Antártida, de Fabián Espejel

El filo de las estrellas

Cartas / crítica / Octubre de 2024

David Noria

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Cuando las palabras que necesitamos eclosionan espontáneamente, tenemos un nuevo canto. El chamán inuit Orpingalik al etnólogo explorador Knud Rasmussen


I

El descubrimiento del polo antártico en 1911 por el explorador noruego Roald Amundsen es el tema elegido por Fabián Espejel (Ciudad de México, 1995) para su poemario Antártida. El libro tiene una estructura narrativa bien definida o, mejor, tres etapas de un rumbo: la partida (“90° N”), el viaje (“De latitud variable”) y la llegada (“90° S”). Del círculo polar ártico al círculo polar antártico, del trópico de Cáncer al de Capricornio, pasando por el Ecuador: todo un globo terráqueo sentimental y literario es cruzado por la elegante goleta de los versos y la prosa de un tenaz viajero. Explorador, pues, de sentimientos y géneros literarios. En este collage decididamente contemporáneo, los textos que se suceden son poemas líricos (en letras redondas), notas narrativas sobre el viaje de Amundsen (en itálicas), máximas impersonales y de presente histórico (en mayúsculas), inventario de vituallas con su toque de buen humor (una lista numerada), descripciones técnicas de las naves, entradas de diccionario (“Antártida”), mitologías escandinavas (“Saga”), poemas en prosa, caligramas, imitaciones (“Ítaca”), cuestionarios, memes, citas, reproducción de documentos (“Tratado antártico”) y cartas (“Querido capitán Scott”). No faltan tampoco la ciencia ficción (“Bitácora”, sobre viajes espaciales), el poema de tono quijotesco, el poema automático (aliterado) y la atención al dictado onírico.

​ Ya se ve que para lanzarse al mar abierto de la poesía, Espejel ha echado mano de todos sus instrumentos de navegación en este su primer libro, acaso como una declaración implícita de que no es ni de lejos un improvisado, de que sí tiene “sus latines”. Formalista, si se quiere. La factura tipográfica y el diseño editorial acompañan esta variedad literaria, pues articulan distintamente cada uno de los estilos o recursos mencionados. Se trata, en consecuencia, de un libro bien hecho de un cabo al otro.

Robert Brown, “La aurora boreal vista desde Edinburgh”, Nuestra Tierra y su historia, un tratado popular de geografía física, 1887. The British Library, dominio público.

​ La forma, está. ¿Y el nervio? ¿Y el tono dominante? A pesar de la exuberancia de recursos, hay una sobriedad en el tono que constituye su temperatura promedio. En sus propias palabras: “los termómetros hablaban cada vez más bajo hasta que no pudimos escucharlos”. Si alguien quisiera ver en ello monotonía, ésta tendría que entenderse a la luz de la narración, precisamente, de una travesía larga y con su tanto de insomnio, zozobra y hastío. En vez de obviar esta condición y querer entretenernos con las consabidas peripecias de los cuentos de viaje, el poeta, en plena calma chicha, se ha atrevido a encararla y arrostrarla: “a veces la voz de una sirena te pregunta/ qué hizo mal/ dónde se quedó el deseo/ de estar en los lugares que amas”. ¿Dónde se quedó el deseo? En esta sola pregunta bulle un malestar profundo de nuestra época: si el hastío europeo (l’ennui) inoculó a los artistas aburguesados del siglo XIX, puede decirse que hoy vivimos una democrática crisis de abulia. La imaginación libre y vigorosa es, sin duda, la presa contra la que se han cebado con más saña los medios masivos de alienación, y ya la generación del autor se enfrenta al siguiente dilema: sucumbir al embrutecimiento o sacudirse el yugo. De todas formas, ya nadie está ileso.

​ Resignación, contemplación, abatimiento, nostalgia, cierta languidez, examen de conciencia y compasión con el mundo natural son hitos de este recorrido pautado, ante todo, por el pudor. Y allá en el fondo de la nave duerme una carga —un peso— de soledad o desasosiego. No es, ya se ve, un canto triunfal. Es la bitácora de un trayecto difícil que, sin embargo, sabe llegar al buen puerto de la misión cumplida, como lo es el libro en sí mismo, y en particular un puñado de poemas donde late una potencia soterrada, como en la “Biografía del hielo”:

eso también es mío el mar de las oportunidades perdidas las islas de la propia torpeza las naves que ha quemado el egoísmo las botellas al mar arrepentidas costas que sólo sé de oídas porque otros las vieron la tripulación de decisiones que me dejó a mi suerte la mancha de mis propios tiburones

Frederic Edwin Church, Aurora Borealis, 1865. Smithsonian American Art Museum, dominio público.

