Me senté en el bar de siempre. Las vacaciones habían empezado hacía tres semanas. Una charla sin rumbo entre escritores de primera, segunda y tercera división. La literatura es como el futbol. Una charla sin rumbo, pero saludable. Todas las conversaciones son saludables si hay cerveza. Hay quien le añade a la fórmula unos bocadillos de cabeza de pescado o de cordero, y meseras de piernas bonitas y sonrisas largas, atareadas entre las muchas mesas. Pero yo me quedo con las cervezas, y pago unas rondas más mientras voy enamorando a los más viejos para que se les suelte la lengua y me revelen la ingeniería del texto, ese texto que es un andamio, el andamio para subir a la primera división. Así fue aquel día de diciembre. Estábamos platicando. Yo, la verdad, como es habitual, ya estaba de pie, junto a la barra, discutiendo con una mesera por la cuenta. Debía gustarle de una forma especialísima. Tenía la costumbre de darme un número imaginado que nunca se correspondía con la cantidad de vasos que yo había pedido. Luego de mucho pelear, me tomaba de la muñeca y me decía, sonriendo: —Ya estuvo, don Lucílio… Págueme dieciocho por esta vez—, y luego se echaba a reír como una niña enamorada. Dieciocho o cualquier otro número eran las veces que yo golpeaba la barra con el puño, me dijo un día. Pero, aun así, yo jamás sabía si las sumas eran verdaderas. —Se sabe que para ti no lo serán nunca…— me dijo. Pagué la cuenta y le pedí que me abriera una nueva. Ella sonrió, me pellizcó la nariz con el pulgar y el índice y dijo “estoy abierta a cualquier negociación…” Regresé a mi mesa pensando un día de éstos le acepto sus encantos. Estaba envuelto en esas ideas cuando vi acercarse a una actriz muy querida y muy bonita. Le guiñé el ojo a un cófrade, un cuentista que me había confesado estar enamorado de ella, pero no tener el valor de acercársele. Ella se sentó al lado suyo y gritó, muy feliz: —¡Dos mil veinte! ¡Próspero año nuevo para todos! Luego de eso ya no recuerdo nada en especial. Los días corrieron con el mismo bullicio de los días festivos: subieron los precios de todo, la gente se fue de viaje, otra gente se murió en la nochebuena y muchos más nacieron el primero de enero. Y enero, febrero y marzo pasaron en la miseria de todos los años: sin dinero, sin planes, sin ganas siquiera de desmontar el raquítico árbol de navidad, ya sin referencias a la nochebuena porque no prendemos las luces. —Hay que ahorrar energía; no ha empezado el año económico—, le digo a mi esposa, avergonzado, como todo padre de familia. Pero también estaba esperanzado, porque marzo estaba por terminar y los ingresos familiares por cambiar, y nuestro año económico volvería a ser lo esperado: llevaríamos a los niños al cine, cruzaríamos el nuevo puente Maputo-Katembe para ir a ver el mar desde el Farol1, iríamos al Museo de Historia Natural o daríamos una vuelta en los carros de la Feria Popular. La vida volvería a ser lo que era. Pero el final de marzo no llegó solo. Nos trajo consigo a un villano que, para ese entonces, ya dominaba la mitad del mundo. Mi esposa, siempre recelosa de todo, me preguntó todavía al teléfono sobre el personaje en cuestión: —¿Tú crees que el tal Corona vaya a llegar hasta acá? —No; acá ni el diablo se atreve a venir. Solo Dios es omnipresente… —le respondí, pensando en que debía leer más sobre el asunto. Iba por la autopista de Maputo con destino a Matola; tenía la primera clase del semestre con un grupo de Estudios Literarios, y terminé por encontrar en los recelos de mi esposa motivos para introducir a mis estudiantes en las cuestiones de la imaginación. —¿Qué creen ustedes? ¿Creen que el Covid sea más grande que Dios? Me habría gustado empezar así mi clase y ver cómo llegábamos a la teoría de la representación, pero antes encendí la radio, mientras salía de la autopista. Anunciaban que el Señor Presidente daría un mensaje sobre el tema. Aquello no me causó alarma; las alarmas ya se habían disparado en otras latitudes. Por lo demás, todos los mozambiqueños debían pensar lo mismo que yo en esos momentos, y los pensamientos tienen la mala costumbre de engendrar hechos. Por eso, cuando oí la palabra