Cuando ya es evidente que el padre va a morir, el hijo empieza a preguntarle cosas, cada tanto, por mensajes de WhatsApp. Viven lejos y hablan poco, pero el pasado se convierte en un punto de encuentro. El padre le cuenta varias anécdotas al hijo, que recuerda haberlas escuchado cuando era niño: historias de peleas callejeras, de la crueldad de los hermanos maristas, de las tardes cuando jugaba futbol en un campo lleno de piedras o de la vez que el padre se escapó de casa para ir al set de una película de El Santo.
Entre todas esas historias, hay una que al hijo le interesa más: la del viaje que el padre hizo, en el invierno de 1979, por varias ciudades del bloque soviético. El padre es reacio a hablar de ese viaje. Cuando el hijo le pregunta al respecto, cambia de tema, cuenta otras cosas. Al hijo, esa reticencia sólo le genera más curiosidad. Se obsesiona con aquel viaje del padre antes de que fuera el padre. Como si comprendiéndolo fuera a entender algo fundamental sobre el padre, sobre sí mismo, sobre el paso del tiempo y el amor desparramado y doliente que se tienen.
Una tarde, finalmente, el padre se anima a hablar. Los mensajes de WhatsApp alternan texto y notas de voz, y más adelante también algunas fotos, como si el viaje no pudiera contenerse ni agotarse en un solo formato. Si el padre tuviera, además de las fotos, boletos de avión y de autobús y objetos traídos del otro lado de la cortina de hierro, se los mandaría también, y el hijo podría reconstruir el viaje del padre, a finales de 1979, como si se tratase de un acontecimiento histórico. Asistida por documentos, fotografías y suvenires, la historia se convertiría en una instalación, en una pieza de autobiografía forense. Pero el padre no tiene objetos. El único suvenir que trajo fueron unos guantes de invierno, unos mitones, en realidad. Se los regaló al hijo hace veinte años, cuando el hijo era adolescente. El hijo los usó un tiempo y luego los perdió, como se pierden todas las cosas.
La autobiografía forense, piensa el hijo, es el ejercicio de reconstrucción del pasado personal a partir de los vestigios que quedan de la propia vida, más allá de la memoria. Pensando esto le pregunta al padre, por WhatsApp, si recuerda los guantes de invierno que le regaló hace veinte años. El padre los recuerda, dice, pero, por el tono de voz, el hijo supone que no le parecen importantes.
Terminó la preparatoria en 1978, dice el padre, y pasó un año entero dedicado a la vagancia. La vagancia lo politizó, alejándolo del futbol y acercándolo a la promesa de un paraíso obrero. A comienzos de 1979, el padre hizo el examen de admisión a la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Xochimilco, y fue aceptado. Al verano siguiente —1980— serían los juegos olímpicos de Moscú, y las agencias de viajes del Distrito Federal ofrecían paquetes a buen precio, así que el padre —que no era todavía el padre, sino el hijo— convenció al abuelo —que no era todavía el abuelo, sino el padre— de que le regalara un boleto redondo a Moscú, como premio por haber sido admitido en la universidad.
—¿Te acuerdas en qué fechas fuiste? —le pregunta el hijo, por mensaje de WhatsApp.
—Sí, del 26 de noviembre al 28 de diciembre de 1979 —responde el padre, y al hijo le sorprende la precisión del dato.
El futuro padre se integra a un grupo de estudiantes que agendan reuniones con delegados de las Juventudes Comunistas en varias ciudades: Moscú, Leningrado, Riga, Varsovia y Berlín Oriental. Cuatro semanas recorriendo vastas distancias de un lado al otro del bloque del Este, entrevistándose con sindicalistas y miembros del partido. Una especie de viaje iniciático que al padre le granjeará simpatías y admiraciones en los pasillos universitarios al año siguiente.
