De quijotadas novohispanas y libros navegantes

Viajes / dossier / Septiembre de 2024

Elizabeth Treviño

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La primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha llegó a tierras americanas en 1605, muy poco después de que la primera edición saliera a la luz de la prensa madrileña de Juan de la Cuesta. Esto lo sabemos gracias al afortunado hallazgo del célebre cervantista Francisco Rodríguez Marín, quien, en la primera década del siglo pasado (en el libro El “Quijote” y Don Quijote en América, 1911), dio a conocer que, según se lee en el registro, dentro de las muchas cajas de libros que cruzarían el Atlántico con destino a América, se encontraban cerca de trescientos ejemplares del portento cervantino, cuando menos, en la flota que zarparía de Sevilla el 12 de julio de 1605. Este valioso dato mereció una observación de exquisita índole bibliófila del erudito: “es de notar una particularidad muy curiosa: por algunas de las listas de libros que he examinado se viene en conocimiento de que los libreros y los lectores del Quijote solían enmendar la plana a Cervantes, al par que el título a su obra, llamándola Don Quijote y Sancho Panza”.

​ La buena fortuna editorial del hito cervantino —y estandarte de los Siglos de Oro— es hoy una perogrullada. Allende épocas, lenguas, continentes. Son muchas las reediciones de Don Quijote en los años posteriores a su publicación y, aunque tendrían que transcurrir centurias para que se imprimiera en suelo mexicano, tenemos noticias de numerosos ejemplares que hicieron la travesía transatlántica: una quijotada en sí misma. En la memoria de la biblioteca novohispana de Gabriel de Vega, fechada en 1616 —el mismo año en que falleció Miguel de Cervantes Saavedra, si recordamos, un 22 de abril—, encontramos, inclusive, un ejemplar de la primera edición, apunte que refuerza la rapidez con la cual se movió el título en los virreinatos. Empero, no debemos perder de vista que el monumento cervantino, como cualquier libro, estaba en la mira de los órganos que pretendían controlar y vigilar las ideas que circulaban para restringir aquellas que representaran una amenaza para el proyecto ideológico confeccionado por la Corona y la Iglesia en complicidad.

José Vallejo y Galeazo, Alegoría del Quijote, ca. 1870. Museo Nacional del Prado, dominio público.

​ Son famosas las palabras de aquel decreto, firmado en 1531 por la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, en donde la reina gobernadora señalaba que había sido “informada que se pasan a las Indias muchos libros de romances, de historias vanas o de profanidad” y por ello prohibía su exportación: “porque éste es mal ejercicio para los indios, e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean; por ende yo vos mando que de aquí adelante no consintáis ni deis lugar a persona alguna pasar a las Indias libros ningunos de historias y cosas profanas, salvo tocante a la religión cristiana e de virtud”. Este mandato sería refrendado en instrucciones posteriores, mas, como pone en evidencia el caso quijotesco antes mencionado, hoy sabemos que fueron muchas y variadas las lecturas que acompañaron a aquellos osados tripulantes embarcados hacia el Nuevo Mundo. A propósito del Quijote, precisamente, Irving A. Leonard, autor del fundamental estudio Los libros del Conquistador (1949), sentenció: “la lectura había empezado en alta mar”.

​ En este punto, conviene recordar que, para entonces, ya estaba en vigor la pragmática de 1502, promulgada por los Reyes Católicos, en la cual se establecía que todo libro debía ser sometido a una revisión antes de llevarse a la estampa, es decir, previo a su publicación. Sólo pasando por este filtro podía obtenerse una licencia de impresión, desde entonces requisito obligatorio tanto para impresores como libreros —o vendedores de libros—. Esta medida legal no fue la única puesta en marcha por la Monarquía española en materia libresca; aunque sí fue determinante en la consolidación de un aparato de vigilancia y control de la producción y circulación de la palabra escrita —al final, de las ideas— que, sabemos, perduró hasta inicios del siglo XIX.

​ La segunda acción dispuesta por la Corona perfila otro tipo de censura, aquel ejercido por el Santo Oficio una vez que las obras salían de las prensas y se encontraban en circulación. Para sistematizar este aparato de control y vigilancia, la Inquisición española, siguiendo otros ejemplos europeos de labor censoria, publicó su primer catálogo de libros prohibidos en 1551 y, ocho años después, en 1559, sacó a la luz el primer Índice de libros prohibidos propiamente español, preparado por Fernando de Valdés, inquisidor general. Lejos de estar escrito en piedra, éste fue reformulado cuantas veces se consideró necesario, pero, en síntesis, el documento era un repertorio de autores, títulos y textos anónimos —o de autoría dudosa— que atentaban contra los valores imperantes, atendiendo especialmente a obras heréticas y consideradas nocivas ideológicamente.

