más. Se le conoce como la constante de Marchetti. El físico italiano Cesare Marchetti consideraba que sin importar dónde vivieran las personas, o qué medios de transporte tuvieran a su disposición, éstas organizaban tanto su trabajo como su situación de vivienda de tal modo que en promedio tardaban sesenta minutos en trasladarse a su trabajo. La parte crucial de la frase es en promedio. Sabemos muy bien que, en las ciudades de nuestro país, la disposición de las opciones habitacionales y las estrategias de movilidad han sido tales que los traslados pueden ser insoportablemente largos.

​ La Encuesta Origen-Destino 2017 (EOD), realizada por el Inegi entre el 23 de enero y el 3 de marzo, tuvo como objetivo “recopilar datos del volumen y dirección de los flujos diarios de la población”, así como obtener “una imagen detallada de los patrones de viaje” de las personas en la Zona Metropolitana del Valle de México. Según los hallazgos de esa encuesta, al día se realizaban 34.5 millones de viajes diarios en distintos tipos de vehículos o a pie. Ya han pasado siete años de esos datos y no hay duda de que la cifra ahora debe ser mayor. En 2017, en un poco más de la mitad de los casi seis millones de hogares registrados en la Zona Metropolitana, había, por lo menos, un vehículo para transportarse. Y en 35.9 % de estas casas se contaba con una bicicleta. El reporte también resalta que, entre semana, el 2.2% de las personas que se desplazaron en el Valle de México —no se especifica el motivo del viaje— lo hicieron en bicicleta, esto es, 0.34 millones de personas de 15.62. Pandemia de covid-19 mediante y luego de una inversión del gobierno local en un programa de préstamo de bicicletas públicas, ¿cuánto más se habrá extendido la devoción y el uso del objeto que el escritor Stephen Crane consideraba “lo es todo”? Y ampliando el radio de la pregunta, ¿qué tan difundido en el país estará el uso del transporte sobre dos ruedas y pedales accionados con la fuerza de los músculos del tren inferior? Lo que tengo que ofrecer en este punto son observaciones casuales, pero parecería que lentamente hombres y mujeres adoptan e integran a su movilidad el viaje en bicicleta.

José Guadalupe Posada, Calaveras en bicicleta, ca. 1891. The Metropolitan Museum of Art, dominio público.

​ Muchos lo hacen por disfrute; tome nota, la próxima vez que en su localidad se anuncie un paseo ciclista, de la cantidad de personas que acuden a formar parte del recorrido. Lo asombrará, si mis suposiciones son correctas, que el número de personas dispuestas a pedalear es mucho más alto del que anticipaba. Y de paso, mire desde su ventanilla cuando circule por las avenidas, calles y caminos de su entorno: ¿cuántas personas ve en bicicleta?, ¿son más de las que veía antes?

​ A quienes seguramente habrá visto mucho más es a quienes han hecho de la bicicleta su herramienta de trabajo. Los ha recibido en la puerta de su casa, los ha visto circular entre los autos. En el reporte titulado Este futuro no applica publicado en 2022, Oxfam estimaba que en ese momento había 350 mil repartidores de aplicación. De éstos, según los datos arrojados por más de mil encuestas a nivel nacional, el 35 % empleaba la bicicleta como medio de transporte principal. Esa fuerza laboral precarizada de “empresarios autónomos” a quienes las apps entregan instrucciones, coordenadas en un mapa y un porcentaje magro de ganancias a cambio de dejarse el cuerpo en el camino sin garantías ni prestaciones, está transformando en un porcentaje importante el modo en el que compartimos las calles de las ciudades. A estas alturas, no es de sospechar de qué lado se encuentra este texto: es parcial a las y los colegas bicicletos. No hay polémica ni excepciones —“Sí, pero es que también ustedes manejan como locos; es que no usan casco”— que justifiquen la indefensión estructural en la que se hallan quienes circulan, circulamos, por las vías de este país. Hay ciclovías en zonas selectas, pero falta una cultura vial empática. Sí, lo digo también por ustedes, los ciclistas que circulan erróneamente por la banqueta.


