Si se busca el desarrollo del niño hay que tener presentes dos factores: además de la salud física, el entorno que se cree debe satisfacer las necesidades que atañen a la vida espiritual.1
El niño debe tener libertad para desenvolverse en ese medio. Allí debe encontrar motivos para realizar una actividad constructiva correspondiente a las necesidades de su desarrollo. Debe entrar en contacto con un adulto que conozca las leyes que rigen su vida y no las obstaculice; que no lo sobreproteja, no le diga qué hacer ni lo obligue a ninguna cosa sin tener en cuenta sus necesidades.
En un ambiente así, queda probado que el niño dista mucho de ser una criatura que anda perdiendo el tiempo y solo piensa en jugar. Al contrario, es un trabajador tenaz, atento, y nada destructivo. Es increíblemente meticuloso, mucho más que los adultos; es cuidadoso con lo que realiza, tiene un gran poder de concentración, es capaz de controlar los movimientos del cuerpo y adora el silencio. Está siempre listo para obedecer; enseguida cumple a gusto con lo que se le pide. Trabaja muy bien solo y no necesita competir con nadie. Todo esto surge como resultado de un intercambio entre el niño y el medio, entre el niño y su trabajo. Y no se debe a que haya un adulto que le señale cada paso que debe dar, que le dé órdenes. Al contrario: el adulto que ha experimentado un contacto íntimo con estos niños vive sentimientos nuevos y misteriosos, y comienza a hacerse a un lado. Se vuelve más humilde, pues piensa: “¡cuánto hace este niño sin que le brinde mi colaboración directa, sin que lo inste a hacer nada!”.
El niño obedece a las maravillosas directrices que salen de su interior y del ambiente que ha sido preparado para él. Sobran pruebas de ello. Trabajan juntos entre treinta y cuarenta niños en un entorno hermoso y agradable, especialmente diseñado. Si la maestra tiene que salir del aula, ellos siguen trabajando. Continúan con sus actividades normales igual que antes, y cada uno se ocupa de su propia labor. Y es muy común oír charlas como esta:
—¿Quién te enseñó eso?
—Lo aprendí solo.
—¿Quién hizo aquello?
—Creí que lo tenía que hacer yo.
Semejante desarrollo se debe a que el niño ha tenido la posibilidad de trabajar y estar en contacto directo con la realidad. No surge de nada que le hayamos enseñado; es un proceso constructivo definido, un fenómeno natural que se produce cuando el niño tiene la oportunidad de esforzarse y trabajar solo, sin la mediación de nadie.
Uno suele pensar que los niños son felices cuando juegan, pero en realidad lo son cuando trabajan.
Para los que no conocen nuestro método, comentaré lo que hemos hecho por los niños más chicos. Cuando ya tienen cerca de 3 años, les proporcionamos un ambiente con utensilios domésticos: escobas, vajillas, mesas y muchos artículos más, todo acorde a su tamaño. Les fascina hacer las cosas a la perfección, y todo el tiempo están ocupados con algo. Es más, van a su casa con una actitud renovada; los familiares vienen y nos dicen: “¡Explíquennos por qué ahora los niños se portan tan bien y trabajan tanto!”. Sonará extraño, pero muchas enfermedades, como la anemia, los problemas digestivos, etcétera, suelen desaparecer, prueba de que en los medios habituales los niños sufren porque no pueden descargar sus necesidades de desarrollo y actividad. En nuestras primeras escuelas los niños provenían de familias muy pobres. Los niños del primer grupo a nuestro cargo eran todos hijos de jornaleros, gente que día a día salía a buscar trabajo y los dejaba solos en la calle. Eran tímidos y mostraban todos los rasgos de personalidad típicos de los niños abandonados. Pero a pesar de los tremendos traumas psicológicos que habían sufrido, fueron convirtiéndose poco a poco en pequeños seres alegres y serenos en el medio creado especialmente para ellos. Incluso los niños provenientes de familias ricas, que pasan todo el tiempo rodeados de gente, que nunca cuentan con un instante de libertad y que son los que tienen más problemas de disciplina en las escuelas tradicionales, también, gradualmente, terminaron siendo como los otros.
Dentro de este ambiente donde pueden trabajar sin que los molesten, los niños adoptan un carácter nuevo; se vuelven tranquilos y capaces de concentrarse.