Diego Rivera, Tianguis en Tlatelolco, mural de Palacio Nacional, 1929-1935. Fotografía de Jen Wilton, Creative Commons.

​ Las motivaciones para que los libros cruzaran los mares son tan dilatadas como se antojan —esparcimiento, comercio, evangelización, educación, administración…—. De ahí que llegaran obras de una pluralidad de géneros y lenguas, resabio no sólo de la lectura que era deseable, es decir, que fomentaba el buen comportamiento civil y moral. Si bien es cierto que la presencia de la materia devocional fue avasalladora, en los cargamentos también se encontraban “libros pestíferos”, como los llamó el célebre humanista Juan Luis Vives en su clásico Instrucción de la mujer cristiana (1523). A diferencia de los “buenos libros”, éstos eran: “en España, Amadís, Esplandián, Florisando, Tirant lo Blanch y Tristán, cuyas locuras nunca tienen final y de los que a diario salen títulos nuevos; la alcahueta Celestina, madre de necedades y cárcel de amores; en Francia, Lanzarote del Lago, Paris y Viana, Ponto y Sidonia, Pedro de Provenza y Magalona y Melusina, señora implacable; en Bélgica, Florio y Blancaflor, Leonela y Canamoro, Curial y Floreta, Píramo y Tisbe; existen otras en lenguas romances traducidas del latín, como las muy estúpidas gracias del Poggio, Euríalo y Lucrecia y el Decamerón de Boccaccio”. Nótese que estos títulos comparten un supuesto carácter licencioso. Vives lo explica mejor: “Todos estos libros los escribieron unos hombres ociosos, que hacían mal uso de los días de descanso, ignorantes, entregados a los vicios y a la inmundicia y me sorprendería si en ellos se encontrase algo que deleitara, a no ser que las inmoralidades nos sedujeran sobremanera. No se puede esperar erudición de unos hombres que ni tan siquiera han contemplado la sombra de la propia erudición”. Por cierto, es oportuno recalcar que no deben confundirse estas ideas con lo dictado en los índices inquisitoriales: era evidente que ciertas lecturas eran “amistades peligrosas”, pero, mientras que la Inquisición prohibía y censuraba auténtica y eficazmente, los preceptistas, como el recién citado Vives o fray Luis de León (cuyas ideas circularon con soltura en la Nueva España, donde se sumaron más, como aquellas de Antonio Núñez de Miranda, quien fuera el confesor de sor Juana), guiaban y normaban. Esto es importante apuntarlo pues, a diferencia de lo que se repite hasta la saciedad, la literatura de ficción, tan buscada y apetecida ayer como hoy, nunca fue formalmente prohibida per se —aunque sí algunos títulos específicos, como el Lazarillo de Tormes o el Amadís de Gaula—; empero, no se aconsejaba la lectura de estos géneros y menos se recomendaban en la etapa formativa. En otras palabras, pese a muchos pensadores del momento, la idea de equiparar a la literatura licenciosa con la herética, y juzgarla con la misma severidad, no terminó por imponerse.

​ Vigilar la lectura era imperante, un asunto de salud pública, podríamos decir, pero la maquinaria de control de la Metrópoli terminó siendo insuficiente para tal fin, como evidencian los muchos textos prohibidos y “malos libros” que desembarcaron en tierras americanas. El Santo Oficio recibía denuncias sobre títulos, poseedores de libros y lectores, así como hacía inspecciones o “visitas” a librerías, bibliotecas y embarcaciones; revisaba qué se iba a exportar y, una vez concluida la aventura interoceánica, revisaba asimismo los cajones de libros en suelo novohispano, antes de que abandonaran el puerto para adentrarse en los territorios recién conquistados. Y aunque la Corona filtró todo lo procedente del Viejo Mundo, lo tangible —como los mismos libros— y lo intangible —modas, ideas, avances científicos…—, el proceso de occidentalización en este lado del Atlántico no estuvo exento de resquicios. Cualquier intercambio o importación cultural estaba sometido al control ejercido por la Corona y, no obstante, en los virreinatos penetraron obras de forma ilegal que convivieron con la producción editorial novohispana que, después del establecimiento de la primera imprenta en la capital de la Nueva España en 1539, iría en paulatino aumento.

