El Congreso Nacional Indígena (CNI) nació de la poderosa marejada social que propiciaron los zapatistas. Para confirmarlo basta con recordar en qué circunstancias y bajo qué condiciones surgió. El EZLN convocó al Foro Nacional Indígena en enero de 1996, justo unas semanas antes de que el gobierno federal, el chiapaneco y los representantes de todos los partidos políticos suscribieran los Acuerdos de San Andrés. El sucesor directo de ese foro es el CNI. Para más señas, su fundación, entre el 9 y el 12 de octubre del mismo año, contó con la emblemática presencia de la comandanta Ramona como delegada del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General. Es innegable, entonces, que el EZLN impulsó los movimientos indígenas de México.
Si el zapatismo logró calar tan hondo en ellos fue por el origen de su lucha —anclada en 531 años de resistencia ininterrumpida—, su composición esencialmente indígena, la conciencia anticapitalista contenida en sus documentos y acciones, y el impacto de su rebelión, que estalló hace treinta años. Así como a inicios del siglo XX, el primer zapatismo desrieló, al menos por un tiempo y en un lugar determinado, la antigua opresión apoyada en las haciendas, la imposición de la caña de azúcar sobre la milpa, el racismo criollo y la reorganización de la economía y los poderes públicos sobre bases liberales, el EZLN le propinó un golpe formidable al dominio neoliberal que se ejercía sobre los pueblos indígenas al reordenar el territorio, la economía y el ejercicio del poder mediante los municipios autónomos rebeldes, las Juntas de Buen Gobierno y los Caracoles. La declaración de guerra del 1 de enero de 1994 sigue cimbrando las bases estructurales que, a lo largo de la historia, han permitido el sometimiento atroz de los pueblos originarios por parte del colonialismo occidental y el capitalismo global.
Ahora bien, hay que hacer una aclaración ineludible: aunque el CNI nació propulsado por el zapatismo, es un crisol de numerosos movimientos indígenas previos a él. A partir de la experiencia ganada durante años de resistencia en todo el país, estos se unieron al torrente más amplio que estalló en el levantamiento armado del EZLN. En otras palabras, el actual movimiento indígena —con el CNI como uno de sus actores centrales— tiene orígenes diversos y hasta contradictorios.
Uno de sus inesperados antecedentes fue la creación, por voluntad del entonces presidente Luis Echeverría, del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas y los Consejos Supremos que lo constituyeron en 1975. Ciertamente, dicha organización de corte oficialista ciñó sus demandas al guion impuesto desde las instituciones del gobierno. Cuando acabó aquel sexenio, en 1976, sobrevino su inevitable decadencia, pero en su seno se formaron las corrientes críticas que se consideran una de las raíces del nuevo movimiento indígena mexicano. En los Consejos Supremos se encontraron y se reconocieron algunos núcleos muy combativos, sobre todo en cuanto a la defensa de los territorios indígenas. Dirigentes tan destacados como Pedro de Haro Sánchez (wixárika), Carlos López Ávila “Tomaxco” (nahua) y Juan Chávez Alonso (purépecha) vivieron esos momentos de ruptura que llevaron a crear la Coordinadora Nacional de Pueblos Indios.
Más adelante, en los años ochenta, las organizaciones campesinas formadas en su mayoría por integrantes de los pueblos originarios y los movimientos que disputaron el poder municipal de los cacicazgos locales agregaron vigor al creciente movimiento indígena. En ese periodo también fueron cruciales las reivindicaciones autonómicas del Frente Independiente de Pueblos Indios y la reflexión sobre la comunalidad que se suscitó en Oaxaca. Pero no fue sino hasta el quinto centenario del mal llamado “descubrimiento” de América, el 12 de octubre de 1992, que el movimiento indígena alcanzó mayor unidad, al punto de construir un programa de lucha propio, con la autonomía en el centro de sus exigencias.
Poco más de un año después, ocurrió el levantamiento del EZLN, que no solo sacudió a la sociedad mexicana e hizo visible a los ojos del mundo la opresión en que viven los pueblos indígenas de Chiapas y de todo México, sino que además hizo posible que estos pueblos se reencontraran entre sí y con la sociedad civil como no lo habían hecho antes. Luego, en 1996, pese a que los representantes legislativos y gubernamentales incumplieron los Acuerdos de San Andrés, el movimiento indígena consiguió fundar el CNI, y desde entonces su relación con el EZLN ha pasado por cuatro momentos distintos.
La primera etapa se centró en la disputa por el reconocimiento constitucional de los derechos y las culturas indígenas. Fue uno de los objetivos fundacionales del CNI, resumido en el popular lema “nunca más un México sin nosotros”. Otro de sus propósitos fue la reconstitución integral de los pueblos originarios. Por ello, desde sus primeros días, con el EZLN como actor protagónico, el CNI exigió incorporar los Acuerdos de San Andrés a la Constitución federal por medio de diversas acciones, que culminaron con la Marcha del Color de la Tierra entre marzo y abril de 2001.