No me gustaría hacerles creer que este medio hace milagros y que los adultos no cumplen ninguna función en absoluto. El adulto desempeña su papel. Es el que le muestra al niño la forma correcta de utilizar los objetos; el que le enseña, por ejemplo, cómo se lustran los metales. Y para ello precisa tener todos los materiales a mano: trapos, líquido lustrador, etcétera. Además, tiene que ser “quisquilloso”, por así decirlo, con respecto a todo el procedimiento, porque lo que despierta el interés de los niños es precisamente la minuciosidad. El niño observa cómo el adulto trabaja en forma metódica y con cuidado, y hace lo mismo y del mismo modo. Pero una vez que hubo pasado el lustrador de metales hasta eliminar la más mínima marca, hace algo sorprendente, algo que los adultos muy difícilmente haríamos: sigue limpiando, y muchas veces repite la tarea una, dos o hasta tres veces.
Lo que motiva al niño no es, entonces, el objetivo que el adulto le ha fijado, sino su propio impulso perfeccionista. El niño se perfecciona mediante el contacto con la realidad y las actividades que absorben su atención.
Tiene su propia forma de trabajo, distinta de la nuestra, y la debemos respetar y comprender. Nuestra mente adulta nos dice que con una pasada basta para lustrar el objeto metálico, y quizás nos sintamos tentados a evitar que el niño se tome el trabajo más de una vez; pero al repetir la tarea, logra un desarrollo interior que más adelante se manifestará en las formas más sorprendentes.
El niño puede repetir una misma actividad muchísimas veces. Esto quedó demostrado con un experimento psicológico en el cual a algunos niños se les hacía realizar ciertas tareas. Cuando a uno de 3 años le dieron diez cilindros para que los hiciera coincidir en los huecos de un bloque especialmente preparado, el pequeño realizó la tarea más de cuarenta veces; y estaba tan absorto en su labor que ni siquiera respondía a los estímulos externos. Sin lugar a dudas, semejante concentración es un instrumento de desarrollo.
Mientras trabaja con la mente, el niño siempre debe tener algo que hacer con las manos, porque su personalidad posee una unidad funcional. Sin embargo, en las clases tradicionales no se le dan tareas en las que tenga que realizar actividad mental y motriz simultáneamente. Nuestro principio de unidad funcional nos permitió cumplir un objetivo fundamental de la educación: ofrecerle al niño la posibilidad de entrar en contacto directo con la realidad. El hecho de que un niño de 3 años sea capaz de mantener la concentración durante mucho tiempo nos mostró que sus poderes son muy superiores de lo que comúnmente se piensa. En las escuelas tradicionales le proponen tareas demasiado fáciles que no le interesan. Tenemos que investigar y descubrir el nivel de dificultad con que puede trabajar el niño y ubicarnos en el que más interés le despierte.
También aprendimos otro hecho cautivante. A los niños les cuesta concentrarse en la palabra hablada, pero les resulta fácil pensar en los objetos. Esto nos permitió conocer las causas de dos de los más grandes problemas con que se enfrentan las maestras tradicionales. El primero es la dificultad de impartir conocimiento oralmente; el segundo tiene que ver con captar la atención del niño. No basta con buenos textos o buenas maestras que digan las cosas adecuadas acerca de objetos que los niños no ven; más bien, habría que crear un entorno vital con objetos que representen concretamente lo que haya que aprender. Se está estudiando este problema en profundidad y los métodos de enseñanza modernos recurren cada vez más a los objetos físicos en su búsqueda de herramientas educativas. De todas formas, solo muy pocos reconocen que en las escuelas tradicionales todos los niños se mueren de aburrimiento porque las tareas que les dan las maestras son muy fáciles y no les despiertan el menor interés.
El ser humano necesita saber, y aprende espontáneamente con mucha más facilidad de lo que antes se suponía. Pero también es cierto que si nadie estimula la mente del niño este pierde interés y se retrae. Es así que la mayoría de los niños están condenados a desperdiciar la niñez y a nunca sacar a la luz su potencial.
Hay otro factor muy importante que determina el interés del niño. A lo largo de las diferentes etapas de la niñez, le llaman la atención distintas cosas. Es más, los niños no siguen un esquema de desarrollo lineal. Lo que hoy los atrae les resultará demasiado simple cuando sean más grandes. Si intentamos enseñarle lo mismo a un niño de 5 años y a uno de 8, este último no aprenderá tan rápido. Esto es así, repito, porque lo que les interesa a una edad, luego deja de importarles.
