Claudio Magris, viajero infinito

Viajes / panóptico / Septiembre de 2024

Guadalupe Alonso

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Acaso el mapa íntimo que trazamos a lo largo de la vida, con su orografía, sus ríos y sus fisuras, está relacionado con nuestras coordenadas de origen y nuestra pertenencia a un lugar. El escritor italiano Claudio Magris, quien se ha ocupado de indagar en la historia y los mitos de Europa Central, al tiempo que reflexiona sobre el viaje desde diversos escenarios, nació en Trieste, “una ciudad fronteriza que, en determinados años, fue ella misma una frontera”. Enclavada en el mar Adriático, Trieste marcó el destino de un joven cuyo itinerario ha transcurrido entre la literatura y el viaje: “Un triestino es especialmente proclive a ser un hombre sin atributos y a buscar en la literatura la identidad de la que se siente incierto”, dijo Magris al recibir el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2004. Y añadió: “La escritura es también un continuo viaje entre dos verdades, la de la fuga y la de la batalla; un viaje a través del desierto y hacia una tierra prometida que no alcanzaremos, porque la verdad de la escritura es el exilio, estar fuera de la verdadera vida”.1

Claudio Magris. Fotografía de Maria Teresa Slanzi, cortesía de Anagrama.

​ El viaje del autor de Ítaca y más allá (1982), El Danubio (1986), Otro mar (1992) y Utopía y desencanto (1996), entre otras obras, comenzó con El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna (1966), un ensayo relacionado con sus orígenes y que el escritor considera el libro de su vida. Durante una conversación en la ciudad de Guadalajara en 2014, y tras haber recibido el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el galardonado me comentó: “Trieste es una ciudad italiana que durante siglos perteneció al Imperio austrohúngaro. Estaba poblada por minorías eslovenas y por grupos que llegaban de varios lugares del mundo. Nuestros grandes patriotas italianos, incluso quienes murieron en la Primera Guerra Mundial, tenían apellidos eslavos, alemanes, griegos, hebreos. Cuando fui a estudiar a Turín, en 1957, la nostalgia me impulsó a la lectura de autores italianos como Umberto Saba e Italo Svevo. Poco a poco adquirí conciencia de algunos aspectos de mi ciudad que me habían pasado desapercibidos, entonces descubrí que para entender mejor ese mundo, para apropiarme de lo que había vivido, tenía que ajustar cuentas con el pasado austriaco”.

El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna fue el disparador de un periplo que lo llevó al binomio viaje-escritura que define gran parte de su obra, como puede apreciarse en El infinito viajar (2008): “El viaje-escritura es una arqueología del paisaje; el viajero —el escritor— baja como un arqueólogo a los diferentes estratos de la realidad para leer incluso los signos escondidos debajo de otros signos, para recopilar el mayor número posible de existencias e historias y salvarlas del río del tiempo, de la ola disipadora del olvido, como si construyera una frágil arca de Noé de papel aun siendo irónicamente consciente de su precariedad”.2

​ Me encontré con Claudio Magris, como dije, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Me interesaba conversar, en especial, sobre el viaje, tema que le apasiona y sobre el cual ha reflexionado en diversos momentos. La idea le pareció atractiva. Nos vimos a la mañana siguiente en la terraza del hotel donde se hospedaba. Al principio, la charla giró en torno a los que él considera son los dos momentos de un viaje: la posibilidad de descubrir otras realidades y su función como motor de la escritura.

​ “Son dos componentes fundamentales, el viaje para descubrir el mundo, que es también el descubrimiento de uno mismo. No vamos de paseo para encontrarnos, pero nuestra personalidad define nuestro modo de ver el mundo, [nuestra] capacidad de convivir con los demás. No somos seres aislados, hay que mirar a los otros, abrirnos a nuevos valores, saber cuáles deberíamos aceptar y cuáles rechazar, pero conservando los nuestros. El viaje es la odisea en la que vamos en busca de nosotros mismos, no por amor narcisista, sino porque tenemos la capacidad de mirar a los otros. Hay ciertos lugares que nos hablan —y por lugares entiendo también a las personas, porque un lugar no es un paisaje desierto—, nos hablan porque conocemos lo sucedido allí. Otros permanecen mudos porque, en el diálogo, los límites del viajero y del encuentro mismo no siempre permiten la cercanía. El viaje es también el motor de la escritura, porque la literatura es al mismo tiempo un paseante y un contrabandista, más paseante que contrabandista. Descoloca fronteras y construye otras; se abre, se cierra.”