​ A decir verdad, una ambigüedad clásica recorre la obra: la de saber si, en este juego de espejos, estamos escuchando los diálogos interiores del personaje Amundsen o los del autor Espejel. No tiene caso intentar resolverla; simplemente hago notar que Antártida no es totalmente ajena a un proyecto de dramaturgia (buen “actor de sus emociones”), con conatos de cuento o novela, por ejemplo, con la reiteración feliz del “canarito que se llama fridtjof”, que encontramos primero mencionado en la lista de tripulación y vituallas de la goleta Fram, para enterarnos después de que lleva el nombre del “explorador y amigo tan querido, dueño del Fram, Fridtjof Nansen”; y que finalmente merece uno de los poemas más entrañables: “piaba/ entre cientos de perros/ y hombres/ como un pequeño campanario/ a bordo…/ el primero en trinar/ el aire antártico/ un canarito gualdo/ que volvió/ luego de meses/ a los climas templados/ sin voz…/ los muertos/ fácilmente olvidamos/ lo que nos hizo menos/ desdichados”.

​ Esta nota tan delicada y tierna vuelve a brotar, ahora más robusta, en un poema que hace hablar a un ciervo que va al río, “Mantos acuíferos”:

iba todos los días a buscarte una criatura azul y abierta descubriendo sus primeros pasos iba todos los días ciervo a lamer en tus venas vulneradas a llenarme la boca con tus pasos a mojarme los ojos iba todos los días a buscarte

II

Con Antártida, libro ganador del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2023, Espejel sorprende a los lectores con una obra contraintuitiva en más de un sentido. Cerca de un centenar de páginas constituyen una crónica lírica y ficticia de aquella travesía histórica de 1911 al Polo Sur, que desembocaría en la firma del Tratado antártico de 1959, por el que los países concernidos se comprometían a aprovechar ese continente con fines científicos y pacifistas. No sospechaban que sería pasto de la literatura.

Anónimo, Fenómenos celestiales de 1729, ca. 1729-1735. Rijksmuseum, dominio público.

​ El motivo de aquel viaje de exploración permite al poeta desarrollar tópicos como la motivación del navegante para levar anclas, la relación con la tripulación, la lucha consigo mismo (los escollos de la ambición, por ejemplo), la resistencia a las inclemencias del viaje y del tiempo, así como el descubrimiento de un nuevo mundo de hielo, con cordilleras, lagos, “selvas de cristal”, mares interiores y todo un ecosistema alucinante que, para la mayoría de los habitantes del trópico y las zonas templadas, permanece todavía como tierra incógnita: “aquellos cerros que caminan sobre el agua/ bosques flotantes/ brumas/ cómo tiemblan sus velas frente al viento”.

​ Se trata también, por supuesto, de un viaje vicario y de un viaje al interior de sí mismo. La bitácora lírica de Espejel pide ser leída en clave. Esta sonata de la nieve expone en sus tres movimientos la salida, el trayecto y la llegada. ¿A dónde? Al blanco, en sus múltiples sentidos: el brillo cegador del sol de medianoche (la claridad polar de veinticuatro horas), o sea: la lucidez fantasiosa del poeta-vidente; el frío de navaja del hielo: el dolor físico y moral; el silencio colosal de la Antártida: la soledad; la impasibilidad de la nieve perpetua: el periodo de confinamiento en que fue escrito el libro; el objetivo de un proyectil o trayecto (“dar en el blanco”): su vocación literaria; la “página desierta”: un atisbo de paz. En filigrana asoma la temperatura de invernadero de varios poemas eróticos (“un clima que inventamos y que sólo supe encontrar en el atlas desnudo de tus brazos”). Fuera de algunos momentos de vaguedad y parquedad, la verdadera apuesta poética de Espejel está hecha de variaciones encarnizadas sobre un tema dado que constituyen una gama de susurros intimistas con volutas de vapor, casi un intento de confesión con un vocabulario de National Geographic y la Reina-Valera. En sus páginas —además de las pasiones humanas para las que el poema sirve de contraveneno—, habrá que meditar especialmente sobre el lugar del hombre frente a los mundos geológico, sideral, vegetal y animal. Espejel ha podido escucharlos: “una línea que ya no se oye en la espiral de nuestros caracoles”. Y él sabe, finalmente, como capitán de su poesía, que le quedan costas que descubrirnos y que no le faltarán, como él mismo pide, “dos docenas de rosas de los vientos un ramo de constelaciones rígidas y un camino absoluto que pudiera llamarse todos lados”.

Fondo de Cultura Económica, México, 2023.

Imagen de portada: Anónimo, Fenómenos celestiales de 1729, ca. 1729-1735. Rijksmuseum, dominio público.