Por lo tanto, uno de los problemas de la enseñanza es descubrir cuáles son los temas más adecuados para las distintas edades, o mejor dicho, los más adecuados a sus distintos intereses. Por ejemplo, nosotros hemos demostrado con nuestra experiencia que la edad ideal para aprender el abecedario son los 4 años. A los niños de esta edad les encantaba escribir, hasta tal punto que a este fenómeno lo denominamos la “explosión de la escritura”; pero si esperamos hasta los 6 años para enseñarles las letras no va a haber ningún estallido. Los problemas más comunes con que se topan los niños a la hora de aprender matemática o gramática se solucionan fácilmente si se los planteamos a la edad justa. En dos de mis últimos libros, Psicoaritmética y Psicogeometría, describo las experiencias adquiridas con niños de 7 y 8 años. Hacían ejercicios de álgebra y aritmética avanzada que no se suelen dar hasta la escuela secundaria. La matemática y la geometría resultan difíciles de enseñar oralmente, pero las dificultades se solucionan cuando se cuenta con material que ilustra las abstracciones numéricas en forma concreta. Ese material le permite al niño aprender de acuerdo con las leyes del desarrollo mental. Se ha observado que cuando se proponen aprender algo, lo practican de manera exhaustiva. Son capaces de hacer el mismo ejercicio cien o hasta doscientas veces sin cansarse. En realidad, la práctica repetida los relaja y les da confianza. Dada la naturaleza de los procesos psíquicos de aprendizaje en el niño, es obvio que no tiene sentido considerar su mente como un simple espejo que refleja imágenes en forma pasiva.
El aprendizaje es un trabajo largo y arduo. Hay niños que realizan extensas operaciones matemáticas porque realmente les resultan fascinantes. Una vez vi cómo un niño multiplicaba un número de 32 cifras por otro de veinte. A los adultos nos resulta tedioso hacer operaciones tan complicadas y monótonas, pero el niño las hace porque sí, espontáneamente. Los niños, así sean grandes o chicos, se sienten impulsados a repetir los ejercicios una y otra vez y a seguir su propia vía de desarrollo por sus propios medios.
Vista desde otro ángulo, la escuela sería el lugar donde el hombre se desarrolla adquiriendo cultura. Pero la cultura es un “medio”, no un fin. Este hecho, bien entendido, facilita la tarea de maestros, profesores y padres, y nos hace cambiar por entero la idea que teníamos de la educación.
No cabe duda de que aprender solo y sobrellevar tantos problemas sin ayuda es gratificante para la dignidad del niño y le otorga una satisfacción interior. Al poder elegir sus actividades, los niños manifiestan características insospechadas, como el sentido de independencia y la iniciativa propia.
La cultura no tiene que ser todo para el hombre. Este es algo más que un ser pensante, y la mera instrucción no es suficiente para cubrir todas sus necesidades. En mi opinión, habría que hacer mucho más por la educación de los niños y los jóvenes. Así como hemos construido un entorno adecuado a los requerimientos de los más chicos, tenemos que crear en el mundo exterior un ambiente en el cual los niños más grandes reciban una educación social. Ya no basta con la clase tradicional. Un niño puede aprender mucho más que sus compañeros, pero no saber nada del mundo y carecer de un carácter verdadero.
No es posible elevar el nivel de la humanidad solo a través de la cultura. El problema es mucho más complicado y es imperioso resolverlo tan rápido como sea posible. Debemos construir un medio social, un mundo nuevo para el niño y el adolescente donde estos puedan desarrollar su conciencia individual. Hoy el mundo pide una reforma educativa total y, por sobre todas las cosas, una gran reforma social.
Selección de María Montessori, “Mi método”, Educación y paz, Guadalupe Borbolla (trad.), Altamarea, Madrid, 2022. Se reproduce con el permiso de la editorial.
Imagen de portada: William H. Johnson, Children Dance, ca. 1944. Smithsonian American Art Museum
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Este discurso fue pronunciado en un congreso titulado “Educar para la paz”, que tuvo lugar en el salón del Parlamento de Copenhague en 1937 [N. de los E.]. ↩