​ En su prólogo a El infinito viajar (2008), Magris se refiere al viaje como algo que “siempre recomienza, siempre ha de volver a empezar, como la existencia. No por azar el viaje es ante todo un regreso y nos enseña a habitar más libre y poéticamente nuestra propia casa”. Como referencia toma tres obras maestras de la literatura: la Odisea de Homero, donde el héroe vuelve para marcharse de nuevo; el Ulises de James Joyce, un viaje concluyente; y El Quijote, en donde la muerte del protagonista afecta a los otros personajes: “Gran parte de la vida gira en torno al papel que en ella tiene la muerte, según sea arrinconada, temida, cortejada, integrada en la existencia. Cuando muere don Quijote, Sancho se queda triste, pero todo continúa tranquilamente, la sobrina come y el ama de llaves brinda; al final el mismo Sancho está sereno, como corresponde al fiel escudero de un caballero sin miedo”.

​ Al revisar el conjunto de la obra de Magris descubrimos que la Odisea y El Quijote son dos viajes literarios que lo han acompañado. ¿Qué ha encontrado Magris en esas obras? ¿Qué es lo esencial de ellas, desde su perspectiva? “Son dos obras inmensas que contienen e integran el mundo”, responde, “tienen algo en común y también son distintas en cuanto a cultura e historia, pero ambas siguen vigentes. Homero es más contemporáneo que Joyce, por ejemplo, porque el viaje en Ulises es circular. Leopold Bloom regresa a casa y, al final, se confirma su identidad. Han pasado muchas cosas, el Cíclope lo ha maltratado, la mujer lo traicionó, pero su personalidad, su deseo de ver al hijo, su melancolía, la fractura del matrimonio mismo todavía tiene algo de sagrado y él se queda en casa. El Ulises de Homero, en cambio, regresa a Ítaca, pero llega derrotado. En esa página, una de las más bellas jamás escritas, después de haber recuperado su poder, hace el amor con su esposa, veinte años después. Durante el coloquio conyugal, en la cama, él le dice: ‘Debo partir de nuevo’, y desaparece. En El Quijote pareciera suceder lo opuesto. Él también sale, se va a caballo, no importa que su ruta sea corta. Al final regresa aparentemente herido. Ha recobrado el juicio, ya no cree en los molinos de viento. Es un final terrible porque Sancho Panza, que siempre lo ha desmentido, se pregunta: ‘¿Y ahora qué hago sin la princesa Micomicona, sin todo lo demás?’ En este sentido, es una odisea terriblemente abierta porque te deja con el deseo de otra salida que no existe, que no puede ser”.

El viaje más fascinante es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos, atravesados durante años y años, son un desafío _ulisiano. —¿Por qué cabalgáis por estas tierras?, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. —Para regresar, responde el segundo._

El escritor italiano también se ocupa de la aportación que puede hacer el viaje al conocimiento de la historia y de la vida colectiva. Para él, la historia no está hecha sólo de lo que ha sucedido, sino también de lo que no pudo suceder, de los ideales y las esperanzas que animaron las luchas de diversas generaciones, de las que marcaron el mundo y modificaron el curso de la humanidad. Resultan de especial interés sus reflexiones sobre el europeísmo y la lucha contra las fronteras. Al referirse al viaje como reafirmación de la identidad, Magris reflexiona sobre un mundo marcado por las migraciones.

Jan Ciągliński, Trieste. Del viaje a Grecia, 1905. Museo Nacional de Varsovia, Creative Commons.

​ “Está el problema de la frontera, la nacional, la lingüística, la ideológica, la religiosa, la social. Las fronteras cambian no sólo a causa de las guerras y los acuerdos que las mueven; hay otras. Cuando yo era joven, la que me marcó fue la cortina de hierro, sobre todo en los primeros años de la posguerra. Nací en 1939. En los años 47 y 48, de niño, iba por el Carso, una meseta fronteriza muy cercana a mi casa, porque Trieste es una ciudad pequeña. La cortina de hierro era la frontera infranqueable por excelencia. Detrás comenzaba el mundo de Stalin, un imperio amenazador, oscuro, inquietante; sin embargo, eran países que yo conocía bien porque habían sido parte de Italia hasta el fin de la guerra. Entonces, que del otro lado de la demarcación hubiera un mundo hostil, otro mundo, me causaba miedo, y esto fue importante para entender que la frontera es muro, pero también puente, que lo lejano está cerca.”

​ Pero no sólo los límites con Eslovenia lo impresionan, también “las fronteras invisibles que dividen a la población. Los migrantes que llegan de quién sabe dónde. No sabemos si viven libremente vendiendo sus cosas o si son traficantes. Al atravesar las fronteras es necesario abatirlas dentro de nosotros, pero también defenderlas”. A Magris le inquietan otro tipo de lindes: “Cuando existen fronteras morales, el verdadero problema es entender, sentir cuándo debemos abrirlas. A veces encontramos nuevos valores, diferentes de aquellos con los que crecimos, que nos provocan rechazo y que, sin embargo, deberíamos integrarlos. Pero también hay cosas inaceptables a las que tenemos que decir no. Hay usanzas, tradiciones, costumbres religiosas y sexuales por descubrir y otras que no podemos permitirnos”. Magris concluye citando a Todorov: “El problema del mundo hoy radica en unir un máximo de relativismo ético que nos permita encontrar las diferencias más alejadas de nosotros con un mínimum, un quantum no discutible de valores, poquísimos, pero no negociables, fronteras que debemos proteger y defender”.