Las cosas, por supuesto, no salen según lo planeado. Al aterrizar en Moscú, unos agentes lo separan del resto del grupo y lo conducen a una sala para interrogarlo. Él no habla ruso, ni ningún otro idioma salvo español, y los agentes de la policía secreta tardan un par de horas en conseguir un intérprete. Le preguntan por qué quiere visitar la Unión Soviética, por qué tiene la barba tan larga, por qué lleva un jersey de un equipo de futbol americano en la maleta. Ese primer encuentro con la realidad soviética le resulta amargo al futuro padre. Por fin, después de varias horas de interrogatorio, le dicen que puede irse.
Desde el primer día, el futuro padre se hace muy amigo de otros dos mexicanos del grupo: David y Salvador. Los tres se cuentan batallas de la ciudad en la que crecieron, ese Distrito Federal con regente designado por el presidente de la República. Esa primera noche, los tres salen a fumar al frío de Moscú y miran caer la nieve con fascinación. (El hijo se pregunta si el padre no estará modificando el recuerdo: en 1979 se podía fumar en interiores, y tampoco le parece plausible que nevara en noviembre. El hijo consulta entonces los registros meteorológicos: “Moscú, 26 de noviembre de 1979: Nieve ligera, neblina”: al menos en eso, el padre no miente.) Mientras los tres fuman, se les une la intérprete rusa asignada al grupo: una mujer de veintidós o veintitrés años cuyo nombre el padre ya no recuerda; pudo haber sido Alina, o Alyona, algo parecido.
Durante el día, el grupo visita las atracciones turísticas de la ciudad, y por la tarde conviven con diversos embajadores ideológicos del régimen, pero el padre y sus amigos, David y Salvador, deciden armar su propia agenda y se suben al metro de Moscú sin un destino claro. Se bajan en alguna estación aleatoria y caminan entre los edificios multifamiliares que al padre le recuerdan, en algo, a Tlatelolco. Por las noches, fuman en compañía de Alina o Alyona, que poco a poco se va ablandando y entra en confidencias: les dice que lleva una vida miserable, que trabajar con turistas la pone en el centro de las sospechas policiales, que hay un clima general de desconfianza y de carestía y que a ella lo que le gustaría sería vivir en Buenos Aires. El padre y David y Salvador se sorprenden, y Alina o Alyona se explaya: aprendió español, dice, para cantar tangos, y su sueño es convertirse en la primera cantante de tangos rusa y conquistar las milongas de la ciudad porteña.
David, Salvador y el padre no han estado nunca en Buenos Aires, pero se ofrecen a recibirla en el Distrito Federal, si quiere, y a llevarla un día a Garibaldi, donde se reúnen los mariachis. No consiguen explicarle exactamente de dónde vienen los mariachis, ni qué son, y Alina o Alyona se queda con una imagen casi fantástica de aquella tribu. (Trece años más tarde, tras el colapso de la Unión Soviética, Alina o Alyona viajará a Zagreb. Una noche, Alina o Alyona caminará sola por las oscuras y ruinosas calles de la ex-Yugoslavia. En algún momento escuchará pasos a sus espaldas: un grupo de tres hombres que la sigue por un barrio poco recomendable. La adrenalina y el pánico acelerarán su corazón y Alina o Alyona escuchará su propio pulso antes de armarse de valor y darse media vuelta para enfrentar a sus perseguidores. Cuando lo haga, cuando se vuelva para dar la cara y la batalla, se verá de pronto ante un trío de mariachis croatas, muy amables, que le contarán —en un ruso imperfecto, asistido de señas— la historia de cómo la música tradicional mexicana conquistó la Yugoslavia de Tito, tras la ruptura del mariscal con Stalin. Alina o Alyona, entonces, se quedará a vivir en Zagreb, se integrará al conjunto de los mariachis croatas y animará incontables veladas con versiones de “Las Mañanitas” y “¡Ay, Jalisco, no te rajes!” en ruso, en serbocroata y en un español con cadencia tanguera.)
El padre le cuenta al hijo que después de Moscú se fueron a Leningrado, hoy San Petersburgo, y que no recuerda mucho de aquella ciudad salvo que el hotel era un lugar infecto, las habitaciones las compartían cuatro o cinco personas, como el baño al final del pasillo; los otros estudiantes del grupo eran demasiado friolentos y no se bañaban nunca, de modo que todo olía a sudor rancio y a atún en lata.
