La figura del jardinero filósofo
Los jardines expresan no solo una cosmovisión y un proyecto de sociedad sino también un ideal de vida y un modelo ético. Los jardines han constituido desde la Antigüedad una metáfora intemporal de la buena vida, una representación sensible de la felicidad y un valioso documento de los sueños de perfección social. Además de plasmar de forma privilegiada la relación del hombre con la naturaleza y de traducir en un lenguaje plástico y sensorial la ideología vigente en cada etapa histórica, trasmiten mensajes cifrados del inconsciente colectivo y materializan fantasías utópicas.
No se tiene la misma experiencia del jardín como sujeto agente que como sujeto paciente o, para decirlo más claramente, como jardinero y artífice que como espectador y paseante. Mientras que para el primero las manipulaciones del entorno físico y la ordenación del espacio representan un medio de expresión de su individualidad, para el otro el jardín constituye sobre todo una obra de arte viva, un texto vegetal dotado de una rica simbología, que se ofrece a la lectura de la sensibilidad y de la inteligencia. Los jardines cuentan un relato al visitante que conversa con ellos en un acto de co-creación. Y pasear por esa “naturaleza hecha palabra y palabra hecha naturaleza” representa, aparte de un ejercicio dialógico, una celebración del aquí y del ahora y un modo de elevación del yo. Salir al jardín supone siempre entrar en nosotros mismos.
Difícilmente podemos exagerar la importancia del jardín en la historia de las ideas y la concepción de una buena vida. En primer lugar, porque es uno de los espacios eutópicos por excelencia, bello y feliz, con una genealogía mítica que se remonta al Génesis. Desde el más suntuoso parque de recreo hasta el más humilde huerto familiar invoca el recuerdo del Edén, arquetipo de todas las utopías y todos los paraísos soñados por la humanidad.
Además, la jardinería cultiva muchas de las virtudes asociadas desde tiempo inmemorial a la buena vida, tales como la constancia, la paciencia, la humildad y la gratitud. No cabe duda de que la experiencia del jardín puede contribuir a la eudaimonía o, por usar una expresión del agrado de Martha Craven Nussbaum, “al florecimiento personal”. El jardín ha tenido desde la antigüedad una dimensión moral y ha representado una escuela de virtudes éticas. Si consideramos la filosofía una actividad práctica, que dicta nuestro modo de vivir y estar en el mundo, esta comparte actitudes, objetivos y planteamientos con la jardinería.
Jardinería y filosofía restauran cada una a su manera nuestra confianza en el mundo, nos renuevan por dentro y revitalizan nuestras energías hasta el punto de hacer más grata y reflexiva nuestra existencia. Y en ese sentido constituyen un modo de vida y un discurso. Sea participando en el crecimiento de las plantas, sea ejercitando el pensamiento racional y la ética del diálogo, el significado profundo de ambas actividades es la sabiduría vivida, pues, como afirma Montaigne, “aunque podamos ser eruditos por el saber de otro, solo podemos ser sabios por nuestra propia sabiduría”. Esa misma idea inspira uno de los más lúcidos aforismos de Nicolas Chamfort:
La felicidad no es cosa fácil. Es muy difícil encontrarla dentro de nosotros mismos, e imposible encontrarla en otra parte.
Los jardines están asociados en la mente de las personas a vivencias como la calma, el silencio, la serenidad y otros ingredientes imprescindibles en la receta del bienestar y del bienser. Pero además de proporcionar placer sensorial y relajación mental, deparan recompensas espirituales y morales. Es cosa sabida que el contacto con la naturaleza produce un efecto benéfico, apaciguador y regenerador.
Un bello panorama es una catarsis del espíritu —escribe Schopenhauer—, tal y como la música lo es del ánimo, según Aristóteles, y en su presencia uno pensara del modo más certero.
Los entornos verdes ayudan a restaurar el equilibrio interior, alivian nuestros maltrechos corazones y mitigan la tensión, la ansiedad y las preocupaciones que emponzoñan nuestras vidas diarias. Russell Page, uno de los más influyentes paisajistas modernos, escribe:
Es necesario sustraer a las personas, aunque no sea más que por un instante, de sus preocupaciones cotidianas. Un contacto pasajero y rápido con la belleza del mundo exterior les ayudará a vivir mejor en su fuero interno. No vean en esto ningún rasgo de sentimentalismo fácil: por el contrario, esta es la verdadera razón de ser de los jardines y los jardineros.