Ludwig Gottlieb Portman, Familia iroquesa frente a tipi, 1804. Rijksmuseum, dominio público.

​ En los trabajos pioneros de Francisco Fernández del Castillo (Libros y libreros en el siglo XVI, 1914) y Edmundo O’Gorman (“Bibliotecas y librerías coloniales. 1585-1694”, 1939), clásicos para todo interesado en el universo de la cultura escrita novohispana, se recogen copiosas noticias que ilustran el complejo panorama del mundo del libro en la temprana Nueva España después del establecimiento de la Inquisición en 1571. Las fuentes documentales recopiladas por ambos historiadores, entre las que se encuentran disposiciones, juicios inquisitoriales y “memorias” o listas de libros (algunas respondían al deber de informar la posesión de éstos, otras daban cuenta de los ejemplares que habían sido confiscados), permiten entretejer una historia que confirma que, en poco tiempo, el libro se convirtió en un bien cotizado y demandado, parte fundamental del circuito comercial de la Carrera de Indias, como ha observado Pedro Rueda Martínez (Negocio e intercambio cultural: El comercio de libros con América en la Carrera de Indias (siglo XVII), 2005).

​ Basta un vistazo a los casos presentados por los estudiosos recién mencionados1 para constatar que a la Nueva España llegó un gran cúmulo de impresos de temática devocional y piadosa, sobresaliendo numerosos flores sanctorum (compilaciones de vidas de santos), libros de ejercicios espirituales y sermonarios; también, obras de fray Luis de Granada y fray Luis de León, y el celebérrimo Contemptus mundi. Ocupaban un lugar menor, mas relevante, los documentos jurídicos y medicinales; y, aunque la literatura de entretenimiento no parece haber acaparado las arcas, resulta indiscutible que llegó: cancioneros, florilegios y romanceros varios fueron de los más populares, así como no se hicieron extrañar los clásicos, como Homero, Cicerón, Marco Aurelio, Virgilio. Destacan obras de autores castellanos afamados entonces, como Jorge de Manrique, Juan de Mena y Alonso de Ercilla; y de autores que estaban fraguando el canon hispano al momento, como Mateo Alemán, Francisco de Rojas, Lope de Vega, María de Zayas y, como vimos arriba, el gran Miguel de Cervantes, el cual, a decir del prestigiado filólogo Trevor J. Dadson, se salvó de la Inquisición gracias a su “maldita ironía”. En otras palabras, no cabe duda de que no todo lo que desembarcó procedente del puerto de Sevilla estaba orientado al estricto cultivo espiritual. Algunas de estas obras, incluso, llegaron a petición puntual de algún comerciante, pero, no debemos obviarlo, también por solicitud de los ciudadanos a piedi, hombres y mujeres comunes que pedían títulos específicos, escapadas personales, como revelan algunas de las Cartas privadas de emigrantes a Indias, 1540-1616 (1988) recopiladas por Enrique Otte.

​ A tientas entre la clandestinidad y la norma, en ocasiones sin portada, otras veces insertos en cubiertas de textos ajenos, o careciendo de las primeras o las últimas páginas, como revelan las descripciones en fuentes inquisitoriales, también desembarcaron libros y autores prohibidos. Por ejemplo, una gran diversidad de obras de devoción popular (como vidas o biografías de santos y de la Virgen) y los manuales espirituales de supuesto contenido “supersticioso” que no gozaba de la aprobación de las autoridades eclesiásticas y estaba, por tanto, sancionado por la Inquisición. De índole literaria, es contundente y significativa la presencia de volúmenes de la Celestina y del Amadís de Gaula. Al final, como tiene a bien enfatizar José Ramos Soriano en Los delincuentes de papel. Inquisición y libros en la Nueva España (1571-1820) (2011), de ninguna manera podría considerarse impenetrable, tampoco estático, el impacto de las autoridades inquisitoriales en la época colonial.

Imagen de portada: José Vallejo y Galeazo, Alegoría del Quijote, ca. 1870. Museo Nacional del Prado, dominio público.

  1. Para complementar el panorama, remitimos también a las relevantes contribuciones de Idalia García, Olivia Moreno Gamboa y Natalia Maillard.