Dice el padre que después de Leningrado tomaron un tren hasta Riga, la ciudad más hermosa que vio nunca, y cuando el hijo escucha esa parte del mensaje de voz se siente triste, porque el padre se está muriendo y no verá nunca Riga de nuevo; no verá tampoco Moscú ni Varsovia, ni verá, en realidad, la Ciudad de México, sino que morirá en el pueblo desde el que le manda mensajes de WhatsApp, rodeado de perros y de plantas epífitas y de humedad y música.
Pero más allá de la belleza de Riga, dice el padre por mensaje de WhatsApp, no recuerda mucho. Sólo que, en Riga, David y Salvador se pelearon, algo de una mujer, una rivalidad que tenía que ver, ahora recuerda, con la atención de una letona a la que conocieron. Y David se cambió de habitación y dejó de salir con ellos a explorar la ciudad; tomó su distancia. Cuando volaron de vuelta a México no vieron a David en el avión; asumieron que se habría sentado en la parte de hasta atrás. Pero luego en la Ciudad de México no volvió a buscarlos nunca, ni contestó jamás el teléfono que les había dado. Y el padre no volvió a saber nada de David, le cuenta al hijo en profusos mensajes, hasta 1992.
Aquel año, mientras el padre veía las noticias sobre el desmantelamiento del bloque soviético, alguien, un mexicano, se acercó al reportero que transmitía desde una calle de Moscú, y el mexicano le pareció conocido al padre, y el mexicano habló en mexicano y le mandó saludos a su familia en Azcapotzalco —un momento muy extraño de aquella transmisión—, y luego el reportero le preguntó cómo se llamaba y qué hacía en Moscú, y el mexicano respondió que se llamaba David y que en 1979 se había enamorado de una letona en Riga y había desertado, así dijo, desertado de México para quedarse a vivir en Rusia, donde formó familia con la letona. Y ahora estaba muy contento, el mexicano desertor, con la caída de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría porque podría ganar un poco más de dinero y visitar a su familia en México, en Azcapotzalco. No había regresado a casa en muchísimo tiempo, su español tenía una inflexión rara, un punto de incomodidad o de distancia.
El hijo se pregunta si David seguirá en Rusia; piensa que le gustaría conocer su apellido y buscarlo en Facebook, escribirle de la nada para decirle que quiere entrevistarlo, preguntarle por el viaje que hizo con el padre y por la mujer letona. Le gustaría llenar los huecos de esa historia, tener esa otra perspectiva, preguntarle por qué se peleó con Salvador, por qué desertó de México, ese ejército improbable. Pero no puede hacerlo porque el padre no recuerda el apellido de David. El padre le dice, por mensaje de WhatsApp, que no recuerda el apellido de David, ni tampoco el de Salvador; a decir verdad, también a Salvador le perdió la pista.
Sí recuerda, en cambio, que en Riga conocieron a un taxista que les cambió una cámara fotográfica marca Leica por unos pantalones de mezclilla. Los pantalones de mezclilla eran considerados un bien de lujo en el bloque del Este, dice el padre, y Salvador se quedó con la cámara Leica y tomó varias fotos del resto de la travesía. Dos años más tarde, en México, Salvador y el padre se reunieron para rememorar el viaje y Salvador le dio tres fotos en blanco y negro tomadas con la cámara Leica. El padre entonces le envía al hijo tres fotos borrosas en blanco y negro, en las que apenas se alcanza a distinguir una figura humana. Bajo las capas de ropa y la barba y los lentes de sol y el pelo bastante largo, el hijo reconoce al padre en esa figura borrosa: una versión del padre antes de entrar a la universidad, a los dieciocho, casi diecinueve años, posando frente a un edificio hermoso en lo que el hijo asume que debe ser Riga, o quizás Varsovia.