Desde esta perspectiva, me parece lícito concebir el jardín como una terapia filosófica, como una medicina o cuidado del alma, “therapía tes psyches”, según la fórmula socrática. Al igual que los ejercicios espirituales de la filosofía antigua, la práctica de la jardinería disciplina y fortalece el carácter, acalla el ego y remueve la conciencia profunda, propicia una renovación interior y favorece el progreso espiritual y la concentración en el presente. Se podría decir de la experiencia del jardín lo que Epicuro escribió de la filosofía: contribuye a la salud del cuerpo y del alma. La misma música se escucha en estos versos de Shakespeare: “Nuestros cuerpos son jardines, / en los que hacen de jardineros nuestras voluntades”.
La metafísica visible del jardín: de la lucropatía a la hortiterapia
El jardín comparte con cierta filosofía práctica la disciplina del deseo y la terapia de las formas. Como preconizan las escuelas socráticas menores, la sabiduría consiste en alcanzar la imperturbabilidad emocional o ataraxia a través de la razón y del diálogo. En ningún lugar se respira mejor esa bella serenidad que en un jardín. Me siento tentado a decir que la mejor manera de llevar una vida filosófica, de comportarse de un modo desapegado, reflexivo y consciente de las realidades ineludibles de la existencia es cultivar el propio huerto, como decía Voltaire. Las virtudes del cuidado y de la paciencia que ayuda a desarrollar la jardinería sirven de antídoto contra el frenesí, la avidez, el descontento con uno mismo y el afán consumista de nuestra época. En otras palabras, la hortiterapia puede ser un remedio contra la lucropatía imperante en nuestro mundo, pues plantea un tipo de relación con la naturaleza no basada en la explotación ni en la codicia.
Contrariamente a la cultura del dinero presidida por la velocidad y la idea tóxica de que el tiempo es oro, la jardinería promueve la paciencia, es decir, enseña a soportar la espera. Una de las más importantes lecciones que se pueden aprender del jardín es precisamente esta: hay que sembrar para cosechar; germinar para florecer; esperar para retoñar. Este mensaje tiene un atractivo muy especial para los lectores del siglo XXI sometidos a la aceleración tecnológica, a la tiranía de la productividad y a la competencia mercantilista. En tanto que espacio eutópico, el jardín conjuga la vocación ornamental con la función productiva, razón por la que ilustra mejor que otras creaciones intelectuales y artísticas la relación entre lo bello, lo útil y lo bueno. Y en ese sentido contribuye a la sabiduría de la desesperación de la que habla André Comte-Sponville.
El sabio no espera nada […], porque ha dejado de desear otra cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que goza. Ya no desea más que lo real, de lo que forma parte, y ese deseo, siempre satisfecho, es una alegría plena, que no carece de nada. Es lo que llamamos felicidad. Es también lo que llamamos amor.
La austeridad elegida es una importante fuente de alegría, pues, al mismo tiempo que ejercita la autosuficiencia racional y la capacidad de gobernarse por sí mismo, pone coto a la insaciable avidez consumista. Duane Elgin acuñó en 1981 la expresión “simplicidad voluntaria” para describir precisamente esa actitud, la de aquellas personas que optaban por vivir con menos para vivir mejor y más serenos. Independientemente de los términos, la sabiduría de necesitar poco ha contado con numerosos seguidores a lo largo de la historia de la filosofía. Son muchos los pensadores que han elogiado el desapego y el desprendimiento, y se han dejado atrapar por el encanto de una existencia reposada, sencilla y frugal desde los tiempos de Sócrates. Cuentan que el sabio ateniense, tras pasear sus huesos por el ágora contemplando los puestos y los tenderetes bien abastecidos de los artesanos y los mercaderes, exclamó con asombro no exento de ironía: “¡Cuántas cosas hay que no necesito!”. Y repetía a menudo estos versos de una poetisa clásica: “Las alhajas de plata y púrpura / útiles son en las tragedias, / pero de nada sirven en la vida”. Esta anécdota contiene la simiente de la sobriedad feliz, un ideal que hicieron suyo filósofos de todas las épocas para vivir sin amos, liberarse de las ataduras del deseo, adquirir la tranquila posesión de uno mismo y ser capaces de renunciar a todo lo que no fuera estrictamente necesario. En el siglo I, Séneca animaba a un amigo a perfeccionar ese ascético arte de vivir con estas palabras:
Créeme, la verdadera alegría es austera. […] Yo te ruego, querido Lucilio, que procures realizar aquella única cosa que puede hacerte feliz: rechazar y pisotear todo aquello que brilla exteriormente, todo aquello que te ha sido prometido por otro que de otro tiene que llegarte.
