“Esta es la verdadera frontera de Colombia”, asegura doña Nora González, una sexagenaria de cabellera rizada y dientes de perla, mientras observa desde la hamaca de su terraza la inmensidad del océano Pacífico. “Por aquí las personas no dejan de pasar… cubanos, negros haitianos, indios de la India… [algunos] traen bebecitos de brazos, da mucha pena […]. Yo he recogido a varios de ellos, dándoles posada y comida, sin cobrarles nada, por supuesto, porque es gente que anda caminando y es lo que toca hacer”, confiesa la mujer, cuya familia lleva tres generaciones asentada en la idílica comunidad de Punta Ardita que, durante la época colonial y la de la Gran Colombia independiente, fue parte del mismo país.
Punta Ardita es un pueblo costero de ochenta personas que vive de la pesca y la agricultura. Se encuentra en el extremo septentrional del Pacífico colombiano y solo es accesible por mar o a pie. Pocos kilómetros lo separan de la frontera entre Colombia y Panamá, aproximadamente a veinte minutos en lancha. Enmarcado entre altas palmeras y fincas de platanales y árboles de papaya, el trazo de las casas de madera se extiende en aparente calma sobre la playa de arena blanca. Los hogares están sostenidos sobre pilotes, tienen amplios porches y tejados de lámina de dos aguas, como la vivienda de doña Nora.
Una imagen de la virgen María, colocada en la playa sobre un pequeño pedestal de concreto, mira el mar y Punta Ardita entera, que durante los últimos años se ha convertido en la inadvertida protagonista del creciente flujo de migrantes y refugiados. Se trata de hombres y mujeres, pero también de menores no acompañados que escapan de condiciones económicas, políticas, sociales y climáticas adversas en sus lugares de origen y que buscan alternativas para cruzar la cintura del continente. Desean esquivar los peligros del Tapón del Darién. Con su selva impenetrable, es un territorio controlado por grupos del crimen organizado trasnacional. Los migrantes caminan de sur a norte y, cada vez de forma más habitual, de norte a sur.
Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), “el uso de la ruta marítima para el tránsito entre Colombia y Panamá por la costa del Pacífico es cada vez más notorio”. De acuerdo con sus estimaciones, de las 552 personas que utilizaron esta ruta en 2023, un 35 %, en su mayoría venezolanos, cruzó en dirección contraria a la tendencia histórica, es decir, del norte al sur del continente.1 Son “víctima[s] de devoluciones automáticas desde la frontera entre México y Estados Unidos” y quieren retornar a sus ciudades de origen en Colombia, Venezuela o en otros países de América del Sur.
El departamento del Chocó, uno de los 32 en los que está dividida Colombia, es poseedor de una enorme riqueza. Se calcula que en su plataforma continental subyacen considerables yacimientos energéticos,2 mientras que a sus aguas y playas llegan cada año ballenas jorobadas, tiburones ballena y tortugas laúd y golfinas a reproducirse. Sus exuberantes montañas y costas están pobladas de una variedad floral y faunística que pone al país en la lista de los más biodiversos del planeta.
Sin embargo, el Chocó es una región históricamente relegada y, a la par de la Guajira, es la menos desarrollada de Colombia, en gran medida debido a que, por su composición étnica —en su mayoría afrocolombiana e indígena—, no ha merecido nunca suficiente atención del gobierno central en Bogotá. Es una tierra periférica azotada por años de conflicto armado interno. Por su frontera atraviesa una ruta migratoria igual o más peligrosa y mortífera que la del Darién, que muchos buscan evitar, sobre todo si ya lo cruzaron en intentos anteriores por llegar al norte.
“Gracias a Dios vino al mundo con bien. Nació ayer por la tarde, ahí en la clínica. Se llama Renata y, para nosotros, es una bendición que nos ha regalado esta tierra”, me explica emocionado Israel, un migrante ecuatoriano de veintiocho años, mientras buscamos el solaz de la sombra ante el inclemente sol que arremete en el mediodía de Juradó, cabecera del municipio al que pertenece Punta Ardita y parte del departamento del Chocó. Su pareja, Heidi, una hondureña de veinticuatro años, espera que el doctor residente la dé de alta para unírsele en la pequeña habitación que Nelly la Canosa, conocida marchanta del pueblo, les renta en su casa por menos de un dólar al día. Renata es la primera hija de la pareja, que se conoció hace poco más de un año en Tapachula, Chiapas, mientras ambos intentaban llegar hasta la frontera con Estados Unidos.
A Israel lo agarraron los estadounidenses al cruzar a McAllen y lo deportaron de inmediato. Días antes, a Heidi la detuvo la Guardia Nacional en las inmediaciones de la Ciudad de México y la encerraron en unos separos por varias semanas antes de regresarla a su país. Para entonces estaba embarazada. Israel decidió emprender por segunda ocasión el camino al norte desde su natal Loja, en Ecuador, atravesando el Darién de nueva cuenta, para reunirse con Heidi en San Pedro Sula, Honduras. Un médico del precario sistema de salud público hondureño diagnosticó que el embarazo de Heidi era de alto riesgo, y la pareja optó por tomar la ruta hacia el sur, hacia Ecuador. La decisión los tiene varados, desde hace algunas semanas, en el Chocó, a donde llegaron en lancha desde Centroamérica.