Salvador se convirtió en fotógrafo después de aquel viaje, dice el padre. Aquellas primeras fotos con la cámara Leica no eran muy buenas, pero luego, ya en la Ciudad de México, se puso a estudiar más en serio y empezó a tomar fotos para un periódico, el padre ya no recuerda cuál, uno un poco amarillista. Fotografiaba accidentes y asesinatos y crímenes pasionales, como se les decía entonces a los feminicidios, y fotografiaba también políticos y terremotos y estrellas de cine. Salvador trabajó en el periódico varios años y luego sus fotos de estrellas de cine encontraron un nicho de culto, había fotografiado a varias vedettes y cantantes. Había trabajado después para Televisa y un crítico escribió que las fotografías de Salvador capturaban la tristeza maquillada de un régimen decadente; más tarde, ya en el siglo XXI, hubo una exposición retrospectiva de su trabajo fotográfico en un museo o una galería, el padre ya no recuerda bien.
El hijo piensa que aquel viaje decidió el futuro de David, que desertó de México. Y también el futuro de Salvador, que se volvió fotógrafo después de cambiar unos pantalones de mezclilla por una cámara Leica. Y el hijo quiere saber cómo afectó ese mismo viaje a su padre, cómo definió el camino que tomaría su vida —ese mismo camino que está llegando a su fin, un camino que no desaparece sino que desemboca en el bosque, a las afueras de una ciudad llena de neblina—. Pero el padre no sabe decirle si su vida cambió radicalmente. No cambió, desde luego, como la de sus amigos: él regresó a la Ciudad de México y siguió con sus planes: entró a la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Xochimilco, y luego consiguió un trabajo dando clases en otra universidad pública, y se casó con la madre del hijo y tuvo al hijo, le dice al hijo.
Algo que sí recuerda del viaje es que en Varsovia se acostó con una sindicalista polaca, le dice al hijo —aunque en realidad no le dice eso, le dice que “echó la pasión” con una sindicalista polaca, y al hijo la expresión le da risa, porque echar la pasión es lo último que se imagina haciendo a una sindicalista polaca en noviembre o diciembre de 1979—. Y otra cosa que recuerda del viaje, le dice el padre por mensaje de WhatsApp, es que se compró aquellos guantes, mitones en realidad, por tres pesos o su equivalente en rublos en una esquina moscovita, y el hijo siente una punzada de culpa por haberlos perdido, ya no sabe cuándo ni cómo, y por haber perdido algo más (quizás el tiempo), o por haber perdido, en un momento de distracción, la conciencia de estar flotando en una roca gigante en medio del universo; una roca que se deja recorrer y que, al recorrerla, parece definir nuestra vida de maneras oblicuas o evidentes, confundiendo los caminos y los recuerdos hasta hacer imposible una reconstrucción fidedigna del pasado, una autobiografía forense.
Y entonces el hijo le pregunta al padre si recuerda algo más del viaje, y el padre no contesta sino hasta media hora después, y en su voz se percibe el cansancio y la enfermedad, la muerte rondando entre los perros y las plantas epífitas y la niebla: el padre dice que se acuerda mucho de que la última noche, antes de volar de regreso a México, Alina o Alyona los invitó a conocer su casa, un departamento pequeño en uno de esos multifamiliares a las afueras de Moscú. Y Salvador y el padre cenaron con ella un guiso con papas y huesos de res, y bebieron vodka hasta la media noche. Y el padre le cuenta que Alina o Alyona sacó una guitarra y les cantó un tango, le parece que fue “Volver”, y el padre recuerda que Alina o Alyona lloraba en silencio mientras cantaba, y Salvador le tomó una foto con la cámara Leica que había cambiado por unos pantalones. Pero esa foto no existe, o no sabe si existe; no recuerda haberla visto nunca. El padre le dice, por mensaje de WhatsApp, que en realidad no recuerda qué tango les cantó Alina o Alyona. No recuerda realmente. Le parece que fue “Volver”, dice.
Imagen de portada: Póster yugoslavo para la promoción de la película Un día de vida de Emilio Fernández, 1953. Wikimedia Commons, dominio público.