cuarentena, grité: —Carajo, ya sabía. Ahora sí ya nos jodimos… Pero más jodidos aún estaban mis hijos, sin playa, sin museo, sin cine ni Feria Popular. Dejaba de existir, naturalmente, cualquier cosa popular. Jodidos estaban también mis estudiantes. Eso mismo les dije cuando llegué al instituto. Había seis, porque los demás desaparecieron apenas escucharon la orden de aislamiento. “¡Próspero año nuevo para todos!”, recordé, quizá porque me imaginé a mis alumnos felices de no hacer nada. Pero ¿qué puede prosperar en la nada? Y, al final, nada sería realmente así. Vinieron las recomendaciones: clases virtuales. Por primera vez, descubrí un mundo desconectado, contrario a lo que se imagina: la mitad del grupo no usaba WhatsApp, no tenía correo electrónico, ya no hablemos de Google Classroom, la plataforma que el instituto nos alentaba a usar porque ahí el villano, con todas sus artimañas, no nos invadiría. —Capaz que Dios está en Google Classroom, a la espera de un último duelo de titanes —pensé cuando, a mi propio pesar, abrí una cuenta para poder seguir con mis clases. Una molestia, que sin embargo no sería tan grande como la de abril. No volví a apagar la radio, ni en la casa, ni en el coche. En la casa, a la hora del noticiero, todos los relojes disparan las alarmas y nos sentamos a aprender más sobre el villano, como si fuéramos policías. Al principio, a nadie le importaba, pero ahora, dado que aumentaron las bajas, ¡todos tenemos miedo! Ahora el país está oficialmente en estado de emergencia y dice que las mascarillas son la única forma de disfrazar nuestras identidades, porque el Covid, en su omnipresencia, tiene el retrato hablado de cada infeliz del mundo. Y hay nuevas recomendaciones: como también es perito en dactiloscopía forense, es obligatorio lavarse las manos como nunca imaginamos que debían lavarse. —¿Y quién va a pagar tanta agua? Ese fue el anuncio de otras desgracias, hecho por mi esposa. Hasta entonces, yo creía que dar clases en línea me ayudaría a ahorrar más de lo que había logrado ahorrar en 2019; no iba a gastar en gasolina ni en multas de tránsito y podría posponer el mantenimiento del coche. Pero un preso cuesta más que un hombre libre. Sentí pena por mi mujer, porque el pánico le llegó de noche. Se levantó como si saliera de una pesadilla y, gritando, me sacudió hasta que caí de la cama: —Hay que llenar la despensa, mañana mismo —dijo, y prendió la luz de la habitación—. Vamos a hacer la lista. —Mujer, son las dos de la mañana. Y, por si no te habías dado cuenta, lo único que me urge llenar ahorita es el Google Classroom… —Pero se va a acabar la comida, lo leí en Facebook… —Pasas mucho tiempo en esas redes antisociales. Si se va a acabar la comida, pues se va a acabar; hoy, mañana o después, no tiene sentido ir de compras… —Pues al menos podemos retrasar el fin; ¿no es eso lo que te encanta decir? Ya no nos dormimos; hicimos la lista. Cuando dieron las seis de la mañana, salí a hacer las compras, convencido por mi excelentísima esposa de que era preciso llegar a la tienda antes que los mismos dependientes. Ese día sentí pena por mí. Odio las filas, como cualquier persona, pero aun a las siete de la mañana, gracias al villano, obtuve la ficha número 317. La fila debió haber empezado en la madrugada, por culpa del WhatsApp de algún miedoso infeliz. Y a todo lo largo, en corrientes interminables como los brazos de un río, el villano elegía a sus candidatos entre niños, adultos y ancianos. ¡El río de nuestro miedo! Ahora obliga a los comerciantes a especular los precios de los productos, mandó cerrar el bar de siempre, retiró a los vendedores informales de las calles de la ciudad, denunció a los vendedores clandestinos de alcohol de los suburbios y le mostró a la policía los prostíbulos que se rehúsan a aislar los placeres del adulterio. En fin, de todas formas, ¡próspero año nuevo para todos!
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Imagen de portada: Fila de personas en Maputo, Mozambique. Fotografía de Rosina, 2020. CC
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O Farol es un famoso restaurante de mariscos al sur de Mozambique. [N. del T.] ↩