“A mí me hace falta un milagro y aquí espero que finalmente se me conceda”, dice entre sollozos María, madre venezolana recién desembarcada en Juradó. Viene de regreso desde Panamá junto con sus tres hijos. La treintañera dejó su pueblo hace tres años para buscar tratarse el cáncer de mama que padece, porque en su país no hay radio ni quimioterapias. Primero lo intentó en Medellín, Colombia, donde la conminaron a extirparle el seno de tajo; luego viajó a México con la esperanza de llegar a tiempo para evitar el doloroso paso del bisturí por su cuerpo. Hace dos semanas, en algún lugar de México cuyo nombre no recuerda, su esperanza murió.
Hombres armados, a los que la víctima identifica como miembros de un cartel, le exigieron el pago de siete mil dólares o la entrega de su hija mayor en prenda para permitirle continuar su camino. En ese instante tomó la decisión de volver atrás, dejando que su cáncer avance pero salvando a su hija.
Para Mireille Girard, representante de la ACNUR en Colombia, “el tránsito de personas refugiadas y migrantes entre Colombia y Panamá constituye uno de los mayores movimientos mixtos en las Américas y en el mundo.3 [Se trata de] un cruce irregular que implica [muchos] riesgos. Las rutas marítimas con frecuencia se presentan como más ágiles y seguras que las terrestres, pero es falso. Las personas que toman estos trayectos también están expuestas a múltiples retos de protección [ante la] presencia de actores armados no estatales, las redes de trata y de tráfico, las estafas, los hurtos, la violencia sexual, la falta de alimentos y de hidratación, entre otros. Además, se exponen a posibles naufragios, considerando que se transportan por rutas clandestinas en embarcaciones que no cumplen con estándares mínimos de seguridad. También, como se ha visto en varios casos, corren el peligro de ser abandonadas por sus ‘guías’ y quedar a la deriva en el mar”.
“Ahí nomás, tras la lomita”, indica don Adriano Santos con la voz cansada, señalando con el brazo extendido el espacio que yace tras la desgastada cruz de madera a mi lado. “Ahí están todos, ahí les dimos cristiana sepultura”, dice mientras se quita la gorra y se santigua. El sepulturero de setenta años trabaja en el cementerio de Bahía Solano, municipio vecino a Juradó, desde su establecimiento en 1973.
En compañía de su ayudante y del personero del pueblo —un puesto de la estructura gubernamental colombiana que está a cargo de la defensoría de los derechos humanos y del interés público—, me enseña la fosa común en la que reposan los restos de diez migrantes uzbekos.4 Los pescadores lograron rescatarlos del Pacífico la fatídica noche de diciembre de 2021 en que el oleaje en Punta Piña (un lugar de fuertes corrientes, a medio camino entre Bahía Solano y Juradó) hundió la precaria embarcación que transportaba a docenas de personas, al amparo de la noche, desde las costas de Colombia hasta Panamá. Varios cuerpos fueron tragados por el océano, algunos amanecieron en la playa al día siguiente, del resto ya no se supo nada. Es el mayor naufragio en la historia del municipio. Aquí, a catorce mil kilómetros de distancia de su país de origen, en la fosa común, esos cuerpos comparten tierra y desgracias con los cadáveres de las víctimas del conflicto armado colombiano sin familiares conocidos y con los muertos no identificados de la violencia que tiene hundida a la región.
“Me siento cansada, desarmada, débil, sola… A veces una sale [de su país] para darse cuenta, al volver, que nunca tuvo que haber dejado lo suyo”, reflexiona María mientras abraza con fuerza a su hija Oriana contra su cuerpo. El dolor constante que le provoca su pecho canceroso la ha hecho perder peso y dificulta su andar; el seno supurante le acarrea, además, vergüenza. Espera salir de Juradó a primera hora del día siguiente con destino a Medellín, para volver al hospital de la Cruz Roja donde en su momento se trató, con el propósito de que le quiten, de una vez y para siempre, “ese mal” que lleva dentro. Después, recuperada, piensa regresar a Yaracuy, su pueblo en Venezuela, y no mirar al pasado.
“Sin documentos ni dinero nuestras opciones son sumamente limitadas. Los más vulnerables dentro de los vulnerables, como nosotros, no tenemos esperanza”, admite Israel antes de despedirse para retomar su jornada en el mototaxi prestado que desde inicios de esta semana maneja por las calles de polvo de Juradó. Haciendo mandados, llevando y trayendo gente para ahorrar unos cuantos pesos, terminar su camino y volver, finalmente, con Heidi y Renata, ahora los tres juntos, al Ecuador.
Imagen de portada: Selva del Darién. Fotografía de Nuño Martín
“Chocó. Movimientos mixtos por la Costa Pacífica colombiana”, Acnur, enero de 2024, p. 1. Disponible aquí. ↩
La Agencia Nacional de Hidrocarburos concedió treinta acuerdos y contratos para la exploración de hidrocarburos en varias zonas, entre ellas Chocó. “Crece el interés hidrocarburífero en la región del Pacífico colombiano”, Brigard Urrutia, 20 de enero de 2021. Disponible aquí. ↩
El término “movimientos mixtos” se refiere a las rutas, zonas y países por donde los migrantes transitan de sur a norte y de norte a sur. ↩
Según la Personería de Bahía Solano, encargada de darles sepultura. Otros artículos periodísticos recogen cifras distintas. ↩