Carlos Martínez Rivas: la insurrección como ars poetica

Cartas / crítica / Octubre de 2024

Moisés Elías Fuentes

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El 16 de junio de 1998 falleció, en Managua, Carlos Martínez Rivas, agobiado por el alcoholismo y otros padecimientos que socavaron su salud física, aunque no su curiosidad intelectual. Si bien escribía poco, mantuvo, en cambio, un diálogo constante con la literatura, en especial con la poesía. Su ejercicio poético inició cuando era adolescente, poco después de que regresara con su familia a Nicaragua, pues debido al trabajo paterno, Carlos nació en Guatemala el 12 de octubre de 1924 y vivió en ese país sus primeros años.

​ Dicho retorno prefiguró una vida marcada por diversas etapas de exilio hasta que el poeta se asentó definitivamente en Nicaragua en 1976 y se incorporó al proceso cultural surgido del triunfo de la Revolución Sandinista en 1979. Vivía en Altamira D’Este, casa 8, Managua, domicilio donde fechó varios de sus poemas, acaso como reafirmación de su pertenencia al país centroamericano y de que ahí se hizo escritor, apoyado por los vanguardistas Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos y Alberto Ordóñez Argüello, y por el sacerdote jesuita y escritor español Ángel Martínez Baigorri, y hermanado con Ernesto Mejía Sánchez y Ernesto Cardenal, con quienes integró la Generación nicaragüense del 40.

Carlos Martínez Rivas. Fotograma del documental Azul, de Roland Legiardi-Laura, 1988.

​ Tal como lo hicieran Mejía Sánchez y Cardenal, Martínez Rivas vivió en la Ciudad de México, donde publicó La insurrección solitaria bajo el sello de la Editorial Guaranía (1953). Este volumen representó por años su única colección de poesía, hasta la aparición de Infierno de cielo1. Reunió otros poemas bajo el título de Varia2. Su obra fue sucinta y apareció parcialmente en revistas y suplementos culturales. Martínez Rivas estableció su visión del oficio en la estrofa final de “Ars poética”: “Donde quiero destierro y silencio/ no traspases la linde. Allí el buitre/ blanco del Juicio anida y sólo el/ ceño de la vida privada ¡canta!”.

​ En medio del ascenso del individualismo feroz, autocomplaciente y consumista que caracterizó al siglo XX (y que se ha extendido al XXI), Martínez Rivas presentaba la soledad y la introspección como formas de insurrección. Eleva su canto a la individualidad vital, que aspira al autoconocimiento, en oposición al individualismo capitalista, en el que cada cual desconoce a los demás e, incluso, a sí mismo. Esta postura estéril y repetitiva es rechazada por el poeta en “Memoria para el año viento inconstante”:

Sé cómo amáis la Música. No la de los negros, por supuesto. Ni la guitarra a lo rasgado, por tientos, esa brisa seca de uñas y plata. Ni el endiablado son de la Múcura que está en el suelo, o Rosa de Castilla con su largo alarido al comienzo…

sino ¡BACH!

​ Martínez Rivas no contrasta a Bach con los músicos populares para fustigar al músico alemán, sino a quienes pretenden domesticar la cultura, reducirla a representaciones inconexas, dividirla en “alta” y “popular”, alejándola de su humanidad, porque la cultura es la comunión del ser humano con su entorno; según lo asienta “El pintor español”: “—Yo pintaré un hombre con una linterna./ —Hazlo. Pero ¿qué le pondrás/ alrededor para que se vea?/ —Pues, noche —dijo, ya iracundo”.

​ Avezado lector de Charles Baudelaire, Martínez Rivas abrevó del poeta francés para su concepción personal de lo sensual: la comunicación del ser con sus sentidos es la que lo lleva a la conciencia del erotismo íntimo, irreductible incluso al mandato divino, por lo que el nicaragüense ofrece un “Beso para la mujer de Lot”, en el que ágiles versos encabalgados y sutiles antítesis delinean la obediencia acrítica de Lot y la rebeldía callada, pero firme, de su esposa: “Dime tú algo más./ ¿Quién fue ese amante que burló al bueno de Lot/ y quedó sepultado bajo el arco/ caído y la ceniza?”.

​ Perspicaz, el insurrecto Martínez Rivas se subleva contra una moral inmóvil que se disfraza de otredad y de rebeldía, pero que esconde sólo vacuidad y retraimiento, que deforma la creatividad en artificio y la acción en voluntarismo. De ahí la imagen poética en estos versos de “Retrato de dama con joven donante”:

Todo incomprensible (en apariencia) o idílico, pero inasistido, no azotado por el error, vivo dentro de un cero en la impotencia de lo sólo evidente.

El mundo plástico, supermodelado y vacío. Como un infierno ocioso, abandonado por los demonios, condenado a la paz.

Manuscrito autógrafo de Johann Sebastian Bach del Preludio, fuga y allegro en mi bemol mayor (BWV 998), ca. 1730, dominio público.

​ En un mundo adicto a la inmediatez, Martínez Rivas descree del testimonio mecanizado: “Escribir sobre el Hambre,/ no poesía de protesta sino de experiencia,/ es difícil si no se pasa Hambre.” Así comienza “A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron”, donde los hechos referidos, ajenos a la conmoción o la indiferencia de un posible espectador, se convierten en su propio alegato y su mejor testigo, por lo que el poeta sólo esboza el acontecimiento (en sí un poema terrible) casi sin efectos poéticos:

En Haití, durante el hambre de 1975, un niño como tallado en madera de tan escuálido; y aquella niña de Vietnam, la que huye desnuda y quemada por la carretera de asfalto.

​ La obra de Martínez Rivas revisa y reformula la realidad y, por ende, se revisa y recrea a sí misma. Así, el nicaragüense consignó la intimidad como la base donde se gestan las insurrecciones del pensamiento y el espíritu, ya sean las del ser individual o las del ciudadano colectivo. Cuando leemos sus poemas, estamos ante la insurrección solitaria de uno de los mejores poetas del siglo XX hispanoamericano, que concibió y vivió a contrapelo de “El frío y la transfusión de sangre de los museos”:

La impiedad del frío en París. Buhardillas con la estufa de hierro helada; en las que, en amaneceres fríos, despuntó el Arte Moderno. Inventado por parias que con dedos ateridos lo concibieron y forjaron

Visor Libros, Madrid, 2006

Imagen de portada: Carlos Martínez Rivas. Fotograma del documental Azul, de Roland Legiardi-Laura, 1988.

  1. Este poemario mereció el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío en 1984. Sin embargo, el poeta se negó a publicarlo en vida, por lo que se editó de manera póstuma en 1999. 

  2. Dicha colección aparece en La insurrección solitaria y Varia, prologado por Juan Antonio de Villena y publicado en 1996 por Visor de Poesía, en Madrid. Los fragmentos de poemas citados en este texto se han tomado de esa edición.