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Estamos, pues, en un momento de modesto auge ciclista. Hay disponibilidad de unidades, las hay caras y las hay de segunda mano. Los robos son constantes —una indignante señal de que existe cierta demanda—, y en redes sociales es posible admirar las habilidades de artistas de la ruta, las increíbles distancias que recorren colegas a diario. Hay cuentas que narran la cotidianidad ciclista en urbes agrestes y, en especial, hay muchas cuentas en las que usuarias relatan los desafíos y las alegrías de las rodadas. Si se me permite el deslinde, quiero aclarar que mis recorridos no son en sentido alguno destacables ni sobresalientes. Mi circulación hacia el trabajo es una ruta bien modesta. Por esa razón este texto no es uno que pretenda fardar hazañas personales sobre la bicicleta. No hay cantidades estratosféricas de kilómetros recorridos a diario. Tampoco es la crónica de gradientes de inclinación ni de desnivel positivo remontado. Al contrario: este es un artículo muy consciente de sus limitaciones. Recorro entre quince y veinte kilómetros diarios, con una relación muy cómoda entre el plato y la rueda —46 y 16— remonto alguna lomita muy menor y, aunque haya días que hay que meterle más candela, por lo general ruedo al paso moroso que permiten unas rodillas desvencijadas.

Natalia Goncharova, Ciclista, 1913. Museo Estatal Ruso, dominio público.

​ Que yo sepa, fue Jon Day quien propuso el término “ciclogeografía” para describir el modo de interrogación del espacio realizado desde el punto de vista del sillín de la bicicleta. Su libro, titulado así tal cual, es el relato de sus años como mensajero en bicicleta —couriers, los llaman en inglés—, en la ciudad de Londres. Lo fue durante tres años, y, mente curiosa, se propuso pensar en el fenómeno del ciclismo no sólo como una fuerza productiva dentro de una economía, sino también como una potencia cultural y psicológica. Algo así le dice el escritor francés y entusiasta rabioso del ciclismo Paul Fournel: “La bicicleta es un vehículo literario, se trata de un buen lugar para pensar”. El modo de recorrido propuesto por Day es uno contemplativo, interrogativo. Y si bien eso sucede a cada rato, no es el propósito de los trayectos diarios de la mayoría de los ciclistas. Para casi todos, el objetivo es uno más concreto y más tajante: la corretiza por llegar a tiempo. Aunque, y aquí se abre una última pregunta, quizá es la bicicleta la mejor aliada para resistir a los imperativos de la chamba sin desentenderse de ella del todo.

​ Aceptémoslo. Hay ocasiones en que ir tarde al trabajo es un placer. La angustia cede, el capataz interno está mirando para otro lado y los minutos de tardanza se acumulan como el premio por esa victoria. Se trata de esas rebeldías menores, sabotajes sin consecuencias catastróficas que buscan inclinar de nuevo la balanza del poder hacia el lado de quienes no somos accionistas del negocio. Es quizá la rebeldía más sucinta. Resultará en un triunfo menor a fin de cuentas —pírrico, le llaman quienes conocen a los clásicos—, pero quién nos quita el gozo de esos instantes. En una época de monitoreo de los desplazamientos, de registro minucioso de la productividad, algo se consigue. Minutos de ligereza, de distancia de los deberes, los pendientes y las inescapables responsabilidades. Maldito sea quien inventó el reloj checador —ya sabe usted su nombre y apellido—, que nos quita la posibilidad de deambular un par de kilómetros sobre la rauda máquina que parece siempre haber estado ahí.

Imagen de portada: José Guadalupe Posada, Calaveras en bicicleta, ca. 1891. The Metropolitan Museum of Art, dominio público.