Como se sabe, los acuerdos fueron traicionados por los partidos políticos que transaron la reforma indígena (ley Cocopa) del 28 de abril de aquel año, y por los poderes del Estado, que no dudaron en convalidarla. Todos ellos, subordinados a los intereses de las cámaras empresariales, que siempre se han opuesto a otorgar el menor reconocimiento a los derechos indígenas, sobre todo los relativos a su tierra y sus territorios. Por si fuera poco, aquella reforma constitucional redujo otros derechos que ya existían.
Ante esta circunstancia, el CNI y el EZLN dieron un viraje significativo. En 2001 decidieron renunciar a su exigencia anterior y, en cambio, se propusieron hacer valer sus derechos, en particular la autonomía, sin esperar el reconocimiento oficial, que en cualquier caso habría sido completamente ilusorio. El EZLN y el CNI desconocieron entonces lo aprobado por el Congreso de la Unión y las legislaturas locales.
Así comienza la segunda etapa, con el propósito inédito de ejercer los derechos indígenas en la práctica y al margen del Estado mexicano. Fue lo que se acordó en las primeras reuniones del CNI, celebradas en la región centro-Pacífico del país en junio, septiembre y noviembre de 2001. El nuevo rumbo se ratificó en su octava asamblea nacional, que también se congregó en noviembre. En agosto de 2003, el EZLN lo expresó con total contundencia cuando dio a conocer públicamente la conformación de las Juntas de Buen Gobierno y los Caracoles, cuerpos muy desarrollados de autogobierno y autonomía que funcionan fuera de las reglas del poder establecido.
En la tercera etapa de esta historia aconteció otro hito, con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Difundida en 2006, llamó al movimiento indígena a organizar una fuerza política de izquierda y anticapitalista que pugnara por elaborar una nueva Constitución y un programa nacional de lucha. Considerada por Pablo González Casanova como uno de los textos políticos más relevantes de la época, la declaración despertó de inmediato el interés de las comunidades y organizaciones que participan en el CNI, porque vieron en la convocatoria zapatista una posibilidad tangible de alcanzar el reconocimiento de los pueblos originarios y sus derechos en el marco de una lucha anticapitalista de liberación nacional.
El exhorto de la declaración —que suponía crear otra forma de hacer política— obligó al movimiento indígena independiente del gobierno, y en especial al CNI, a asumir una postura. El tema se deliberó en su cuarto congreso, reunido el 5 y el 6 de mayo de 2006 en la comunidad hñähñu de San Pedro Atlapulco, Estado de México, con la presencia de casi mil delegados provenientes de veinticinco entidades del país. La parte final de la Declaración de N’donhuani, emitida en dicho cónclave, expresa fielmente el nuevo consenso:
Como punto último de nuestra declaración impugnamos al Estado mexicano, y llamamos a todos los pueblos, comunidades y organizaciones indígenas, y a todos los sectores oprimidos, a conformar un frente amplio anticapitalista, que impulse un proceso que conduzca hacia una nueva Constitución, y otra forma de gobierno, que permita el reconocimiento de nuestros derechos y una sociedad justa, libre y democrática.
La cuarta y última etapa corresponde al nacimiento del Concejo Indígena de Gobierno (CIG), concebido por el EZLN en el vigésimo aniversario del CNI, el 12 de octubre de 2016. La nueva organización debía irrumpir en la vida política de México proponiendo a su vocera, una mujer indígena, como candidata a la Presidencia de la República. La estrategia nada tenía que ver con los objetivos electorales de los partidos, lo que buscaba era aprovechar ese espacio para volver a colocar en la prensa y en la agenda política nacional los problemas y las exigencias de los pueblos originarios, así como la crisis cada vez más violenta del capitalismo planetario.
Su vocera, María de Jesús Patricio Martínez, “Marichuy”, no reunió —por motivos que no se enumerarán aquí— la cantidad suficiente de firmas para contender en la elección de 2018, pero consiguió lo que se había propuesto. Junto a las mujeres y los pueblos indígenas de México, posicionó en los medios de comunicación las luchas en defensa de la vida y contra el capitalismo, y por primera vez el movimiento empujó con fuerza su nuevo carácter antipatriarcal. Con todo ello, el CIG le dio vitalidad al zapatismo y al CNI al difundir uno de sus mensajes clave: la relación de los pueblos originarios con la Madre Tierra representa una esperanza frente a la maquinaria de guerra, muerte y destrucción del capitalismo patriarcal.
Este breve repaso por las etapas del movimiento indígena, el CNI y el EZLN muestra que han formado un tejido estratégico, de imbricaciones profundas. Juntos se mantienen como un reservorio de humanidad que defiende la vida, apoya la lucha de las mujeres contra el dominio y la violencia del patriarcado e insiste en que el capitalismo global puede ser desafiado, incluso destruido. La construcción de otro mundo en el que quepan muchos mundos, como repiten los zapatistas, sin duda es posible.
Imagen de portada: Amilcingo, Morelos, 2019. Fotografía de © Francisco de Parres Gómez