Desde mi ventana veo pasar un camión tan desvencijado y tan descolorido como la patria. Al otro día veo dos pajaritos, una mariposa amarilla, un señor obeso caminando, va vestido con una camiseta anaranjada, cachucha, camiseta sin mangas, shorts y carga un enorme bulto de comida para perro sobre la espalda, de la cual no alcancé a ver la marca, una pareja de jóvenes con jeans y sin cubrebocas, algunos coches estacionados; los cables de electricidad entreverados como los que me asombraba ver en la India, olvidaba que justo enfrente de mi casa los cables se enredaban y se enredan de la misma manera o aún más caótica que en las calles de Delhi o de Calcuta. Mi perro Fideo ladra, orina, corre, caga y brinca en el patio, durante este encierro. Quisiera, como yo, estar en situación de calle, quisiera poder correr a su antojo por las banquetas, conducido con otros cinco perros por Mauricio, su paseador, por esos barrios de la antigua delegación, hoy alcaldía, de Coyoacán, cada vez más sucia y descuidada. Por eso Fideo, encerrado como yo en esta casa, sólo piensa en salir a deambular por las calles para poder orinar y cagar a su antojo: todos los días tenemos que regar vinagre y lavar el patio con cloro para neutralizar el olor. Ese olor a orines de perro, nunca tan penetrante para mi olfato como el de otros animales, me recuerda la casa de Amparito Dávila, quien esta mañana 18 de abril murió; a Amparo le gustaba escribir cuentos de terror y también, y mucho, le gustaban los gatos. Tenía varios, en un hermoso departamento que en mi recuerdo cuando lo visité estaba espesamente alfombrado, por allí paseaban y orinaban los felinos, convivían con sus hijas y sus libros y alguna vez también con su primer marido, el gran pintor Pedro Coronel, hombre corpulento, (Amparo menudita), muy amigo de mi papá, a quien llamaba Jacobito y a quien visitaba muy seguido cuando mis padres tenían el restorán Carmel en la calle de Génova en la Zona Rosa, allá por los bellos años sesenta del siglo pasado. Ese olor me hace recordar también el de la casa de Carlos Monsiváis, adorador irrestricto de sus más de nueve gatos, los únicos seres que le producían mayor respeto que los seres humanos y que corrían y orinaban en su amplia biblioteca de Portales. Lo visitábamos con Sergio Pitol (quien prefería a los perros), Luis Prieto y Luz del Amo para compartir esas sesiones de cine que Monsi ofrecía en una hermosa sala con enormes pantallas de la cual era imposible erradicar el terrible hedor: los gatos se orinaban sobre los libros de los grandes caricaturistas o autores del siglo XIX mexicanos que a Monsi le gustaba coleccionar y que iba a comprar todas las semanas a la Lagunilla o al bazar del Ángel en la antigua Zona Rosa. En cambio, y por razones que ya no puedo explicar, cuando visitábamos en su casa de Alberto Zamora en Coyoacán a Juan García Ponce (pues también él obviamente ya falleció), los gatos convivían (hasta una de sus novelas se llamaba El gato) y casi compartían con nosotros la bebida que Juan en su silla de paralítico tomaba religiosamente todas las noches: allí nunca se sentía el hedor… Ese olor me sigue trayendo a la memoria a mis queridos amigos ya fallecidos pertenecientes a esta generación que se está extinguiendo y de la que sólo quedamos algunos nonagenarios u octogenarios, esta generación nuestra que se acaba como las abejas, los elefantes o las mariposas amarillas, las mariposas que casi ya no me visitan y que todas las mañanas trato de saludar desde la ventana por donde me asomo todos los días para percatarme de cómo transcurre la vida cuando se interrumpe y se vive todos los días como si fuera domingo. La ociosidad. Mientras, se hunde la realidad. El 28 de enero cumplí 90 años y el 17 de abril sor Juana Inés de la Cruz cumplió 325 de haber muerto en una epidemia de tifo en el convento de San Jerónimo.
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Imagen de portada: Théophile Steinlen, Summer: Cat on a Balaustrade, 1909.