La literatura también es una mudanza. […] A veces es como si el viajero resurgiera del agujero negro de su personalidad y se quedase casi sorprendido de la dirección en que le llevan sus pasos, revelándole partes del corazón antes desconocidas para él.

El triestino ha dicho que en ocasiones se escribe para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida, para luchar contra el olvido. “Se escribe”, dice, “con el deseo de salvar los rostros amados de la abrasión del tiempo, de la muerte”. En este punto de la conversación llegamos a un tema personal. Le pregunté si tendría inconveniente en hablar sobre una experiencia dolorosa: la pérdida de su pareja, Marisa Madieri, y lo que había representado ese viaje íntimo.

​ “Es difícil hablar de esto”, respondió, “no me opongo a contestarle, pero es difícil. Se puede escribir de manera indirecta, metafórica, para entenderlo, pero digamos dos cosas: después de sucedida, la muerte significó convivir con una ausencia que fue parte constitutiva de mi vida. No significa, sin embargo, la inexistencia. Esto vale también para personas no tan importantes en mi vida —aunque me importan— como ciertos amigos, las personas amadas que contribuyen a hacer de nosotros lo que somos. Luego está la falta de esa persona, a veces más fuerte que uno mismo, y la experiencia del trayecto hacia la pérdida cuando aún no sucede, pero está por llegar. Y ahí depende mucho de la personalidad de quien está viviendo ese último viaje y cómo influye en quien lo acompaña. Estuve muy herido, no sólo en la parte afectiva, sino en la estructura de mi personalidad, porque cuando se atraviesa la oscuridad todo se vuelve peor. Experimenté miedos que no tenía.”

A la orilla del mar […] es donde se encuentra el dilatado aliento de la vida que nos abre a las grandes preguntas sobre el destino y el sentido del bien y del mal; el mar induce a confrontar las ambigüedades, invita a desafiarlas. En el mar inmortal, escribe Joseph Conrad, se conquista el perdón de nuestras almas pecadoras. En el mar nos desnudamos, nos despojamos de las asfixiantes defensas, nos abrimos a cuanto tenemos delante.

Los ríos y los mares son una metáfora recurrente en su obra. Pero quizá es en El Danubio donde se hace más notoria su tendencia a mirar y experimentar la vida y el viaje a través de las aguas. Cuando le pregunto sobre el uso de estas metáforas, responde: “El río tiene que ver con la temporalidad. El río nos va llevando sin duda hacia un final. La cuestión es entender cómo será ese final porque en el viaje de la vida, en el status viatoris, el punto está en comprender si la desembocadura es simplemente un interrumpirse casual o si es un final en el que una vida puede terminar como en una novela: ya sea que se trunque a la mitad del camino o termine porque ha logrado decir todo lo que tenía que decir. Creo que nuestro destino individual tiene que ver con las personas a las que amamos, con sus destinos, y también se entrelaza con otros destinos más grandes. No puede estar aislada del resto, sino que estará marcada por aquello que será mi vida en el momento de la desembocadura y lo que será el mundo en ese preciso momento. Es ahí donde está el juego. Y, naturalmente, la propia capacidad o incapacidad de vivir esa relación.”

​ ¿Y el mar?

​ “El mar es otra cosa, el mar no es tanto un devenir sino una presencia constante. Es un presente que lo contiene todo, todas las naves que han naufragado. Me gusta el mar extenso, el mar inmóvil en el que parece que no sucede nada. Ante lo inexorable de la vida, no obstante las tragedias que esconde, el mar restituye el sentido de la unidad. Debo decir que en los momentos más oscuros de mi vida, material y físicamente, el mar me ha permitido atravesarlos con menos dificultad.”

El texto aquí presentado se inspira en el artículo “Tiempo y memoria” que la autora publicó en esta revista (núm. 129, noviembre de 2014). Además, recoge dos entrevistas que le hizo al escritor Claudio Magris. Ambas se llevaron a cabo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2004 y 2014. Fueron publicadas, respectivamente, en el libro Vías alternas. Conversaciones sobre literatura, periodismo y humanidades (UNAM, 2011), y en el suplemento cultural Laberinto del periódico Milenio, el 30 de junio de 2018.

Imagen de portada: Jan Ciągliński, Trieste. Del viaje a Grecia, 1905. Museo Nacional de Varsovia, Creative Commons.

  1. Discurso del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, 2004 

  2. El infinito viajar, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 19. A partir de esta cita, todas las demás refieren a este mismo libro.