Muchos siglos después, encontramos las huellas de esta tradición antimaterialista y anticonformista en la obra de un contumaz pesimista metafísico como Schopenhauer:
El medio más seguro para volverse infeliz es no desear llegar a ser muy feliz, es decir, poner las exigencias de placer, posesiones, rango, honores, etcétera, a un nivel muy moderado; porque precisamente la aspiración a la felicidad y la lucha por ella atraen los grandes infortunios.
Otro ilustre artista del desapego, alérgico a la acumulación e inmune a la avaricia, es Thoreau. Toda su filosofía se halla resumida en esta frase: “Un hombre es rico en proporción al número de cosas de las que puede prescindir”. No faltan tampoco en nuestra época autores seducidos por la idea de convertir la carencia en virtud. Bertrand Russell aporta argumentos, por ejemplo, para desconfiar de las pretendidas bondades de la laboriosidad, el tesón y el rendimiento:
Quiero decir, con toda seriedad, que la creencia en la virtuosidad del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno, y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad depende de una disminución organizada de trabajo.
Contra el progreso ilimitado y en defensa de la sobriedad voluntaria se alza en nuestro tiempo la voz de Pierre Rabhi:
Moderación como principio de vida y moderación como experiencia interior constituyen el anverso y el reverso de una sola y única búsqueda de sentido y coherencia.
Tras el mensaje de que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita, se esconde otra idea sorprendente: el desapego es la condición de posibilidad de la libertad, y esta de la felicidad.
Sin entrar a valorar si la moderación es una obligación moral o una urgente necesidad para no desaparecer como especie, me limitaré a señalar que la jardinería puede ayudarnos a escapar de la lógica del mercado y a vivir sin tantas necesidades, a clarificar nuestras prioridades y a regresar al paraíso perdido. Buena prueba de ello son los huertos urbanos y los jardines efímeros, surgidos de la ocupación de solares, lugares degradados y zonas residuales en beneficio de la comunidad. Esas intervenciones informales y baratas, inspiradas por visiones alternativas, contribuyen a la reactivación de la ciudad y se convierten en espacios de socialización, resistencia y contestación social. Los huertos y jardines oportunistas, surgidos del activismo ciudadano, reflejan los ideales del ecourbanismo moderno y los nuevos modos de experimentar la ciudad. Y también aportan argumentos al debate sobre el utopismo.
El arte del jardín concilia la añoranza de lo que hemos perdido con la promesa de lo que todavía podría ser, y nos permite superar las clasificaciones binarias del pensamiento occidental (alma y cuerpo, naturaleza y cultura, mente y materia, sensible e inteligible, consciente e inconsciente), combatiendo el materialismo y el consumismo. En lugar de acumular, por qué no renunciar a las cosas que nos piden mucho y nos dan poco, a los deseos que no son ni naturales ni necesarios como proponía Epicuro, por qué no contentarse con manjares sencillos, desprenderse de lo superfluo, cultivar la autosuficiencia racional y buscar una forma razonable de placer. El argumento no suena ni novedoso ni particularmente revolucionario, pero sus implicaciones resultan todavía tan trascendentales como comprometedoras.
De Santiago Beruete, Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, Turner, Madrid, 2016, pp. 351-357. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Santiago Rusiñol, El jardín de la bailarina, Granada, 1898